Olivar, vol. 23, núm. 37, e137, noviembre 2023 - abril 2024. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Memoria y resistencia en la obra de Julio Llamazares

Silvia Cárcamo

Programa de Pós-Graduação em Letras Neolatinas, Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil
Cita recomendada: Cárcamo, S. (2023). Memoria y resistencia en la obra de Julio Llamazares. Olivar, 23(37), e137. https://doi.org/10.24215/18524478e137

Resumen: A lo largo de la trayectoria literaria y periodística de Julio Llamazares, considerando poemas iniciales reunidos en La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1981), las novelas Luna de lobos (1985), La lluvia amarilla (1988) y Escenas del cine mudo (1994), los libros de viajes como El río del olvido (1990) y los textos publicados en periódicos, es posible notar un vínculo permanente entre memoria y resistencia. Postulamos que en esa alianza resuena la tradición que ha privilegiado la crítica para pensar los caminos de la modernidad y sus crisis (O. Paz, A. Compagnon, A. Huyssen, E. Subirats). El espacio de la escritura se hace lugar de resistencia mediante la elaboración minuciosa de un estilo en el que el tiempo lento parece rechazar el modelo triunfante: una sociedad sin memoria, en permanente cambio. Desde la tradición crítica, apelando a la memoria, Llamazares ficcionaliza o narrativiza en su literatura los conflictos provocados por los desplazamientos humanos en el interior de España a partir de la segunda mitad del siglo XX y, más recientemente, los que derivam de las migraciones en escala planetaria. Enfocando esos fenómenos, Llamazares identifica efectos de la modernidad que comprometen tiempo y espacio, con lo cual entra en consonancia con miradas igualmente críticas de otros escritores españoles (Juan José Millás, Felix de Azúa, Manuel Rivas, Sergio del Molino)

Palabras clave: Memoria, Crítica, Desplazamientos, Julio Llamazares, España vacía.

Memory and resistance in the work of Julio Llamazares

Abstract: Throughout the literary and journalistic trajectory of Julio Llamazares, considering the initial poems gathered in La lentitud de los Bueyes (1979) and Memoria de la Nieve (1981), the novels Luna de Lobos (1985), La Lluvia Amarilla (1988), and Escenas del Cine Mudo (1994), travel books such as El Río del Olvido (1990), and the texts published in newspapers, we notice a permanent link between memory and resistance. With this alliance, we postulate that it resonates with the tradition that privileged the value of criticism to contemplate the courses of modernity and its crises (O. Paz, A. Compagnon, A. Huyssen, E. Subirats). Space establishes itself as a place of resistance through the meticulous elaboration of a style in which slow time seems to reject the triumphant model imposed: a society without memory, in permanent change. From the critical tradition, appealing to memory, Llamazares fictionalizes or narrativizes, in his literature, the conflicts caused by human displacements in the interior of Spain, that occurred with more intensity in the second half of the 20th century and, more recently, those that derive from migrations on a planetary scale. Focusing on these phenomena, Llamazares identifies effects of modernity that compromise time and space, and his perspective lines with equally critical views of other Spanish writers (Juan José Millás, Felix de Azúa, Manuel Rivas, Sergio del Molino)

Keywords: Memory, Critics, Displacements, Julio Llamazares, Empty Spain.

Memoria y posiciones críticas

La indagación acerca de la memoria o de la ausencia de la misma ha sido uno de los asuntos centrales en la crítica literaria y cultural de las últimas décadas. Hacia los años noventa del siglo XX, Andreas Huyssen contrastó el interés que el tiempo futuro suscitó hasta la década del ochenta con la relevancia concedida a finales de ese siglo a todo lo que tuviera que ver con el pasado. Naturalmente, el crítico observó que las exploraciones en el campo de la historia y de la memoria, también incorporadas como materiales de la ficción, derivaban de ese interés por el pasado. Huyssen relacionaba el cambio al evidente abandono en la creencia de proyectos utópicos que habían tenido su máxima vigencia en las décadas del sesenta y setenta del siglo XX en varios lugares del planeta.

Coincidentemente, sumado a ese predominio visible del pasado, que por lógica, hacía desaparecer del horizonte los proyectos hacia el futuro, Huyssen notó que, por otra parte, en los estudios culturales sobre fronteras, migraciones y diásporas se estaba produciendo un desplazamiento al privilegiar el espacio en lugar del tiempo como categoría para interpretar fenómenos de la contemporaneidad. En este punto, el autor de En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización creyó conveniente advertir que “los trabajos de geógrafos como David Harvey han demostrado que separar tiempo de espacio supone un riesgo para la comprensión plena, tanto de la cultura moderna como de la posmoderna.” (Huyssen, 2002, p. 14). Atender a realidades que tienen que ver con el espacio y con los territorios significa observar el modo en el que tiempo y espacio se hallan imbricados en los procesos que determinan las múltiples visiones de una época.

Teniendo en cuenta las posiciones de Huyssen se hace necesario preguntar cómo se articulan tiempo y espacio en contextos culturales específicos y en épocas de globalización, conexiones mundiales intensas y migraciones ocurridas en escala planetaria. No podemos desconsiderar esa cuestión cuando nos proponemos situar el lugar de la memoria y de la resistencia militante en la propuesta literaria de Julio Llamazares. Memoria y resistencia se hallan indisolublemente entrelazadas en su obra. Proyectadas en el horizonte de las preocupaciones del espacio-tiempo del mundo actual, se conectan con la tradición que ha pensado la idea de la modernidad, la crisis de dicho modelo y los conflictos actuales.

Desde los iniciales poemas publicados bajo los títulos de La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1981) hasta la exitosa novela del narrador maduro de La lluvia amarilla (1988) reparamos en la permanencia de esa alianza entre memoria y resistencia frente a un estado de cosas que debe ser cuestionado. A pesar de la variedad de escenarios y figuras humanas, lo mismo podríamos afirmar tras la lectura de la novela Luna de lobos (1985), los libros de viajes y los de trazos más autobiográficos, como El río del olvido (1990) y Escenas del cine mudo (1994), respectivamente. Los ensayos, las entrevistas y los habituales artículos de periódico de Llamazares suelen someter a análisis conflictos contemporáneos, de España y del mundo, desde una perspectiva crítica que apela a la observación y simultáneamente al registro histórico. Notamos que los recuerdos se activan, las evocaciones generan imágenes visuales o sensoriales, las voces del pasado se hacen parte del presente según un proceso por el cual se afirma una posición frente a los dramas contemporáneos. Todo esto que pertenece al orden de la memoria y al propósito de la crítica adquiere sentido político y cultural al insertarse o concebirse como una reflexión que parece dialogar con el pensamiento crítico de la modernidad. Algunos desarrollos de esas visiones interesan para entender las perspectivas culturales dominantes en Llamazares, razón por la cual, a continuación, nos detendremos en ellas.

En primer lugar, y aunque privilegie un corpus excesivamente francés, creemos que la hipótesis de Antoine Compagnon (2011) en Los antimodernos. De Joseph de Maistre a Roland Barthes es ciertamente una referencia central para penetrar en la propuesta de Llamazares por lo que dice al respecto de tomas de posición ante el mundo actual que no excluyen la mirada histórica: hablar del presente exige mirar hacia el pasado. Compagnon viene a decirnos que los verdaderos modernos fueron “los antimodernos”. Con esta última denominación identifica a un conjunto de artistas e intelectuales que se atrevió a cuestionar los valores centrales del mundo moderno, y precisamente por ello demostraron ser modernos al adherir a la crítica como instrumento central del pensamiento. Si es verdad que la oposición entre tradición y renovación, o entre lo nuevo y lo viejo, marca cada momento de la historia, también resulta evidente, siempre de acuerdo con Compagnon, el hecho de que se manifestó contundentemente en los siglos XIX y XX la duda sobre el dogma del progreso indefinido, el cartesianismo, el Iluminismo y el optimismo histórico. Desde tradiciones singulares pero entrelazadas, Nietzsche, Marx y Freud abordaron ese “malestar de la civilización”, para usar la consagrada expresión de este último. Sin embargo, fue la reacción posmoderna de fines del siglo XX y comienzos del XXI la que agudizó las sospechas respecto de los dogmas establecidos por la modernidad, proyectando una sombra pesimista sobre los valores dominantes que ahora pudieron ser objeto de revisión ante las consecuencias visibles de catástrofes humanas y naturales de los últimos años. Leyendo a Barthes como un “antimoderno”, Compagnon subraya la paradoja que representa cuestionar los valores modernos desde creencias y prácticas vanguardistas, y entiende como compleja y ejemplar la declaración del crítico francés cuando expresó que él prefería situarse “en la retaguardia de la vanguardia”, (Cit. Compagnon, 2011, p. 18) puesto que “(…) ser de vanguardia es saber lo que está muerto, ser de retaguardia es amarlo todavía”. (Cit. Compagnon, 2011, p. 18) La insatisfacción forma parte, por lo tanto, de la modernidad precisamente porque ella supone la crítica.

Vayamos ahora a las meditadas consideraciones del poeta y ensayista Octavio Paz, otra de las referencias pertinentes para interpretar las sospechas de las que se hace cargo la literatura de Julio Llamazares. Paz afirma que la paradoja también caracteriza a la propia modernidad, coincidiendo en ello con Compagnon. Entre tantos escritos en los cuales se propuso situar en el tiempo y definir conceptualmente lo moderno y la modernidad, es en “Ruptura y convergencia”, un texto que data de 1989, donde el escritor mexicano privilegia claramente a la crítica como el trazo esencial del pensamiento moderno. Utilizando las armas de la razón, en un movimiento dialéctico, la modernidad se cuestiona a sí misma. Considerando lo que ya fue dicho por analistas de la modernidad, el ensayista admite como origen de la misma el Renacimiento, la Reforma, el Descubrimiento de América, el nacimiento de las naciones, la burguesía, el capitalismo y las revoluciones científicas que sucedieron a partir del siglo XVII, subrayando que fue decisivo especialmente el siglo XVIII, época que prefigura el futuro. Inmediatamente después de esa enumeración de hechos, Paz afirma que “[l]a modernidad comienza como crítica de la religión, la filosofía, la moral, el derecho, la historia, la economía y la política”. (Paz, 1990, p. 32) Si la crítica está en el origen de la modernidad, también es cierto que ella preside su lógica, puesto que los conceptos centrales como progreso, libertad y democracia nacieron de la crítica. Fue en el siglo XVIII cuando “[c]rítica de sí misma: la razón renunció a las construcciones grandiosas que la identificaban con el Ser, el Bien y la Verdad; dejó de ser la Casa de la Idea y se convirtió en un camino: fue un método de exploración.” (Paz, 1990, p. 33). Al final, Paz subraya que la crítica encarna en la historia y hace posible, por ejemplo, los movimientos de independencia en América, cuyos resultados lo lleva a afirmar que “[n]uestra modernidad es incompleta, o más bien es un «híbrido» histórico”. (Paz, 1990, p. 33) La modernidad representa un ideal que nunca se realiza completamente.

Nos dirigimos, entonces, hacia nuestra tercera referencia ¿Cómo no recordar, en el ámbito geográfico y temporal más próximo a Llamazares, el programa de denuncia de una “modernidad insuficiente” de Eduardo Subirats? En 1979 –el año en el que se conocen también sus obras Contra la razón destructiva . Figuras de la conciencia desdichada– Subirats empieza a pensar críticamente en la “insuficiencia” de la Ilustración española con respecto a la tradición ilustrada europea y particularmente alemana, siguiendo, internamente, las convicciones de Américo Castro, en un movimiento que lo acerca a Juan Goytisolo. Es el origen de textos destinados a examinar el propio ensayo español moderno, pero en los que reconocemos como horizonte mayor la problemática del Otro en la cultura. Subrayamos esta perspectiva puesto que la discusión de la identidad y la alteridad en la cultura se realiza especialmente en los artículos de Llamazares que abordan desplazamientos humanos y tránsitos del siglo XXI como fenómenos relevantes del fenómeno de globalización. Aunque la memoria, es decir, el tiempo, esté presente en el pensamiento de Llamazares, la atención a los desplazamientos en el espacio, plantean la inseparabilidad de ambas categorías. Ahora bien, remontando la tradición española, Subirats encuentra el mejor ejemplo de las limitaciones de la Ilustración distorsionada en el padre Feijóo. Este descubrimiento, el de haber comprobado que el mito actúa por debajo de un pensamiento aparentemente científico, lo llevó a escribir La Ilustración insuficiente (1981). Para examinar “la Ilustración insuficiente” del padre Feijóo, a Subirats le interesa el papel que le asigna Voltaire a la crítica cuando piensa en sus efectos sobre lo social. La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿se puede demostrar la contribución de Feijóo para la reforma del pensamiento de la sociedad española con una orientación moderna? Según Subirats, el padre benedictino no opera con dicho concepto moderno de la crítica; no es la ciencia lo que valoriza sino su representación, y aún más, Feijóo erige la razón absoluta en justificación legitimadora del poder. En ese sentido, se denuncia el concepto de sujeto trascendental de la filosofía moderna y el fracaso que supuso el olvido del sujeto histórico y empírico. Esa “Ilustración insuficiente” conformaría el pensamiento dominante español. Tendría sus efectos, por ejemplo, en el presente de la reflexión del filósofo, es decir en el período de transición hacia la democracia. Ese proceso que según Subirats se asentó en políticas de olvido y propuestas de reconciliación aceptada por algunos intelectuales.

En el contexto español, Llamazares podría ser ubicado entre los escritores que han levantado críticas a la amnesia de esa etapa que se inicia con la transición y a la propuesta de echar un manto de olvido sobre el período franquista en nombre de la conciliación política interna que permitiera lograr tanto la modernización económica como la integración a Europa. El espacio de la escritura se hace también lugar de resistencia: la elaboración minuciosa de un estilo, el tiempo lento que parece no ajustarse al modelo triunfante por doquier.

Pero se impone en este punto introducir “matices”, es decir, relativizar o atenuar, en lo que respecta a la asignación de responsabilidades de la literatura y de los escritores, para lo cual nos sirven los comentarios de José Martínez Rubio que leemos en su libro Las formas de la verdad. Investigación, docuficción y memoria en la novela hispánica. El crítico subraya, refiriéndose al posfranquismo, que “[n]o deja de resultar contradictorio, ciertamente, la aparición de un verdadero boommemorialístico con la idea de desencanto y de desentendimiento de la realidad histórica del país durante la democracia”. (Martínez Rubio, 2015, p, 59) Martínez Rubio tiene en cuenta que no se trata de una exclusividad española el hecho de que en un presente en el que no caben ya héroes épicos exista la tentación de volverse hacia atrás en búsqueda de utopías imaginadas en el pasado. Para el caso español, y tomando como eje las narrativas que aluden a la Guerra Civil, es decir a la experiencia más traumática ocurrida en el siglo XX, el crítico se propone afinar el análisis y para ello ve necesario atender a los cambios históricos y a las maneras de contar en ese largo período.

Martínez Rubio tiene en cuenta la propuesta de Raquel Macciuci cuando ésta reconoce tres momentos de las narrativas sobre la Guerra: inmediata posguerra, tardofranquismo y naciente democracia y finalmente una etapa más reciente. En la primera se cuenta la guerra como parte del presente, en la segunda se produce la mitificación, la idealización y la tendencia al predominio de una perspectiva sentimental. Ya en la tercera, con la alternacia en el poder de socialistas y de la izquierda, “los escritores parecen percibir que es el momento de plantear, de manera militante, una verdadera recuperación de la memoria histórica” (Martínez Rubio, 2015, p. 66). Martínez Rubio retoma, casi hacia el final de su libro, el tema de los cuestionamientos a la literatura y a los autores del segundo momento en la narrativa de la temática de la guerra, formulando la siguiente pregunta “¿ha sido la cultura española realmente amnésica con respecto a su pasado, a sus traumas históricos y a sus problemáticas sociales? (…) ¿hubo “un pacto de silencio” cultural?”. (Martínez Rubio, 2015, p. 271) La prueba más definitiva de que la respuesta a esa pregunta debería ser negativa radica, para Martínez Rubio, en la cantidad de obras que tratan de la Guerra Civil y de los conflictos sociales. El problema se hallaría en otro lugar si se tiene en cuenta que “[m]ás que un pacto de silencio, durante la Transición hubo un pacto de impunidad, amparado por la Ley de Amnistía de 1977”. (Martínez Rubio, 2015, p. 271) Los escritores no serían responsables de haber silenciado la memoria, sino que fue el Estado mediante una ley, la que favoreció en todo caso la impunidad. Aunque, al contrario de Martínez Rubio, justifique en su momento lo que él denomina “echar al olvido”, que, sin embargo, diferencia de la amnesia, el historiador Santos Juliá sostiene que en el período de la transición, y antes incluso, se habló mucho del pasado y recomienda a aquellos que afirman lo contrario “volver a las bibliotecas y hemerotecas para informarse: se habló y se ha seguido hablando sin pausas ni interrupciones de ese pasado”. (Juliá, 2003, p. 112) Como vemos, a la memoria sobre arbitrariedades cometidas por los vencedores en la Guerra Civil se suman cuestiones relacionadas con los procesos posteriores del posfranquismo que lanzan una mirada crítica sobre las políticas de modernización en las que muchos reconocen también gestos de desmemoria.

Las polémicas en que confluyen la memoria, la revisión del pasado, la crítica e interpretaciones que llegan a los orígenes y transformaciones de la modernidad trazan un cuadro complejo del que no están ajenas la literatura, el cine y las expresiones artísticas de un modo general. Si hablamos de transformaciones en la lógica de la modernidad resulta insoslayable, para una lectura actual del sentido crítico que otorga Llamazares a la memoria de un pasado, la mención de La España vacía (2022)1 de Sergio del Molino ya que no consideramos casual que en esta obra el autor de La lluvia amarilla sea mencionado reiteradamente. Volveremos a esta referencia puesto que el ensayo de del Molino retoma los conflictos que Llamazares ficcionalizó o narrativizó en su literatura relativos a los desplazamientos, un fenómeno de las transformaciones de las últimas décadas del siglo XX que aun no ha cesado. El escritor alude especialmente al éxodo rural hacia la ciudad, o a la otra posibilidad, la negativa obstinada al abandono del lugar, como en La lluvia amarilla. Ambos circunscriben efectos de la modernidad que comprometen tiempo y espacio.

Autofiguraciones críticas en la literatura

El complejo de memoria y crítica, en el que reverbera una evaluación del pasado reciente de España, alimenta también el relato de origen del escritor, y por ello nos gustaría indagar en esa construcción tan identitaria como significativa en el mundo poético de Llamazares. Creemos que uno de los aportes más enriquecedores en el campo de los estudios literarios de las últimas décadas se orientó a averiguar, precisamente, esa construcción del escritor como operación necesaria para fundar una literatura. El crítico Julio Premat, en su libro Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina (2009) estudia los modos por los cuales varios escritores argentinos, desde Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges, hasta Ricardo Piglia y César Aira, forjaron una identidad inestable, un ‘otro” al que hicieron responsables de su obra escrita y de la figura de escritor que proponen. A partir de las ideas de Nathalie Heinrich en su libro Être écrivain, Premat identifica un movimiento que permite “el paso de una actividad” (“escribo”) a un ser (“soy escritor”), operación que la impregnaría de una indeterminación y una inestabilidad esenciales”. (Premat, 2009, p. 12) Para el crítico, no habría solo una “función autor”, como propuso Foucault, sino también “una ficción de autor (o, si se quiere, la ficción de autor sería, al igual que el nombre, parte integrante de esa función)”. (Premat, 2009, p. 13). En la modernidad, nos dice Premat, dudamos de que el sujeto biográfico sea el origen de la creación literaria. El autor se va volviendo personaje, se habla de “autoficciones”, de “autofiguraciones”, de la invención de “mitos personales”, de “bioficciones”.

En un sinnúmero de entrevistas, Llamazares ha mencionado la catástrofe de Vegamián, su pueblo natal, desaparecido bajo las aguas por la construcción de una represa. Se trata de un relato de origen en el sentido de que se plantea la necesidad de una memoria vicaria y de la misión, por parte del escritor, de recordar un lugar que ya no existe. Resulta inevitable relacionar este dato real con la historia de la novela La lluvia amarilla, en la que un último habitante de Ainielle, un pueblo perdido en las montañas del Pirineo de Aragón, se obstina en permanecer en el lugar que guarda la memoria de su vida. En la figura de autor propuesta por Llamazares pulsa la identidad que se reconoce en la España rural, lejana, ajena a los grandes centros urbanos, aunque el constructor de esa figura resida en la capital del país y escriba en el principal periódico de Madrid. El propio Llamazares forja esa relación entre su historia personal y su novela, aunque la primera persona que asume la narración en La lluvia amarilla diste de ser fruto de una elaboración autobiográfica. Sin embargo, el autor quiso que el lector realice esa identificación en la operación de lectura, por lo cual creemos válida la interpretación de Sergio del Molino que recurre a la contextualización histórica para explicar el éxito de la novela de 1988. La interpretación de del Molino tiene el mérito de reconocer una calidad específica en el tratamiento de la memoria en la novela de Llamazares que lo lleva a la revisión de los procesos de modernización de fines de los años cincuenta y de la década del sesenta. Después de señalar la crueldad que el franquismo ejerció sobre la población de territorios rurales, a pesar de que Franco en sus discursos idealizara al campesino como lo más auténtico de España, del Molino se pregunta por la razón del éxito de una novela como La lluvia amarilla entre los lectores de los centros urbanos ajenos por experiencias personales a los dramas sufridos por el campo español. El ensayista se detiene, extrañado, en el tiempo de verbo usado en la primera y brevísima frase de la novela “Ainielle existe”. ¿No es intrigante que se use el presente cuando no hay nadie ya en esa aldea? La explicación radica en que ese lugar de ficción existe todavía, como existen también otros lugares de la España real que fueron despoblados. Nos dice el autor “[e]xiste como existe la España vacía en la memoria de quienes las habitaron y en la mitología familiar de sus hijos y de sus nietos. Es una existencia ideal y, por ello, rotunda e inapelable” (Molino, 2022, p. 83). Los lectores de la novela de Llamazares vivían la modernización acelerada, eran urbanos, pero habían incorporado lo rural que se filtraba en los modos de hablar, en los recuerdos y en las imágenes de sus padres y de sus abuelos. La memoria rural se procesa en las grandes urbes adonde han ido a parar los habitantes del interior. Sergio del Molino se reconoce en esa vuelta hacia el pasado que tiene que ver con la memoria vicaria y la necesidad de entender un pasado familiar, lo que explica que haya escrito la novela Lo que a nadie le importa (2014) en la cual recrea las experiencias rurales, de pobreza y atraso del padre y del abuelo. Al contrario de los escritores que se sienten herederos de familias ilustres, él nos viene a decir que su origen es la pobreza y el campo. La siguiente afirmación en La España vacía sirve tanto para justificar su ficción como la de Llamazares: “[l]os españoles crecieron en grandes ciudades, pero el núcleo de la intimidad, su lengua materna, sus cuentos de noche y las palabras vernáculas que les recordaban a sus abuelas pertenecen a la España vacía” (Molino, 2022, p. 87).

En relación a lo dicho hasta ahora quisiéramos detenernos por un momento en las maneras por las cuales el paisaje, la memoria y los procesos de subjetivación y desaparición del sujeto constituyen aspectos articulados entre sí, tejiendo una instancia de significación central en La lluvia amarilla. Nos llama la atención el hecho de que, en el centro exacto de la novela de veinte capítulos, en el comienzo del capítulo IX, sea introducida una descripción que desentona y contrasta con las muchas que existen y que convienen al ritmo demorado de la novela. Leemos en ese capítulo “Visto desde los montes, Ainielle continúa conservando, pese a todo, la imagen y el perfil que tuvo siempre: la espuma de los chopos, los huertos junto al río, la soledad de los caminos y sus bordas y el resplandor azul de las pizarras bajo la luz del mediodía o de la nieve” (Llamazares, 2004, p. 75). Como se percibe, se trata de una mirada que capta la vivacidad de la policromía del paisaje visto desde las alturas, opuesta al monocromatismo que va del blanco de la nieve al amarillo que lo cubre todo, expresión del imperio de la destrucción que deviene con la desaparición de la comunidad. Se ha hablado suficientemente del simbolismo del color amarillo que lo cubre todo en Ainielle que va tiñendo las fotos, las brasas, las sombras y las noches de La lluvia amarilla. Los lectores de Quevedo y los que han leído el significado de ‘amarillo’ en el Diccionario de Covarrubias conocen la connotación de enfermedad, sufrimiento y muerte de ese color ya en el siglo XVII. La desubjetivación ocurre en la novela siempre vinculada a la pérdida de lazos comunitarios, de modo que el personaje mira y ve fantasmas o naturaleza hostil y oye ecos muertos que provienen del pasado. De modo que ese paisaje luminoso de la cita que extrajimos de la novela se asocia al pasado comunitario congelado en el recuerdo.

Reparemos ahora en la novela Escenas del cine mudo. Aun aceptando la existencia de elementos autobiográficos en cualquier obra, debemos reconocer que en esa novela la forma autobiográfica está presente en un sentido mucho más preciso, menos general. En la obra de 1995, resulta inevitable identificar con el propio autor a ese “yo” que narra episodios de la infancia y al mismo tiempo reflexiona sobre la naturaleza del recuerdo. A pesar de que Llamazares insistiera en que Escenas del cine mudo era una novela y que por ello la misma se hallaba sometida al pacto de lectura establecido para cualquier ficción, una pequeña nota introductoria firmada por “El autor” viene a desestabilizar ese estatuto ficcional. Ese “autor” de la nota advierte que los tiempos y los espacios del relato corresponden a la realidad y que se va a leer algo que “parece” una autobiografía pero que es ficción, que los hechos no ocurrieron exactamente como se los narra, aunque exista un “parecido” entre lo narrado y lo vivido. De esta manera, la narración deja de ser una reproducción fiel de la referencia pero sin duda el lector visualiza en el niño que se refiere a la infancia o que nombra a su padre que era el maestro de la escuela, al escritor y a su poética de la memoria.

A partir de fotografías cobrarán vida escenas de los primeros años, “[l]os que pasé en Olleros, el poblado minero perdido entre montañas y olvidado de todos en un confín del mundo donde mi padre ejercía de maestro y donde yo aprendí, entre otras cosas, que la vida y la muerte a veces son lo mismo”. (Llamazares, 1994, p. 9) Si la autobiografía supone la ficción, en la concepción del autor de Escenas del cine mudo, el recuerdo admite la invención y hasta se nutre de ella. Sin duda la reflexión sobre los mecanismos de la memoria constituye la verdadera preocupación de Escenas del cine mudo. Mostrar, por ejemplo, cómo la fotografía lleva a lo que quedó fuera de ella, transportando al sujeto rememorante a otras imágenes no registradas más que por el recuerdo; o descubrir la manera en que interviene la asociación en ese proceso. Pero es válido preguntarse también qué mundo es aquel rememorado ya que no se trata de un ensayo sobre la identidad y la memoria, sino de una novela que se propone revivir las experiencias más marcantes de la infancia y adolescencia de un futuro escritor. En primer lugar, es necesario destacar el predominio de un ambiente cerrado, alejado de todo, donde pocas cosas son dignas de registro. La dimensión autorreflexiva se esfuerza precisamente por encontrar una teoría para esta forma singular de “presentificar” ese mundo, teoría que incluye una afirmación como la que sigue: “las fotografías más verdaderas, las más auténticas, son aquellas que reflejan escenas sin importancia o momentos de la vida intrascendentes”. (Llamazares, 1994, p. 129)

Si leemos Escenas del cine mudo como autobiografia que relata la etapa de una existencia vivida en un contexto histórico, en un tiempo (los años 60) y en un lugar (Olleros, León), llama la atención que el silencio impregne ese tiempo de una manera decisiva. El silencio, de hecho, está en el propio título que nombra la imagen sin sonido del cine mudo. Si entramos en el juego de Llamazares visualizaremos a un autor que se reconoce en la lejanía vivida en un banco de escuela aldeana. Esa escuela, el maestro que fue su propio padre, el tiempo lento, indican un origen del escritor comprometido con ese mundo del pasado que continúa en el escritor que elogia la “lentitud”. Los acontecimientos políticos tampoco parecen dignos de mención en ese mundo cerrado y lejano. Viviendo el mismo tiempo, siendo gobernados por las mismas autoridades, Olleros transcurre en un mundo propio.

Dispuestos a reparar ahora en Luna de lobos comprobaremos que comparte con Escenas del cine mudo la soledad y el aislamiento que conforman la atmósfera predominante. La novela se detiene en los años que siguieron a la derrota republicana en la Guerra Civil y gira en torno a la huida de un republicano perseguido y acorralado, reducido a las necesidades más básicas de sobrevivencia. El espacio de la escritura se realiza como lugar de resistencia: la elaboración minuciosa de un estilo, el tiempo lento de la novela que acompaña la tensión provocada por la presencia del silencio que se hace sentir en el plano de la narración y en la construcción de los personajes. A diferencia de la novela anterior, la política pesa como represión y represalia.

El predominio de algunas imágenes entre las que se destacan la caverna, la tierra y la casa paterna es hondamente sugestivo. La caverna y sus equivalentes semánticos (fosa, cueva, agujero, hueco, río subterráneo), refugio en la profundidad de la tierra del personaje perseguido que lucha por su vida cada vez en peores condiciones, enfrentando también el rechazo de muchos, se opone a la imagen del anhelado y prohibido regreso a la casa paterna. Mediante esos símbolos, la novela también propone la representación dramática (y política) del olvido situándolo en el plano histórico. Apoyados en Bachelard y su estudio de las imágenes encontraríamos el predominio de los símbolos de la intimidad, del arraigo, del reposo y del refugio, y la contraposición entre la casa familiar y la caverna provisoria en la que debe refugiarse el que perdió el lugar en su comunidad.

Imágenes similares son las que reencontramos en La lluvia amarilla donde se reitera idéntica situación de soledad de un personaje enfrentado a las políticas del olvido. Reiteramos, sin embargo, que la novela de 1988 presenta otras preocupaciones con relación a la memoria. La lluvia amarilla nos introduce en la problemática de la defensa de la memoria regional, que ha sido siempre un asunto presente en la agenda de los debates de la España moderna, y en la cuestión de la preservación ecológica, una nueva causa en la etapa actual de modernidad, para muchos críticos identificada como posmodernidad. El novelista parece volver a las razones esgrimidas por el poeta T.S. Eliot, quien en uno de los ensayos de Notas para la definición de la cultura defendía las singularidades regionales argumentando que “una cultura mundial que sea simplemente uniforme no será cultura en absoluto” (Eliot, 1984, p. 90).

El ritmo lento de la prosa poética se ajusta a la historia de la novela centrada en un protagonista detenido en el pasado o en el presente del recuerdo. Ese ritmo lento y el acentuado lirismo condicen con la manera en que el autor concibe la escritura de las novelas. Al igual que muchos otros escritores, Llamazares ha usado metáforas para describir su propio oficio; ellas presuponen siempre otra lógica temporal ajena completamente a la lógica de la sociedad industrial y de la cultura del consumo: el escritor es un herrero, un artesano, un escultor y su trabajo se compara al lento y persistente trabajo de la piedra sobre el agua (Llamazares, 1999). La memoria también exige su propio tiempo. Huyssen ha insistido, como ya señalamos, en la centralidad de los discursos de la memoria a partir de la década del 80 como fenómeno que cree vinculado a una nueva percepción del tiempo. Mientras que la cultura de las vanguardias estuvo dominada por el imaginario del futuro, el foco se habría desplazado ahora hacia el pasado. El crítico encuentra parte de la explicación en el cuestionamiento a los cambios tecnológicos, en los medios de comunicación de masas, en los patrones de consumo y en los desplazamientos globales.

En España, varios estudios han notado una preocupación con el pasado en autores que, como Llamazares, han comenzado a ser conocidos en los años 80. Por su parte, García Canclini (1999), otro analista de la contemporaneidad, observó que, frente a la tensión de las nuevas relaciones entre las culturas locales y la globalización, los artistas manifiestan en el cine y en la literatura una sensibilidad especial frente a las tradiciones regionales. La memoria compromete en este caso a la ética de las políticas de la memoria y de la identidad como forma de contrarrestar la fuga hacia el futuro impuesta por la tecnología, como constatamos en La lluvia amarilla y en las crónicas de Llamazares reunidas en Nadie escucha.

En La lluvia amarilla, el protagonista paga con la muerte en soledad el apego al pasado y a la tierra. La región sugiere una imagen de intimidad, de arraigo a una cultura en extinción. Bachelard diría que la intimidad es siempre remota y que los filósofos nos explican que ella “nos será siempre oculta, que en cuanto se retira un velo se extiende otro sobre los misterios de la sustancia” (Bachelard, 1948, p. 4). Gilbert Durand, quien como Bachelard se interesó por los arquetipos, los mitos y los símbolos, se refirió a la “ley de la paradoja cultural” (Durand, 1993, p. 248) para caracterizar lo que sucedió en el siglo XIX, cuando en Europa el desarrollo del intimismo romántico coincidió con el auge positivista, con el iluminismo revolucionario y con la afirmación en los principios de la ciencia. ¿Podríamos pensar que esa vuelta hacia la memoria de la región y a imágenes intimistas representaría también una paradoja cultural en el contexto del indiscutible desarrollo español de finales del siglo pasado? ¿La insistencia en la pérdida de las memorias regionales sería una reacción frente al peligro de la homogeneidad cultural de la globalización? En sus crónicas, Llamazares lanza una mirada irónica sobre ciertos efectos de la modernización y defiende el espacio para lo tradicional como una especie de memoria del pasado que debería sobrevivir en un mundo plural.

En febrero de 2004, Julio Llamazares y Juan Cruz se reunieron en la Complutense de Madrid para exponer, en diálogo amigable, sus ideas acerca de la memoria. De las numerosas sentencias del primero referidas al tema del debate, la más bella y, sin duda, la más acertada para expresar el secreto y hondo vínculo entre memoria y literatura nos dice que: “[l]os recuerdos son esos vegetales que se hunden en las arenas movedizas, se pudren y con el tiempo se convierten en carbón y ese carbón es la literatura” (Cruz y Llamazares, 2004). Comparar la escritura de un texto al proceso de sedimentación que ocurre en la naturaleza, significa valorar lo que el tiempo lento y la memoria son capaces de producir en el lenguaje.

El presente: convergencias de pasado y futuro

Volvemos una vez más al ensayo de Sergio del Molino, ahora para detenernos en una observación puntual que repara en la relación que se da entre la particular sensibilidad de los escritores que publican en periódicos y la tematización, en sus ficciones, de la “España vacía”. Según el ensayista, no fue casualidad que fueran los escritores con una obra periodística los que incorporaron a sus ficciones la realidad de los pequeños pueblos que estaban muriendo, rescatando una historia, una memoria, un pasado. Jesús Carrasco, el autor de la novela Intemperie, al igual que Llamazares y de muchos otros que transitaban por el periodismo, estaban habituados a tener en cuenta al lector de diarios y a considerar la aceptación que tendrían sus textos por parte del mismo. Ellos intuyeron que sus lectores se identificaban con las historias menores de la región, aunque ellas formaran parte, acudiendo al título de la novela de del Molino, de “lo que a nadie le importa”.

En el caso de Llamazares, sabemos que las crónicas publicadas en libros bajo los títulos de En Babia (1991) y Nadie escucha (1995) tuvieron su origen en los periódicos. Uno de los procedimientos comunes utilizados por el autor, que por otra parte sigue en esto a algo que es común en las crónicas inspiradas en acontecimientos y observaciones de la realidad, consiste en la reescritura de noticias sobre acontecimientos de los pueblos y de la vida cotidiana de un ámbito limitado a lo regional. En la crónica “Las campanas de Foncebadón”, incluida en Nadie escucha, la campesina de un pueblo del antiguo camino de Santiago se opone al traslado de la campaña de la iglesia que iría a ser exhibida en el “Museo de los caminos” por decisión del obispo de Astorga. En otra crónica del mismo libro, el gran personaje es Juanita, que cocina para sus pocos clientes en una montaña perdida de León, pero que el autor transforma en símbolo de sus propias convicciones en “La España menguante”, reiterando el expresivo título del texto, cuya reflexión final lo hace parte de ese mundo en extinción: “Quizá las cosas son como son, sin vueltas ni medias tintas, y ni Juanita, ni yo, ni las catedrales, ni el tren, ni los ancianos o la literatura pintemos ya nada en el mundo”. (Llamazares, 1995, p. 118) El cronista integra la serie de lo obsoleto, junto, incluso a la literatura, en un gesto que solo puede ser interpretado como ironía y desafío. La cancelación de algunas líneas de trenes regionales constituye el motivo central de “El Hullero: la muerte de un dinosaurio”. El viejo tren de la región minera, antes medio de comunicación esencial, deja de pasar. Trabajando el plano enunciativo para lograr una dispersión plurivocal, el cronista se presenta como parte de un colectivo para quien el Hullero formaba parte del paisaje familiar. Por lo expuesto hasta ahora, queda suficientemente claro que la crítica desplegada por Llamazares en sus artículos destinados a los lectores de los periódicos para los que escribe hace parte del movimiento paradójico señalado por Octavio Paz como inherente a la modernidad.

La lentitud de los bueyes, libro por el cual Llamazares irrumpe en la escena literaria, puede ser considerada la síntesis poética de esa mirada crítica que sería la marca característica de su obra futura. A lo largo del poemario la lentitud alude a un modo de vivir el tiempo que remite a la crítica que los propios autores de la modernidad lanzaron sobre la aceleración impuesta por el capitalismo. Incluyó una mirada hacia ese pasado en vías de desaparición de modos de vida que pulsan todavía, como diría Sergio del Molino, en tanto permanece en la memoria heredada de los padres. Los poemas aluden a bueyes, ganados, pastos, molinos como elementos concretos, pero también a corazón y alma, ya que interrogan el modo en que la subjetividad fue marcada por otras experiencias de mundo. Veamos, como simple muestra apenas, algunos versos de los poemas: en tono interrogante, se pregunta: “¿Acaso recordáis la lentitud de vuestros padres cuando la hierba ya ha ocupado su lugar?”; (Llamazares, 1985, p. 38) en una dimensión familiar el sujeto revela que “Yo vengo de una raza de pastores que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos”; (Llamazares, 1985, p. 16) y se impone finalmente la imagen del pasado cuando el mismo yo poético expresa “Miro hacia atrás y solo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo”. (Llamazares, 1985, p. 40)

En un artículo periodístico bastante programático incluido en Nadie escucha, Llamazares rechaza las acusaciones de rural, localista o provinciano. La ironía como recurso principal de “Vista (parcial) de Cangas de Narcea” no le impide seriedad cuando aclara que su concepción del mundo “es urbana, aunque sea solamente por haber vivido en ciudades las dos terceras partes de mi vida”. (Llamazares, 1995, p. 58) No obstante, la reivindicación de lo rural o lo regional los transforma en espacios dignos y como argumento a favor de esa dignidad menciona los casos de El Quijote, que transcurre en La Mancha, del Ulises, de Joyce cuya universalidad no depende del espacio, y del aporte innegable de William Faulkner a la renovación de la novela del siglo XX.

Ahora bien, en situación de coexistencia con ese reconocimiento tan consciente de que lo regional y lo rural forman parte del presente, incluso de las grandes ciudades, nos parece necesario añadir la perspectiva que presta atención a otros conflictos que pertenecen al paisaje de la contemporaneidad signada por innumerables desplazamientos humanos. Llamazares se posiciona como intelectual frente a esos dolorosos tránsitos humanos de la actualidad. Ya en Luna de lobos, novela que tematiza la resistencia antifranquista, aludiendo a la frontera que pudieron atravesar algunos para salvar sus vidas mientras otros fueron asesinados o condenados a esconderse en el propio país, leemos: “[o]tros, los menos, conseguirían tras múltiples penalidades alcanzar la frontera y el exilio” (Llamazares, 1990, p. 7). Los españoles, nos viene a decir el autor, también necesitaron salir de España. En sus textos periodísticos de los últimos años, Llamazares vuelve a la frontera, ahora para referirse a las barreras defensivas por las cuales el mundo más rico discrimina al otro, al que procede de otro lugar. En el artículo “Refugiados”, de septiembre de 2015, el escritor enfoca una de las situaciones en las que, según Edward Said, se produce la separación entre un territorio originario y un sujeto o colectivo. Invirtiendo la situación, Llamazares sostiene que el “refugiado” es el europeo que niega el derecho a la vida al que está huyendo de la pobreza, del hambre o de la guerra. La imagen de la frontera se vuelve concreta y literal en el texto titulado “El muro”, de febrero de 2017, donde se denuncia la violencia ejercida por Estados Unidos de América en la frontera con México para impedir la llegada a su territorio de los pobres de otros lugares del mundo. Un hecho más cercano aún es el que se denuncia en “Mediterráneo”, que data del 2018. El mar que sirvió de contacto de civilizaciones se transforma en escenario de tragedias cuando de impide desembarcar en las costas de algún país a hombres sedientos y hambrientos.

Por esos artículos, Llamazares entra en consonancia con escritores españoles que también escriben para los periódicos, además de ser responsables de una obra sólida de ficción. Estamos pensando especialmente en Juan José Millás, Manuel Rivas y Félix de Azúa. En “Caen como moscas”, aparecido en El País Semanal el 23 de febrero de 2019, el primero observa que los campos de refugiados que abundan en el mundo desarrollado serían “no-lugares”, apelando, aunque sin nombrarlo, a la célebre noción de Marc Augé. Pero lo que le interesa a Millás, antes que nada, es hacer notar la mirada discriminatoria que convierte a los sujetos que están en ese “no-lugar” en “no-sujetos”. Lo mismo señala Félix de Azúa en “Enjambres”, en texto del 7 de septiembre del 2015. Al hacer referencia al éxodo de africanos repara en que ellos carecen de individualización: son una “masa” animalizada, tal cual lo expresa la palabra “enjambres” del título, usada por un político para identificar a los que llegan. El más conmovedor artículo, sin embargo, lo escribió Manuel Rivas, también para el periódico El País. Allí leemos en la edición del día 29 de diciembre de 2018 el texto “Patrias y patrias que tuve y perdí”. Oportunamente, Rivas trae a la memoria la historia de emigración de los españoles. En vez de considerar, ante los que llegan de la pobreza, que hay gente que sobra, cabría preguntar cuántos faltan. En principio, todos esos emigrantes que saliendo de España buscaron un lugar en América o en la propia Europa: escapaban de la represión o de la miseria. Las referencias son literarias, y de ambos lados del Atlántico: Gabriela Mistral, de quien toma prestado para el título uno de los versos del poema Ausencia, y Luis Cernuda, quien alude en uno de sus poemas a “la tradición generosa de Cervantes”. Creemos haber justificado la adhesión de Llamazares a esta agenda cultural humanista en la que se hacen presentes la memoria, los territorios, la crítica y la resistencia.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 La primera edición del libro fue la publicada por la editorial Turner Noema en el año 2016, bajo el título La España vacía. Viaje por un país que nunca fue.

Recepción: 02 Abril 2023

Aprobación: 12 Junio 2023

Publicación: 01 Noviembre 2023

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