Olivar, vol. 22, núm. 35, e120, mayo - octubre 2022. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Dosier Infancia y vejez en la literatura española:
cruces, modulaciones, figuras

Imaginarios de la abyección y espectros del pasado: en torno a “Infancia y muerte”, de Federico García Lorca

José Antonio Llera

Universidad Autónoma de Madrid, España
Cita recomendada: Llera, J. A. (2022).Imaginarios de la abyección y espectros del pasado: en torno a “Infancia y muerte”, de Federico García Lorca. Olivar, 22(35), e120. https://doi.org/10.24215/18524478e120

Resumen: “Infancia y muerte” es un poema que Federico García Lorca escribió en 1929 durante su estancia en los Estados Unidos, pero que finalmente no incluyó en el manuscrito de Poeta en Nueva York. El texto, que trata de la pérdida de la infancia, lo dio a conocer en 1978 Rafael Martínez Nadal gracias a su edición de los Autógrafos inéditos del poeta granadino. Este artículo aborda un análisis del citado poema, centrándose en sus símbolos y en el concepto de abyección.

Palabras clave: Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, Abyección, Surrealismo, Expresionismo.

Images of abjection and spectres from the past: about “Infancia y muerte”, by Federico García Lorca

Abstract: “Infancia y muerte” is a poem that Federico García Lorca wrote in 1929 during his stay in the United States, but which was not included in the manuscript of Poeta en Nueva York. The text, which deals with the loss of childhood, was made known in 1978 by Rafael Martínez Nadal, thanks to his edition of the unpublished handwritten manuscripts of the Spanish poet. This paper deals with an analysis of this poem, focusing on its symbols and the notion of abjection.

Keywords: Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, Abjection, Surrealism, Expresionism.

1. El encuentro con el texto

Cuando cursaba el bachillerato, en una feria del libro que se celebraba en mi instituto, adquirí la Antología de los poetas del 27 publicada por Espasa Calpe en la edición de José Luis Cano. Corría el año 1987. De entre todos los poemas seleccionados por el crítico, uno de ellos llamó poderosamente mi atención: “Infancia y muerte”, de Federico García Lorca. Fue la palabra “ratas” del tercer verso la que activó un haz de sensaciones visuales y auditivas que me llevó hasta mi infancia rural, poniendo en marcha el mecanismo de la memoria como si de una epifanía se tratara. La casa en la que vivíamos antes de mudarnos, situada en el número 13 de la calle Los Mártires, tenía un corral y un cobertizo lindante con la Rivera de los Limonetes. En aquel cobertizo pequeño y húmedo donde se apiñaban las piezas de repuesto del camión y enseres desportillados recuerdo haberlas visto por primera vez delante de mí, unas veces huidizas y temerosas, otras veces desafiantes y agresivas. Las ratas hacían sonar los rollos de alambre en sus merodeos, hurgaban en escondites insondables para mí, construían improvisadas madrigueras y devoraban los cactus de mi madre como si fueran un manjar exquisito. Mi padre trataba de eliminarlas infructuosamente por medio de unos venenos que depositaba en pequeñas latas, advirtiéndome que no tocara esos cebos. Lo veo ahora, junto al pozo, en cuclillas, vertiendo el líquido despacio y concienzudamente antes de colocarlo en las repisas de madera. Bajo aquella luz se fueron imprimiendo las primeras imágenes de mi infancia.

Sin embargo, pese a mi predilección, pronto me daría cuenta de que “Infancia y muerte” no era precisamente un poema canónico en el conjunto de la obra lorquiana. Su historia textual era más bien azarosa. Dentro de lo que denomina poemas “huérfanos” del ciclo neoyorkino, Andrew A. Anderson (2013, pp. 70-73) clasifica “Infancia y muerte” en el grupo de poemas que podrían haber pertenecido a Poeta en Nueva York, pero que finalmente no forman parte del corpus establecido en el verano de 1936, cuando el granadino entregó el libro a José Bergamín para su edición. Lo publicó por vez primera Rafael Martínez Nadal (1978, pp. 242-245) como parte de una colección de autógrafos inéditos, en cuya introducción aclara cómo llegó a sus manos: “Se trata de un inédito escrito a lápiz, por ambas carillas, en una hoja de papel de ínfima calidad, que me envió a Madrid a últimos de octubre de 1929 acompañado de frase lacónica: ‘Para que te des cuenta de mi estado de ánimo’” (p. xxxv). Después, le habló a su amigo de aquel envío cuando volvieron a verse en España. No solo no recordaba haberlo hecho, sino que, al mostrárselo, le pidió que lo guardase y no se lo enseñase nunca más, visiblemente descompuesto. Esta anécdota sugiere que “Infancia y muerte” tocaba fibras muy íntimas, pero nunca sabremos a ciencia cierta por qué su autor prefirió no volver sobre él, ya que otros poemas de la misma época también sondeaban esas zonas profundas de su subjetividad y, sin embargo, no fueron excluidos del conjunto.1 ¿Era acaso que el resultado no le satisfacía literariamente y que lo veía fallido? Desde luego no lo parece si lo comparamos con otros.

Martínez Nadal ofrece el facsímil del original fechado el 7 de octubre de 1929, la transcripción paleográfica y lo que él denomina una “versión depurada”, es decir, sin enmiendas efectuadas por el autor. Entre ambas versiones se advierte una levísima discrepancia en el último verso, semiborrado pero legible: “en una tienda de pianos asaltada violentamente por la luna” (la transcripción paleográfica) y “a una tienda de pianos asaltada violentamente por la luna” (la versión depurada, que pretende forzar una continuidad sintáctica con el verso anterior). A diferencia de José Luis Cano, que reproduce entre paréntesis este verso de acuerdo con el original, editores posteriores como Miguel García-Posada (García Lorca, 1997, p. 588) o Andrés Soria Olmedo (García Lorca, 2019, p. 789) incluyen el poema bajo el epígrafe de “Poemas sueltos II” en sus obras completas, pero prescinden de ese último verso, a mi juicio sin motivo. En rigor, estamos ante un ante-texto (“avant-texte”), conforme a la denominación de la crítica genética: todos aquellos materiales que conforman la prehistoria de un texto —manuscritos, borradores, cuadernos de trabajo— o que suponen proyectos inconclusos. En concreto, si se aplica la cronotipología de Biasi (2008, p. 120), “Infancia y muerte” se situaría en la fase redaccional de textualización, pues se trata de un borrador corregido que contiene tanto variantes de escritura como de lectura.2 En suma: “Infancia y muerte” no fue un texto dado por definitivo por su autor para la imprenta. Conviene tenerlo en cuenta.

2. Pérdida de la infancia e imágenes de lo abyecto

En periodos en los que una persona sufre un trauma o una crisis, el recuerdo del edén infantil puede convertirse en centro liberador; siempre permanece su emanación benefactora cuando el mundo se pone torvo o cuando se enturbian sus aguas, siempre nos protege su avatar, aunque caminemos desnudos entre simas, acantilados y abrojos. Quien ha tenido una infancia feliz lleva consigo la estrella de la redención, pero también la caída en el tiempo puede experimentarse como un duelo infinito. ¿Será entonces cierta la afirmación que hace Leopoldo María Panero en la película de Jaime Chávarri El desencanto? Dice allí Panero que en la infancia se vive y que después tan solo se sobrevive. La mayoría de los críticos3 que se han centrado en “Infancia y muerte”, cada uno con diversos matices u objetivos, coincide en señalar que tematiza la infancia perdida, como también sucede en su poesía inédita de juventud y en otros versos que sí integrarían Poeta en Nueva York.4 En estas páginas quiero aproximarme a este poema a través del concepto de abyección, analizando además algunos símbolos y subrayando cuestiones intertextuales. Ante obras de este espesor de sentido, si es un error enarbolar la bandera de una presunta clave mágica gracias a la cual el crítico resuelve un problema, también lo es recurrir al cliché del irracionalismo surrealista para saltar por encima de algunos focos de indeterminación constitutivos del texto.

El poema, escrito en verso libre, está estructurado en dos partes: la primera consta de veinticinco versos y la segunda de seis. Ambas se conectan gracias al paralelismo —sintáctico y semántico— que se establece entre los dos primeros versos de cada una de ellas; y, a su vez, la primera parte se organiza a partir de los retornos anafóricos o la anadiplosis, que funcionan como elementos rítmicos y de cohesión. Este control formal está presente en todos los poemas del ciclo neoyorkino. Los primeros versos son los siguientes:

Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,

comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos,

y encontré mi cuerpecito comido por las ratas

en el fondo del aljibe y con las cabelleras de los locos.

Mi traje de marinero 5

no estaba empapado con el aceite de las ballenas,

pero tenía la eternidad vulnerable de las fotografías.

Ahogado, sí, bien ahogado, duerme, hijito mío, duerme,

niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida,

asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos, 10

asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco en su costado siniestro.

Oigo un río seco lleno de latas de conserva

donde cantan las alcantarillas y arrojan las camisas llenas de sangre.

Un río de gatos podridos que fingen corolas y anémonas

para engañar a la luna y que se apoye dulcemente en ellos. 15

(García Lorca, 1997, p. 587)

“Para buscar…”. El sujeto lírico —la voz adulta— sale en busca de lo que sabe extinto, en persecución de aquello de lo que ha sido desposeído por las leyes de la existencia, de su secreto, de lo que podría ser templo, faro o simiente a cada paso. De la niñez pretérita solo queda la certeza del despojo, una serie de yoes sucesivos que no son sino figuras espectrales, caretas que persisten a modo de señales de la desaparición. El movimiento de la búsqueda se halla traspasado de un dramatismo y un sufrimiento que concentra la locución interjectiva del primer verso. El paraíso de la Vega de Granada, el pueblo de Fuente Vaqueros en el que vivió el poeta antes de trasladarse a la capital, dibuja la infancia rural a la que se referirá con emoción en la entrevista que le concede a José R. Luna en marzo de 1934:

Amo la tierra —dice Lorca—. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. La tierra, el campo, han hecho grandes cosas en mi vida. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora, con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre. Este amor a la tierra me hizo conocer la primera manifestación artística. (García Lorca, 2017, p. 301)

La adjetivación que reciben los núcleos del complemento directo múltiple es inequívoca: “podridas”, “viejos” y “vacíos” aluden a la consunción, la ausencia y la esterilidad. La evocación no comporta una especie de temps retrouvé al modo proustiano, sino que está traspasada de rasgos existenciales, de densas imágenes que, para empezar, nos llevan a los territorios de la basura y los desechos. En “Despedida”, perteneciente a Canciones, leemos: “El niño come naranjas. / (Desde mi balcón lo veo)”. / Fruta podrida ahora" (1997, p. 397). Frente al idealismo de la poesía pura, C. B. Morris (2000, pp. 212-218) advierte en su estudio El surrealismo y España que el campo semántico de lo excrementicio y la podredumbre cautivó a los surrealistas, con Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, el Conde de Lautréamont y el Marqués de Sade al fondo, e impregna también las creaciones de artistas como Maruja Mallo —por ejemplo, su óleo sobre cartón titulado Basuras (1930)—, Salvador Dalí, para quien lo podrido es una auténtica obsesión a poco que repasemos su obra literaria o pictórica, o el propio Luis Buñuel.5 Desde luego se observa este diálogo intertextual o intermedial, si bien el asunto de la descomposición en este poema se recontextualiza y se lleva a un terreno propio.

Esta serie de imágenes se refuerza con la entrada súbita de lo grotesco o expresionista,6 encarnados en el niño comido por las ratas. Conviene detenerse en ello por la gran cantidad de connotaciones que imanta y por la función esencial que adquiere en el cierre del poema, donde cobrará protagonismo mediante el tropo. Sea cual sea el lexicón de símbolos que utilicemos, siempre nos refiere la ambigüedad de este animal, presente ya en la figura de Apolo Sminteo: por un lado, una significación que lo emparenta con la enfermedad (la peste bubónica medieval), la muerte, la destrucción, la avaricia, el parasitismo, la miseria o incluso lo diabólico (Chevalier y Gheerbrant, 1986, pp. 869-870; Cirlot, 1994, p. 382; Biedermann y Locatelli, 2011, pp. 433-434; Ronnberg y Martin, 2011, pp. 290-292). Su significado funesto y tabú para la civilización judeocristiana lo pone de relieve Dansel al afirmar que la rata emblematiza

el enemigo hereditario, el extranjero, el invasor, el responsable de todos los infortunios y de todos los desastres, el que se come nuestro pan (…). Pues el odio y el terror que sentimos ante este animal se aloja en nosotros desde hace milenios, algo así como a imagen de la rata que nos habita y que no logramos desalojar. Tales sentimientos están inscritos en nuestro código de las tradiciones, por no decir en nuestro código genético. (1979, p. 97)

Entre los animales inmundos, Levíticos (11:29) menciona al ratón, mientras que la rata hace acto de presencia en el panel derecho del Tríptico de las tentaciones de san Antonio (h. 1501), de El Bosco, dentro de su riquísimo bestiario presurrealista. No es solo que la rata simbolice la falsedad (Peñalver Alhambra, 1995, p. 317), sino que sobre ella cabalga la mujer-árbol, dama de la Melancolía, quien lleva en sus brazos a un recién nacido (la dicotomía vida/muerte). El efecto monstruoso e inquietante se logra gracias a la hipérbole icónica, que altera los tamaños de las figuras animal y humana [Fig. 1].


Jheronimus Bosch, Tríptico de las Tentaciones de san Antonio (h. 1501). Detalle. Óleo sobre tabla. Museo Nacional de Arte Antigua de Lisboa (Portugal)

No obstante, en los cuatro Vedas la rata aparece como un animal inteligente y revoltoso, en tanto que en la civilización del Asia oriental y meridional se vincula con la fecundidad y la prosperidad —así aparece en la astrología china—. Pero no cabe duda de que al inicio de “Infancia y muerte” se impone el sentido peyorativo: la rata atenta contra la vida, roe el cuerpo del infante en el que se desdobla el hablante lírico. A mi juicio, desplaza al lector a un ámbito signado por la abyección. Este concepto, elaborado por Julia Kristeva en su ensayo titulado Pouvoirs de l’horreur (1980), remite a un sentimiento que se opone al yo, que lo hostiga con la extrañeza y la repugnancia, perturbando un sistema, una identidad, un orden: “Asco de una comida, de una suciedad, de un deshecho, de una basura. Espasmos y vómitos que me protegen. Repulsión, arcada que me separa y me desvía de la impureza, de la cloaca, de lo inmundo” (2006, p. 9). Ese “cuerpecito” al que el locutor continúa unido afectivamente —nótese el diminutivo— no es ya sino materia inerte, porque yace entre escombros y putrefacciones, convertido en cadáver, que para Kristeva representa el grado más alto de la abyección, lo muerto infectando lo vivo.

Este sentimiento de terror que suscita la imagen de un cuerpo humano devorado por las ratas está muy presente, por cierto, en el relato de Lovecraft “The Rats in the Walls”, publicado por vez primera en 1924, y en el que se advierten algunos ecos de Poe. El narrador vuelve a una antigua propiedad familiar, Exham Priory, con el propósito de rehabilitarla, y allí se le revelará la siniestra historia de sus antepasados, que incluye rituales sangrientos, crímenes y antropofagia. El cuento despliega una serie de motivos como la locura y los sueños que, estando presentes también en “Infancia y muerte”, deben contemplarse a la luz de lo ominoso freudiano7(Das Unheimliche):

Y, lo más impresionante de todo, estaba la dramática epopeya de las ratas: el ejército de bichos obscenos que irrumpió en el castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al abandono; el flaco, inmundo y voraz ejército que lo arrasó todo a su paso, devorando gallinas, gatos, perros, cerdos y ovejas, además de dos desventurados seres humanos, hasta que se aplacó su furia. En torno a ese inolvidable ejército de roedores gira un ciclo entero de leyendas aparte; porque se dispersó por todos los hogares del pueblo, llevando consigo la maldición y el horror. (Lovecraft, 2005, pp. 412-413)

Pero no debemos perder de vista el marco en el que se insertan estos primeros versos del poema: se enuncia el paso inexorable del tiempo, sus estragos. Cuando Gilbert Durand (2005, pp. 78 y ss.) cartografía el imaginario de lo que él denomina el régimen diurno de la imagen, incluye en él en primer término a los símbolos “teriomorfos”. Estos se caracterizan porque introducen esquemas de caos y movimiento acelerado, reforzados “por el traumatismo de la dentición”. Lo que me interesa dejar anotado es que estos arquetipos remiten al tiempo devorador, que en la mitología griega representaba Cronos. No se olvide que Federico García Lorca era un lector apasionado de La leyenda dorada, en la que se encuentra un pasaje relativo a esta imagen del tiempo alegorizada en la figura de dos ratones (“mus” en latín tenía también el sentido de “rata”) que roen la vida de todos los seres humanos: “(…) el arbusto con su raíz roída por ratones, uno negro y otro blanco, representa la vida de cada individuo, roída y desgastada incesantemente por esos otros dos ratones, uno blanco, que es el día, y otro negro que es la noche, en sucesión constante e ininterrumpida” (Vorágine, 1982, p. 795).

Regresando al principio de “Infancia y muerte”, habría que preguntarse por qué busca el hablante poemático el cuerpo de su niñez “en el fondo del aljibe y con las cabelleras de los locos” (v. 4). Esas cisternas de agua representan los depósitos de memoria en los que se disuelve el yo. Así, por ejemplo, Gaston Bachelard (2003, pp. 141-142) resalta que el agua no solo transpira vida, sino que se relaciona con el viaje fúnebre y con la completa disolución del ser. En ese fondo abisal se hallan también las cabelleras de los locos: ¿el horror, lo innombrable, lo irrecuperable, la libertad extrema de lo no sometido a un código? Esta imagen de cariz visionario y onírico está dotada de un poder evocador que no se puede reducir a un sentido unívoco.

La invocación al sueño (“duerme, hijito mío, duerme”) modula el topos del somnium imago mortis. La imagen del niño muerto aparece en la gacela “Del niño muerto” y en “Niña ahogada en el pozo”, de Poeta en Nueva York, donde el agua que no desemboca tiene connotaciones lúgubres. Se nos presentan sucesivas imágenes de ese niño difunto a través de retratos que contienen sus rasgos más representativos. El poeta nos muestra aquí un álbum de momentos significativos de una vida, subrayando sus hitos, los relativos a la cultura y los que atañen al cuerpo, a la fisiología. El oxímoron “eternidad vulnerable” aplicado a las fotografías marca su sometimiento a la decadencia de todas las cosas y los seres. Hablaba Walter Benjamin de la belleza melancólica de aquellos retratos que rinden culto a los seres queridos o fallecidos, y cómo “el aura nos hace una última seña desde la expresión fugaz de un rostro humano” (2003, p. 58). Son esos rostros efímeros que el retrato pretende cobijar de la mordedura del tiempo/rata los que se nos revelan sobre el papel, una vez se vierte el líquido de revelado de la memoria. Yo diría que se trata de auténticos retratos post-mortem, o así los interpreto, porque es una práctica cultural que tiene que ver con la construcción social del duelo y nuestro poema también es una elegía a una fase de la vida ya pasada. Así, más concretamente, en los entierros de párvulos advertimos que existen una serie de elementos codificados por el ritual católico: predomina el color blanco, las hierbas aromáticas y las coronas de flores (rosas o siemprevivas). Se han llegado a estudiar incluso subgéneros de los retratos post-mortem en los que los niños o las niñas se retratan como si durmieran:

Entre la serie de retratos que se componen como rechazo y negación de la muerte, se encuentran en primer lugar los que enmascaran el sueño eterno con la apariencia de un reposo efímero o cotidiano. (…) Entre este último tipo de fotografías se encuentran las de niños sentados, solos, a duras penas erguidos, inertes, con la cabeza abatida. (Borrás Llop, 2010, pp. 130-132)

Se atisba, en efecto, una cronología, una revisión de la niñez según las sucesivas edades del crecimiento; esas etapas son referidas por metonimias o sinécdoques: el recién nacido (“cuerpecito”), la primera comunión (“traje de marinero”), la pubertad (“el alba oscura del vello sobre los muslos”) y la edad adulta (“su propio hombre que masticaba tabaco en su costado siniestro”), que aparece enunciada en la juvenilia de modo similar: “(…) Para escapar del reino trágico de los hombres” (García Lorca, 1996, p. 529).

Ian Gibson (2009, p. 54) ha aludido a las burlas que un muchacho raro y extraño como Federico tuvo que soportar en el instituto de Granada y deduce que “el vals de la rosa herida” (v. 9) representa el amor homosexual. Pienso que esta hipótesis podría corroborarse si cotejamos “Infancia y muerte” con “Pequeño vals vienés”, con sus muchachos azules y su homoerotismo explícito: ¿cómo leer si no la acción de dejar “mi boca entre tus piernas” que aparece allí? Infancia difunta y amores difuntos al cabo. La súbita irrupción de la sexualidad y del deseo se vive con estupor y desazón: dentro del niño se desarrolla un otro que asume los hábitos del adulto (el tabaco). No solo reenvía a Cristo por la lanzada en el costado izquierdo, sino que sobre todo alumbra una identidad nueva, inquietante, un doble que viene a derrocar el imperio anchuroso y sosegado en que se había enseñoreado el infante. Se ha dejado atrás la inocencia. Ese hombre que desplaza al niño desafía además la heteronormatividad, y por ello habrá de ser crucificado y estigmatizado. Reparemos en que el “alba oscura” —oxímoron muy expresivo— nos lleva de inmediato, por el contexto, a los Sonetos del amor oscuro, solo publicados con carácter póstumo.

El río seco poblado de latas de conserva, alcantarillas, gatos podridos y camisas llenas de sangre representa una nueva oleada de desechos, un locus eremus en el que se acumulan de nuevo en una serie que designa lo bajo, caduco, sórdido y degradado. Llama la atención no solo el reiterado predominio de la isotopía de lo sucio, repugnante o abyecto, sino que se da entrada a la violencia y la herida, nombrada metonímicamente a través de la ropa ensangrentada: la niñez apuñalada por el dios Cronos o la herida del amor. Los elementos relativos a la naturaleza —“corolas y anémonas”— no sirven de dique o antídoto, y pueden vincularse con el paraíso del jardín familiar, de acuerdo con el testimonio que ofrece en sus memorias Isabel García Lorca: “Un año nuestro jardín tuvo por primera vez anémonas (…). El nombre a mí me fascinó y todos esperamos su floración emocionados e impacientes, mirándolas todos los días, hasta que una mañana el jardín se llenó de tonos azules, malvas, amoratados” (2002, p. 28). Es lo corrompido lo que finge belleza prístina, una belleza que ya no está, en fuga. Never more. Los siguientes versos perfilan una topografía agónica, cargada de desasosiego, y dan término a esta primera parte como sigue:

Aquí solo con mi ahogado.

Aquí solo con la brisa de musgos fríos y tapaderas de hojalata.

Aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta.

Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos

que juega al tiro al blanco y otro grupo de muertos 20

que busca por la cocina las cáscaras de melón

y un solitario, azul, inexplicable muerto

que me busca por las escaleras, que mete las manos en el aljibe

mientras los astros llenan de ceniza las cerraduras de las catedrales

y las gentes se quedan de pronto con todos las trajes pequeños. 25

La asociación del musgo con la muerte es una constante en el ciclo neoyorkino, y lo mismo cabe decir de las tapaderas de hojalata dentro de la clase de los metales, que emblematizan lo inerte y frío en conexión con la muerte (Xirau, 1953; García-Posada, 1981, pp. 175-177), como se deduce de un verso incluido en “Poema doble del Lago Eden”: “esta voz de hojalata y de talco” (García Lorca, 2013, p. 216). Lejos de la hoguera infantil todo se hiela, todo se agosta y se consume: “Aquí solo”. La anáfora subraya el aislamiento del hablante, su abandono, pero ¿desde dónde habla exactamente? María Zambrano observa que “Infancia y muerte” describe un descensus ad inferos y enfatiza que son los muertos los que retienen al poeta, los que lo aprisionan en un sitio claustrofóbico: “(…) ellos, los muertos, están allí como ejecutores o delegados de alguien o algo que no se da a ver, que se agazapa en oscura madriguera fortificada. Un lugar oscuro es este que la revelación no llega a esclarecer” (1986, p. 57). Es verdad que es un lugar difuso, pero a mi juicio se puede inferir que se trata del pasado que acecha fantasmáticamente, del pasado en el que hemos sido felices hasta que se hizo ruina, tierra, polvo, humo, nada. Un pasado visto metafóricamente como un inframundo, sótano o infierno que aprisiona porque el yo siente que vuelve a él compulsivamente y lo mortifica; está atrapado y no es capaz de liberarse (así el sujeto cautivo de su melancolía).8 Recordemos que en los evangelios se habla de las puertas del infierno —πύλαι ᾅδου (Mt 16:18)— y que Rodin trabaja en una escultura del mismo nombre gran parte de su vida, inspirándose en el Infierno de Dante, en Ovidio y en Baudelaire. Es un lugar de condenación y fuego eterno según la tradición judeocristiana (Mc 9:43-48; Mt 5:22). E incluso puede pensarse en esa advertencia que hacen los adultos a los niños díscolos para controlar su conducta: “el cuarto de las ratas”, allí donde moran los castigos más espeluznantes y lo monstruoso.

A diferencia del Averno de La Eneida o del Infierno de Dante, en este huis clos de “Infancia y muerte” los muertos no hablan, no cuentan qué ha sido de sus vidas, sino que se dedican a extraños pasatiempos: unos juegan al tiro al blanco, como si ensayaran para el duelo a pistola o para el asesinato. ¿Juegan acaso para combatir el tedio infinito, su propio spleen? El caso es que uno de los Petits poèmes en prose, de Charles Baudelaire, conecta el mundo de la ultratumba, un cementerio, con el campo de tiro del siguiente modo:

Y decía aquella voz: “¡Malditas sean vuestras dianas y vuestras carabinas, alborotados vivientes, que tan poco os preocupáis de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas sean vuestras ambiciones, malditos sean vuestros cálculos, impacientes mortales, que venís a aprender el arte de matar junto al santuario de la muerte! ¡Si supierais qué fácil es ganar el premio, qué fácil es dar en el blanco, y hasta qué punto todo es nada, excepto la muerte, no os cansaríais tanto, laboriosos vivientes, ni turbaríais tan a menudo el sueño de quienes desde hace mucho tiempo dieron en el Blanco, en el único verdadero blanco de la detestable vida!” (2003, p. 491)

No es en absoluto de extrañar que García Lorca conociera este libro, ya que lo editó Alberto Jiménez Fraud en los años veinte y bien pudo leerlo en la Residencia de Estudiantes (la versión la firmaba Pedro Vances). En cualquier caso, frente al grupo, el hecho es que la mirada singulariza a uno de esos muertos: “un solitario, azul, inexplicable muerto” (v. 22). La atribución cromática enlaza con el “caballo azul de mi locura” de “Tu infancia en Menton” (García Lorca, 2013, pp. 170-171), expresión cargada de (homo)erotismo que tiene su continuidad en los “muchachos azules” de “Pequeño vals vienés”. Es, pues, el amor muerto el que comparece en este espacio fúnebre, el amor imposible, el que no pudo ser, aquel que deseó calmar su soledad en el encuentro con el cuerpo y el alma del otro, el que resucitó la sed y el hambre. Por eso busca introduciendo las manos en el aljibe, es decir, en el pasado, en el mismo lugar donde yace el “cuerpecito comido por las ratas”. Me pregunto: ¿acaso palpita aquí el fantasma de Emilio Aladrén? Pudiera ser, aunque esta lectura no es imprescindible para su comprensión.

Es evidente el contraste que se produce entre esta atmósfera tétrica y los primeros versos de “1910 (Intermedio)”, sí incluido en Poeta en Nueva York y escrito en agosto de 1929. Se canta aquí el tiempo eterno de la niñez en el que no existe la conciencia de la muerte ni la constatación del sufrimiento ajeno; prevalece la intuición del hortus conclusus y el amor cumplido en su simbolismo ascensional —“los tejados del amor, con gemidos y frescas manos” (García Lorca, 2013, p. 166)— hasta el brusco cierre, en el que ese orbe se pulveriza. En la cuarta secuencia estrófica se menciona un desván repleto de estatuas y musgos, donde el sueño se confunde con la realidad y aquel parece salir en auxilio de ésta. Nótese que estamos en el sitio elevado de la casa y no en esa especie de sótano a donde nos ha conducido la voz de “Infancia y muerte”. Gaston Bachelard establece unas distinciones que vienen muy al caso:

Allí [en el desván] ratas y ratones pueden alborotar a gusto. Si aparece el señor, volverán silenciosos a su escondite. En el sótano se mueven seres más lentos, menos vivos, más misteriosos. En el desván los miedos se “racionalizan” fácilmente. En el sótano, incluso para un ser más valiente que el hombre evocado por Jung, la “racionalización” es menos rápida y menos clara; no es nunca definitiva. En el desván la experiencia del día puede siempre borrar los miedos de la noche. En el sótano las tinieblas subsisten noche y día. Incluso con su palmatoria en la mano, el hombre ve en el sótano cómo danzan las sombras sobre el negro muro. (2000, p. 39)

Está claro que se pasa del sueño del desván a la pesadilla. Es posible que, por metonimia, las cerraduras de las catedrales llenas de cenizas puedan verse como una pérdida de las creencias, como el escepticismo religioso de aquel niño a quien le gustaba disfrazarse en la casa familiar, hacer altares y oficiar misa. En paralelo con estos versos podemos situar los de “Iglesia abandonada (Balada de la Gran Guerra)”: “Yo tenía un pez muerto bajo la ceniza de los incensarios” (García Lorca, 2013, p. 184). Los trajes se quedan pequeños porque somos seres en el tiempo, arrojados al mundo.

3. La abyección de sí y la conciencia de la mortalidad

Los últimos versos de “Infancia y muerte” contienen una revisión de lo abyecto que conviene estudiar:

Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,

comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos,

pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo,

una rata satisfecha, mojada por el agua simple,

una rata para el asalto de los grandes almacenes 30

y que llevaba un anda de oro entre los dientes diminutos.

La rata, antes complemento agente que devoraba el cuerpo del niño, adquiere otras proyecciones de sentido a partir del tropo y se produce un giro que altera el patrón cognitivo anterior, rompiendo las expectativas del lector. El paralelismo con los primeros versos de la primera secuencia estrófica enfatiza una voluntad formal, apoyada otra vez en emparejamientos morfosintácticos y semánticos, que alejan el conjunto del automatismo psíquico tal como lo proclamó la ortodoxia surrealista. Esas recurrencias afectan, si nos fijamos detenidamente, incluso al plano fónico. Se advierte una rima interna que es elocuente, porque dicho coupling subraya el término clave que, a modo de eco difuminado, recorre todo el texto: ratas (v. 3) > latas (v. 12) > hojalata (v. 17) > rata (v. 28) > rata (v. 29) > rata (v. 30).

Retomo la noción de lo “abyecto” tal como la planteaba Kristeva. Para ella, lo abyecto no solo se corresponde con lo externo al sujeto —la basura, el cadáver, los despojos—, sino que es algo que el sujeto debe reconocer en sí mismo. De este modo, la abyección de sí sería la forma culminante de esta experiencia en que se revela en el individuo “la pérdida inaugural fundante de su propio ser. Nada mejor que la abyección de sí para demostrar que toda abyección es de hecho reconocimiento de la falta fundante de todo ser, sentido, lenguaje, deseo” (2006, p. 12). La infancia/rata designa el momento es que se interioriza ese reconocimiento mediante la torsión metafórica que anticipa la adversativa (“pero”). El momento icónico de la metáfora copulativa produce extrañamiento porque reúne ahora lo que antes parecía en clara contraposición. La rata huye por el jardín oscuro de la existencia llevando un anda de oro entre los dientes. Es, además, una rata “satisfecha”, es decir, que ha apaciguado la necesidad y cumplido su deseo, bañada por el agua “simple”. Me parece muy relevante este adjetivo. Entre otras acepciones, el Diccionario de la lengua española recoge “sencillo”, pero también “incauto”. Y en el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias leemos que “algunas veces significa el mentecato, porque es como el niño”. Por otro lado, el Diccionario de Autoridades define el vocablo “anda” como sigue: “Tambien se llama assi el féretro, ò caxa con varas, en que llevan à enterrar los difuntos. Lat. Feretrum. Loculus, i. Sandapila”.9 Es entonces la mortalidad, aludida por metonimia (el anda), lo que se lleva entre los dientes y quizás tengamos que interpretar que la rata/infancia, ser ingenuo, puro y simple, ignora precisamente eso.

No se olvide la respuesta que da Lorca en la entrevista ya citada en estas páginas que le realiza José R. Luna, donde el poeta da otra visión muy distinta del asunto de la niñez y encarece no la ruptura irreversible con el pasado, sino la posibilidad de vivenciarlo en cada instante, pleno de júbilo:

Las emociones de la infancia están en mí. Yo no he salido de ellas. Contar mi vida sería hablar de lo que soy y la vida de uno es el relato de lo que fue. Los recuerdos, hasta los de mi más alejada infancia, son en mí un apasionado tiempo presente… (García Lorca, 2017, pp. 298-299; el subrayado es mío)

No es este el único ángulo de lectura ni mucho menos. Para ensayar otra perspectiva, comienzo por un suceso relativo a la historia del psicoanálisis. Tenía veintinueve años en el momento en que Ernst Lanzer, abogado de profesión, acude a la consulta de Sigmund Freud en Viena. Su caso clínico le va a servir al psicoanalista para profundizar en la delimitación del concepto de neurosis obsesiva, que dará lugar a un trabajo de investigación publicado en 1909. Escucha el relato de un paciente que ha fijado su angustia en una forma particular de tortura de la que había tenido noticia en el ejército, por boca de uno de sus mandos: al condenado se le adaptaba a las nalgas un recipiente en el que se introducían algunas ratas para que, al penetrar por el recto, le fueran devorando lentamente.10 A su juicio, ese horrible tormento “despertó ante todo el erotismo anal, que había desempeñado un importante papel en la infancia del sujeto, habiendo sido mantenido a través de años enteros por el prurito causado por las lombrices” (2006, p. 1469). Lo que más me interesa de este caso es cómo Freud interpreta la identificación de Lanzer con las ratas tras la muerte de su padre:

En el acto supuso que salía de la tumba de su padre y acababa de saciar su hambre en el cadáver. De la representación de la rata es inseparable el detalle de que roe y muerde con dientes agudos. Pero la rata no se muestra sucia, glotona y agresiva sin castigo, pues como el sujeto había presenciado muchas veces con horror, es cruelmente perseguida y muerta por el hombre. Muchas veces había sentido compasión de aquellas pobres ratas. Pero él mismo había sido un animalito sucio y repugnante que mordía a los demás en sus accesos de furor y era violentamente castigado por ello. Hallaba así realmente su pareja en la rata. (2006, p. 1471)

Esta identificación con la rata, con un animal que se tiene por sucio o repulsivo (y que en consecuencia es perseguido y huye), es algo que vemos asimismo en “Infancia y muerte”, y me lleva a las reflexiones de Judith Butler (2002) acerca de los cuerpos excluidos o deslegitimados en virtud del imperativo heterosexual, desplazados hacia zonas de marginación y estigmatización. Son por eso cuerpos abyectos:

Lo abyecto designa aquí precisamente aquellas zonas “invivibles”, “inhabitables” de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos, pero cuya condición de vivir bajo el signo de lo “invivible” es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos. Esta zona de inhabitabilidad constituirá el límite que defina el terreno del sujeto; constituirá ese sitio de identificaciones temidas contra las cuales —y en virtud de las cuales— el terreno del sujeto circunscribirá su propia pretensión a la autonomía y a la vida. (pp. 19-20)

Aunque sin apoyarse en el psicoanálisis, la interpretación en clave queer de “Infancia y muerte” ya la había propuesto Ángel Sahuquillo, para quien “como las ratas, los homosexuales son asociados con una sexualidad peligrosa y repugnante” (1986, p. 152).11 En su opinión, “Infancia y muerte” poetiza la degradación del despertar homosexual lorquiano, una condena que finalmente es aceptada con esperanza, como si fuera un tesoro oculto: “La ‘rata’ sabe lo que es y lo acepta”, resume. No me parece que en el poema se dé una equivalencia tan mecánica e inobjetable. Prefiero, más bien, proponer una lectura como símbolo bisémico. La rata no solo puede representar una orientación sexual marginada en la que se reconoce el enunciador, sino que también la niñez liberada y satisfecha en su devenir animal, pero que al fin porta consigo su condición mortal entre los dientes, el anda de oro.

Ángel Sahuquillo pone el foco en el complemento del nombre —“de oro”—, pero no advierte que el sentido de “anda” (el núcleo) remite a la muerte, como he señalado. El hablante poemático describe la fábula del tiempo, la señal que humaniza existencialmente a la infancia/rata, en una variante que podríamos calificar de barroca o quevedesca: de la cuna a la sepultura, y por un jardín muy oscuro. Cotidie morimur, pero la infancia no lo sabe debido a su simpleza e ingenuidad; así es como vive feliz, sin angustia, y ahí reside tal vez su osadía y su fuerza. El reino de los adultos, en cambio, resulta en verdad trágico porque existe la conciencia de la finitud y entran en liza las pasiones. No se olvide que todos estos versos finales remiten al pasado a través de la zoomorfización —“era”, “huía”, “llevaba”—, mientras que en el presente de la enunciación hemos visto cómo el yo se desdobla rodeado de difuntos y permanece junto al niño ahogado que fue, casi en el acto de acunar su cadáver, igual que una madre. Mirémosla: esa infancia resulta apenas el cadáver de un pajarillo entre las manos. ¿Cómo considerar que cabe una evasión o una fuga? Por tanto, no hemos abandonado la Melancolía, la mujer hueca que en el mencionado óleo de El Bosco cabalgaba sobre la rata, el territorio de sus fobias y obsesiones, ni se ha ascendido desde los sótanos oscuros del alma a los tejados luminosos, ese espacio que metaforizaba el amor cumplido en las primeras estrofas de “1910. Intermedio”. No, “Infancia y muerte” no poetiza el tiempo de la resurrección ni lo sublima, sino el tiempo del luto y el desengaño.

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Notas

1 Pienso, por ejemplo, en “Amantes asesinados por una perdiz”, un poema inserto en la sección sexta de Poeta en Nueva York, y que tematizaba, a través de una densa malla de alusiones y símbolos, su dolorosa ruptura con el escultor Emilio Aladrén (Llera, 2018, pp. 13-38). Tampoco puede esgrimirse como criterio para su descarte el hecho de que un poema como “Intermedio (1910)” abarcaba ya ese espectro, puesto que, como se verá, se trata de poemas que contienen matices diferentes.
2 De acuerdo con Almuth Grésillon (1994, pp. 69-70), la variante de escritura alude a la rectificación al hilo de la escritura, mientras que la variante de lectura es la que se efectúa con posterioridad, cuando se revisa lo escrito.
3 Me refiero a Miguel García-Posada (1981, p. 70), Ian Gibson (2009, pp. 54, 83 y 218), Germán Guillermo Prósperi (2020, pp. 29-30) y, en particular, a María Zambrano (1986) y Ángel Sahuquillo (1986, pp. 152 y ss.). Si bien en ninguno de los capítulos de la monografía se menciona “Infancia y muerte”, para el asunto de García Lorca y lo infantil, puede verse Remedios Sánchez y Ramón Martínez (coords.) (2019).
4 Así sucede en la “Balada de Caperucita”, estudiada por Antonio Mendoza Fillola (1998), que cita a su vez los versos de “Poema de la feria”, datado de 1921: “Y hay un niño que pierden / todos los poetas / y una caja de música / sobre la brisa”.
5 Recordemos los burros podridos de “Dos prosas” (1927): “Ahora mismo, en la playa, las letritas impresas del diario se están comiendo al asno agarrotado, podrido y limpio como la mica” (Dalí,1994 p. 175); o el poema en prosa “¿Por qué al ir…?”, compuesto como “Infancia y muerte” en 1929: “¿Por qué los asnos podridos tienen cabeza de ruiseñor? ¿Cómo es que hay ruiseñores podridos con cabeza de asno?” (2004, p. 191). Sin olvidar la célebre secuencia de los asnos muertos encima del piano en Un chien andalou (1929), o el burro en descomposición en Las Hurdes. Tierra sin pan (1933). Las alusiones a la descomposición sirven asimismo para caracterizar a los personajes de obras dalinianas ya tardías, como el narrador de la novela El loco de Ordis (1957), donde leemos lo que sigue: “Cuando yo tenía 20 años y el loco de Ordis contaba 54 estuve obsesionado por los excrementos y los asnos podridos que examinaba desde una cierta distancia durante mis paseos angustiados” (2004: 374). Véase Mario Hernández (1989).
6 Para un recorrido por el motivo de las ratas en la literatura, especialmente la alemana, véase el interesante artículo de Carlos Edmundo de Ory (1991). Pasa revista a la presencia del roedor en las obras de Eliot o Franz Werfel; visita los versos de Heym y las morgues de Benn, en las que las ratas devoran carne humana, como en Lorca. Una lectura del ciclo neoyorkino poniendo de relieve su estética expresionista y no solo la surrealista se encuentra en Llera (2013) y en Villanueva (2015).
7 Si bien Mark Fisher parte de esta clásica noción psicoanalítica, que cuadra perfectamente con el espíritu de este cuento (submundos perturbadores dentro de un universo aparentemente “familiar”), el crítico británico acuña el concepto de extraño (weird) para definir propiamente la obra de Lovecraft: “Lo raro trae al dominio de lo familiar algo que, por lo general, está más allá de esos dominios y que no se puede reconciliar con lo «doméstico» (incluso como su negación). La forma que quizá encaja mejor con lo raro es el collage, la unión de dos o más cosas que no deberían estar juntas” (2018, p. 12). El eje de significación donde las ratas conviven con las pesadillas y el miedo no es privativo de la ficción. Lo encuentro, por ejemplo, en obras recientes como en los diarios de Rafael Chirbes: “Después de unos meses sin pesadillas, la certeza de que están ahí, en algún lugar dentro de mí, y de que luchan entre ellas para volver a salir a la luz, para volver a asaltarme. La única imagen que me persigue siempre —haya o no pesadillas— es la de la rata. A veces me despierto creyendo que la tengo encima. Cruza sobre mi cara, se ha parado en el pecho y me mira. Debería esforzarme por descubrir el significado simbólico que tiene la rata para mí (al margen de que sea un animal repugnante, por qué tiene esa fuerza aterradora, paralizante: la he convertido en un símbolo); hacer algo como lo que hizo Gaston Bachelard con respecto al fuego en su libro, analizar pieza a pieza, mecanismo a mecanismo, signo a signo, psicoanalizar la rata en la historia y en mi cabeza, aprender acerca de su realidad, de su etiología, pero también del imaginario que se levanta sobre ella, y que —en parte— se me ha transmitido casi como genética familiar en las veladas de invierno de mi infancia, en la casa mal iluminada en que me crié [sic], en cuyos techados de caña se oían ruidos a veces sigilosos; otras, inesperadamente violentos (jugaban, se agredían, se apareaban en los cañizos, entre los muros). Pero para eso tendría que ponérmela delante de las narices. A ella, a la rata” (2021, p. 92).
8 Ian Gibson (2009, p. 83) hace suya la interpretación de Ángel Sahuquillo en este punto y afirma que esa puerta cerrada tendría que ver con la Granada brutal y homófoba a la que se tuvo que enfrentar el poeta. No coincido en esta lectura tan rectamente biográfica. No se trata de que otros le cierren la puerta al hablante lírico porque no quieran relacionarse con él y lo aíslen socialmente por su condición sexual, sino que está encerrado con unos muertos que no le dejan salir. Vive, en suma, rodeado de los espectros de su pasado, atado a ellos. Sin que probablemente fuera conocedor de “Infancia y muerte”, Leopoldo María Panero poetiza este tema en “Pavane por un enfant défunt” cuando escribe: “Porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando, / que espera también esta mañana, esta tarde como siempre / festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos / algún día por fin su cumpleaños” (2010, p. 146).
9 Llevar al cadáver sobre unas andas para enterrarlo pertenece a la cultura funeraria española, como puede comprobarse por las notas necrológicas recogidas en la prensa. He localizado una de estas notas en el diario El Eco de la Fusión (15 de febrero de 1900): “El jueves último, tras corta y penosa enfermedad, falleció en el vecino barrio de Ampolla la distinguida y virtuosa señora doña Antonia Cabrera Margalef. (…). Ocho de sus sobrinos de la difunta llevaron la caja mortuoria sobre andas al cementerio nuevo”. Joaquín Zambrano González ofrece algunos datos sobre esta costumbre popular: “Para el traslado hacia la iglesia, se organizaba una comitiva con un orden determinado: primero iba los miembros de la hermandad con insignias, en el caso de que existieran o perteneciera a esta. Después le seguía el clero, cantores y acólitos, tras estos, iba la caja mortuoria cerrada. Era normal que fuera llevada en andas o en carroza, dependiendo del status social. Aunque comúnmente en las poblaciones pequeñas, son llevados a hombros por los hombres del pueblo. En ningún caso, era portado por los miembros más cercanos de la familia. Si se trataba de un infante, el ataúd solía llevar cintas de color blanco y eran llevadas por niños con edades similares” (2016, p. 523).
10 Como recuerda Michel Dansel (1979, p. 209), esta modalidad de tortura se encuentra entre los horrores que se describen en la novela de estética decadentista escrita por Octave Mirbeau, Le Jardin des Supplices (1899).
11 Es la idea que sigue de cerca también Ian Gibson (2009, p. 218). Sin embargo, interpreta incorrectamente a María Zambrano (1986) en provecho de su tesis. La filósofa en ningún momento señala que la rata satisfecha lorquiana sea “una figuración del esfuerzo del poeta por aceptar la angustiosa sexualidad” como sostiene el crítico irlandés. Veamos lo que escribe Zambrano exactamente acerca de los versos finales: “Y aquí es la rata-infancia, ella sola, la que huye llevando la cinta entre sus dientes, conforme con el rito de que el que llevaba el anda la guardara luego consigo en su casa. Y aquí la rata hecha infancia salva el anda de oro huyendo por un ‘jardín oscurísimo’. El anda es de oro, y el oro es luz. Salva con honor la luz de su infancia, la luz escondida a punto de ser ahogada con el cuerpecito del niño” (1986, p. 65). Nada que ver con lo que sugiere Gibson.

Recepción: 13 Abril 2022

Aprobación: 01 Mayo 2022

Publicación: 17 Junio 2022

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