Olivar, vol. 22, núm. 35, e118, mayo - octubre 2022. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Dosier Infancia y vejez en la literatura española:
cruces, modulaciones, figuras

“Halléla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer“ (II, 3, 6): Agencia femenina y senectud en el Guzmán de Alfarache

Juan Diego Vila

Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”. Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: Vila, J. D. (2022). “Halléla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer“ (II, 3, 6): Agencia femenina y senectud en el Guzmán de Alfarache. Olivar, 22(35), e118. https://doi.org/10.24215/18524478e118

Resumen: El sino de Marcela, madre de Guzmán de Alfarache, es espejo quebrado donde se funden los tiempos de esplendor y decadencia, es reflejo de lo que fue, y podría haber logrado, y amargo anticipo de toda limitación ulterior que el hijo pícaro habrá de experimentar. Ya que la tragicidad del segundo abandono en el cual la madre quedará expósita y desamparada de toda protección filial reverbera culposa en la evocación del galeote escritor de una paráfrasis bíblica (Lucas, 23, 31) que él sólo juzga relevante a su respecto cuando cae, con muchos menos años, en desgracia: ‘si así siento aqueste trabajo, si esto pasa en el madero verde, ¿qué hará el seco?’ (II, 3, 8).
En los estertores de la aventura biográfica narrada, la contextual y elusiva figuración de la anciana madre susurra que el esfumado de un discurso diferencial sobre su vejez debe acrisolarse en múltiples ángulos: la diferencia genérica, la diversa valoración de los constituyentes familiares y la distancia etaria de cada cual. Ya que en esta constelación de tensiones significantes lo que se dirime, con las viñetas de Marcela decrépita, son los márgenes de libertad y agencia que cada cultura está dispuesta a tributar a sus mayores.

Palabras clave: Guzmán de Alfarache, Senectud, Agencia femenina.

“I found her skinny, old, toothless, wrinkled and very different in her appearance” (II, 3, 6): Feminine agency and senescence in Guzmán de Alfarache

Abstract: The fate of Marcela, mother of Guzmán de Alfarache, is a broken mirror where the times of splendor and decadence merge, it is a reflection of what she was, and could have achieved, and a bitter anticipation of any further limitation that the rogue son will experience. Since the tragic nature of the second abandonment in which the mother will be exposed and unprotected by her son reverberates guilt in the evocation of the galley slave writer of a biblical paraphrase (Luke, 23, 31) that he only judges relevant to him when he falls, much younger, in disgrace: 'if this is how I feel about this job, if this happens on the green wood, what will the dry one do?'(II, 3, 8).
In the throes of the narrated biographical adventure, the contextual and elusive figuration of the elderly mother whispers that the fading of a differential discourse about her old age must be refined from multiple angles: the gender difference, the diverse assessment of the family constituents and the age distance of each. Since in this constellation of significant tensions what is settled, with Marcela's vignettes decrepit, are the margins of freedom and agency that each culture is willing to pay tribute to their elders.

Keywords: Guzmán de Alfarache, Senescence, Feminine Agency.

I

Bien claras han sido las primicias para Guzmán de su retorno a Sevilla. La tierra, en la que sus primeros pasos infantiles lo convencieron de estar apto para la aventura, se ha vuelto a presentar en su fisonomía inmutable. El vacío confín del culto del bien sumo –“San Lázaro” (III, II, 6, p. 459)1– en el que los buenos feligreses y los clérigos caritativos estuvieron ausentes cuando partió y no resultan reconocibles de pasada cuando regresa y vocifera a solas su ideación consolatoria se opone, en clara tensión, a las muchas más frecuentadas y necesarias ventas, donde, incesantemente, el magisterio del mal no se interrumpe y se renueva. Y es por esta razón que extra muros el pícaro no logra aplacar la fatiga que el viaje le ha impreso:

Reposamos allí aquella noche, no muy bien; mas a la mañana me levanté con el sol para buscar posada y despachar mi ropa del aduana y también a procurar si por ventura hubiera quien de mi madre nos dijese. Mas, por buena diligencia que hice, no fue de provecho ni della tuve rastro. Creí hallarlo todo como lo había dejado, mas aun sombra ni memoria dello había. Que unos mudados, ausentes otros y los más muertos, no había piedra sobre piedra. (II, III, 6, pp. 459-460)

A Guzmán le urge ubicar a su madre del mismo modo en que, al llegar a Génova, le preocupaba detectar “rastro de amigo” (I, III, 1, p. 378) o pariente del padre. Y el lector atento podrá intuir que, como en Italia, el reencuentro puede llegar a llevarse a cabo tras varios intentos. Mas el punto de interés aquí es la concurrente expresión de ‘tener rastro’ de alguien puesto que, como bien lo declaraba Covarrubias en su Tesoro,2 “rastro” es –según inspiración ‘naturalista’– lo que queda por la acción de arrastrar animales con cuernos o, también, –conforme una modelización culta– la sacrílega visión de las marcas dejadas en derredor de Troya una vez que Aquiles unce a su carro el cadáver de Héctor y decide mancillarlo con tres circunvalaciones a la ciudad enemiga.

El lector ignora si la reiteración expresiva busca sugerir que los progenitores son, especularmente, bestias con cuernos –con toda la carga simbólica negativa que en la cultura del XVII podían tener estos animales– y también cabe, incluso, el señalamiento de que cada cual, para el otro, ha sido el ultrajador recíproco de su humanidad. Pero lo decididamente relevante es que puede constatar que su “memoria” está huérfana de todo vínculo con lo real circundante: “unos mudados, ausentes otros y los más muertos, no había piedra sobre piedra”.

La ciudad es y no es y en su remedo del ubi sunt lo más degradante es que en ese espejo transformado donde cabría reencontrar los afectos y vínculos originarios, tan sólo distantes de su recuerdo cuanto pudo haber estado ausente de su ciudad natal, sólo señorea el cambio, la ausencia y la finitud. Guzmán descubre que el tiempo ha hecho su oficio y que los daños de su incesante transcurrir no sólo afectan a los referentes concretos sino también al producto resultante de su negación de los devastadores efectos del tiempo.

En Sevilla no sólo se ha alterado la constelación fantasiosa que atesoraba en su mente sino también la más prosaica cotidianeidad que creía conocer cuando se fugó. Hecho que determina que el protagonista resulte sometido al tormento del reencuentro puesto que la constatación de la decrepitud materna y de las coyunturas vitales que signan su senectud serán pira de inmolación inclemente de cuanto atisbo de felicidad primera creía poder atesorar.

La verdad del tiempo perdido con su madre se revelará, capa tras capa, en sinuoso discurso en el cual los contenidos compartidos con el lector tendrán tanto peso como los silencios memoriosos que reverberan en cada circunstancia comunicada. Aspecto que se vuelve legible por la insistencia del protagonista ante lo que podría haber sido el peso de las evidencias iniciales: “Ya en este tiempo y pocos días después que a la ciudad llegué, con mucha solicitud, por señas y rodeos, vine a saber de mi madre y se pudo decir haberla hallado por el rastro de la sangre” (II, III, 6, p. 461).

La pesquisa maternal no es directa sino desviada. No podría haber primado, a su respecto, una indisoluble ligazón pública de su persona con un solar o enclave socialmente notorio. El pícaro calla que para indagar por su madre debe seguir el hilván resultante de la marginalidad constitutiva de su figura. Y esto casa a la perfección con la sugerente recurrencia de que fue hallada “por el rastro de la sangre”.

En efecto, la isotopía de los rastros –marcas de animales violentados, señales de un cadáver profanado– se complementa aquí con la evocación del verso del Romance según la cual la sangre del moribundo Durandarte guía, en sus postrimerías, a Montesinos. Primo supérstite que recibe, en tal instancia, el encargo más impensado: “me saquéis el corazón / con esta pequeña daga / y lo llevéis a Belerma / la mi linda enamorada”. Y ello nos interesa porque en el juego de refracciones temporales sobre la figura de Marcela, su fatigosa indagación y el concurso de Guzmán y su esposa Gracia, se libera un juego interpretativo de potencialidades impensadas.

¿Por qué el hallazgo de la madre anciana se metaforiza con la imagen de un corazón que perviviría allende la muerte? ¿Cuál es el cuerpo exangüe y a quién pertenece el corazón desgarrado y mortecino que debería ser testimonio de una correspondencia erótica fallida? ¿Es arriesgado inferir que la hibridación poética permite leer el tráfico edípico del corazón de Guzmán por la imaginaria madre primera?3

Lo que la madre era sólo puede ser comprendido por una mujer semejante a ella en su juventud y por eso el texto explicita que el enigma de la inhallable madre termina siendo resuelto por la inefable Gracia:

Pues tratando mi mujer con otras amigas damas y hermosas, preguntando por ella, vino a saber cómo asistía en compañía de una hermosa moza, de quien se sospechaba ser madre por el buen tratamiento que le hacía y respeto que la trataba. Mas verdaderamente no lo era ni tuvo más que a mí. (II, III, 6, p. 461)

Resulta complejo aceptar la voz del pícaro. Una recién llegada a Sevilla como Gracia difícilmente habría granjeado, en tan poco tiempo, amistad con “damas” que, no casualmente, estarían bien informadas del paradero de una suegra que nunca conoció y que, además, carece de tal estatus público. Gracia triunfa, en las redes de sociabilidad femenina donde las viriles aptitudes de Guzmán fracasan, porque es otra más, transterrada, del infinito colectivo de mujeres sin calidad u honra. Gracia supo donde buscar –y no se equivocaba– porque, sagazmente, pudo entrever, a futuro, cómo alguien como ella sobreviviría en una sociedad que estigmatiza las opinables valías y aptitudes de las mujeres que envejecen por fuera de la rección paternal o conyugal.

Gracia sólo debió inmiscuirse en el submundo celestinesco, colectivo femenino de perfiles varios cuyas prácticas y saberes, ligadas generalmente a la experiencia de los cuerpos sexuados, desafiaban la lógica masculina de las potenciales interacciones genéricas permitidas. Y por ello mismo uno advierte, sombríamente, la obsesiva insistencia de Guzmán en la controversia filiatoria que el descubrimiento de la anciana le debería haber deparado.

Guzmán no puede aceptar que la madre pudiese haberle brindado hermanos o hermanastros. Guzmán necesita, fantasmagóricamente, el lugar de prole certera que su confuso nacimiento jamás le había tributado y ese trauma lo persigue, en su madurez, con la presencia de una presunta hija que habría asumido la carga materna de la cual se había desentendido. Las proles inciertas que otrora lo agobiaban y con las cuales debió cohabitar vuelven a atormentarlo con esa “hermosa moza” que todos creen su hija.4

Y tan crítica es esta constatación que la causalidad argumental de su discurso se ve súbitamente alterada. Por cierto, si el cometido final de la búsqueda debería haber privilegiado el hallazgo y la descripción directa, sin más rodeos y rastros, de cómo encontró a Marcela, ¿por qué anticipar excusas para el modo de subsistencia de la anciana? ¿por qué privilegiar intenciones filiales y diálogos entre ambos que no se transcriben en lugar de la referencia concreta de cuán vieja y capaz seguía siendo su madre? ¿Cuál es, en síntesis, el enigma de la senectud femenina que Guzmán desearía velar?

II

El primer impacto es el de la soledad y el desamparo de los mayores: “como se viese sola, pobre y que ya entraba en edad, crió aquella muchacha para su servicio. Y salióle acaso de provecho y así se valían las dos como mejor podían” (II, III, 6, p. 461). No hay asombro, para el lector pues, aunque quizás no lo retenga en ese momento de su vida, Guzmán había lamentado, cuando niño, que su madre no hubiese tenido una hija para tener la certeza de que en la vejez sería cuidada.

Mas sí cabe detenerse en la mitigación del provecho resultante dado que, si lo evidente es, en primer término, que entrada en edad conserva inventiva y criterio para hallar el modo de subsistir –con lo cual la vejez no sería sinónimo inexcusable de incapacidad–, también hay que evaluar, con más atención, un segundo corolario.

Pues claro, la familia biológica no es garantía, per se, del acompañamiento o auxilio necesario para todo adulto mayor y, en todo caso, lo relevante sería muñirse de quienes funjan por tales. Punto de torsión ideológica insoslayable frente al presunto privilegio de la sangre puesto que esa hija que habría tenido otros padres viene haciendo todo lo que él ni ninguna otra hija biológicamente existente habría realizado.

Marcela no está sola ni desamparada y ha sabido tejer para sí, como cuando moza, el sucedáneo familiar idóneo. Y quizás por ello mismo se explica que Guzmán no le confiera la posibilidad de un discurso autónomo sobre sí misma y que todo lo que rodea el reencuentro evocado se organice desde la sesgada preeminencia de su capricho individual:

Yo, cuando supe della hice mucha instancia para traerla comigo, por la mala gana con que dejaba su mozuela, tanto por haberla criado, cuanto por no venir a manos de nuera. Y siempre se lo rogaba, me respondía que dos tocas en un fuego nunca encienden lumbre a derechas; que no era tanto el dolor que con la soledad padecía un solo, cuanto la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto, que, pues, nunca nuera se llevó a derechas con su suegra, que mejor pasaría mi mujer sola comigo que con ella. Mas el amor de hijo pudo tanto, que la hice venir en mi deseo. (II, III, 6, p. 461)

Guzmán ha oído los reparos de la anciana madre, pero no ha escuchado, con la atención debida, las objeciones brindadas por cuanto lo único relevante para él debería ser someterse al amor filial y a los imaginarios caprichos de su deseo. Punto que no hay que soslayar porque el hijo retornado no le promete ampliar su red de contención existencial ni, tampoco, normalizar su presencia junto a ellas. Su anhelo es que Marcela abandone a la “mozuela”, sin sentir ninguna nostalgia por quien había colmado sus días cuando él estaba ausente, y que, gustosa, se avenga a la improbable felicidad de habituarse a existir en manos de extraños pues ni al fugitivo hijo, que quizás ya había olvidado, ni a esa desconocida nuera podría sentirlos naturalmente afines.

La evocación está transida de violencias microscópicas y sutiles contra la anciana madre. Marcela no puede hacer valer su preeminencia generacional porque el brío y la pujanza de los más jóvenes sólo resultaba contenido, socialmente, cuando el poderío de los mayores, en la respectiva cultura, se conservaba. Y ello, en el contexto proto mercantilista del Guzmán, está fuera de discusión. Si Marcela fuese una anciana rica su opinión y criterio sería capricho respetado por los deudos, pero ella, apenas ha aprendido a subsistir.

Tampoco es menor el malestar resultante de la diferencia genérica. Marcela es mujer y el destino de todo el colectivo femenino, como estaba nominado en infinitas textualidades sujetivas y manuales de educación femenina, es el debido acostumbramiento a una obediencia sin límites para con los varones del enclave familiar. El lector sabe que Marcela se las ha ingeniado sin maridos y sin hijos varones para llegar a anciana y Guzmán no realiza la menor introspección de por qué ella no está feliz ante tal propuesta y no advierte el grado de alienación existencial que le está imponiendo, como si lo propio de la ancianidad fuese la dúctil habituación a coyunturas fluctuantes.5

En su vejez, según los presupuestos normativos del amor maternal, un amor sin límites ni condicionantes para con la propia prole, Marcela debería estar colmada de alegría por el hijo que retorna –detalle que la narración no expresa–. Y esta sombría ausencia se ahonda si el hijo vuelve casado. Pues el masculino capricho de forzar la interacción doméstica diaria de Marcela y Gracia será el detonante final de cualquier simulacro familiar que el pícaro buscase edificar.

En efecto, la animosidad estereotipada de suegras y nueras buscó ser explicada como resultante lógica del devenir conflictivo de años de cohabitación o conocimiento recíproco, punto que aquí no se constata pero que funciona, en clave misógina, como reparo previo de la madre ante lo que juzga como destino inexorable. Mas si se compara esta dupla con el binomio genéricamente opuesto -suegro/yerno- podrá comprenderse que la inexistencia del tópico desanda la naturalidad de la rivalidad intra genérica.6 Lo que cuenta es que tanto Marcela como Gracia quedarán emplazadas en posiciones subalternas respecto de Guzmán y que ello alentará una dinámica competitiva entre las dos, no legitimada socialmente de modo unívoco y claro, por la tutela de una mujer sobre otra.

¿Podía, en verdad, la anciana madre no mostrarse remisa a la idea que le proponía el hijo? ¿A quién debería privilegiar Guzmán? ¿A su madre por el respeto de la preeminencia sanguínea o a su consorte por forzoso débito erótico afectivo?

III

El lector ya conoce todas las variables supuestamente constitutivas de la vejez que Guzmán ignora o infravalora. No supo ponerse en el lugar de la anciana madre, distinguir la lógica de sus elecciones vitales o sopesar la valía de sus preferencias. Él podría –parece considerar– enmendar o mejorar el estado actual de ella en sus últimos años. Y no considera si Marcela desea tales mudanzas, porque sólo sabe atender a su deseo. Pero allí no se acaban las armas que tiene el tiempo en su combate con el protagonista. Puesto que lo postrero a revelar de Marcela será su insoslayable deterioro físico y decrepitud:

Era mi madre, deseaba regalar y darle algún descanso. Que aunque siempre se me representaba con aquella hermosura y frescura de rostro con que la dejé cuando della me fui, ya estaba tal, que con dificultad la conocieran. Halléla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer. Consideraba en ella lo que los años estragan. Volvía los ojos a mi mujer y decía: ‘Lo mismo será désta dentro de breves días. Y cuando alguna mujer escape de la fealdad que causa la vejez, a lo menos habrá de caer por fuerza en la de la muerte’. (II, III, 6, pp. 461-462)

Lo peor ha sucedido. Marcela ya no es hermosa y su fisonomía ha perdido cualquier frescura corpórea que otrora tuviese a punto que, en combate con su memoria, el reconocimiento se le ha dificultado al mismo hijo. Guzmán se ve forzado a admitir que lo que contempla son los estragos de la edad, fenómeno que, quizás ingenuamente, había llegado a considerar que no le sobrevendría a su primer objeto de amor. Y por tal razón es que merece la pena detenerse en la abyecta descripción que le tributa pues tras cada término empleado se pueden reconocer muchos más componentes semánticos propios de tales adjetivaciones en el siglo XVII.

Estar flaco significaba estar débil y carecer de fuerza. Significados que explican, por ejemplo, que se catalogaran ciertas fallas morales como pecados de flaqueza, básicamente los que se ligan a la sensualidad y a la fragilidad humana. Y que, anejo a ello, se creía popularmente que el enflaquecimiento de los individuos se explicaba por el señoreo indómito de ciertas ideaciones y preocupaciones en su espíritu: el miedo, el afán de granjear hacienda y el anhelo de casarse. Mas lo más llamativo es que se leyese la flacura como el resultado inexcusable de toda cohabitación conyugal carente de felicidad y amor.7 ¿Es la flaqueza de Marcela signo de la mala vida llevada por años y testimonio incólume de su desregulación moral?

Estar desdentada no sólo es mácula estética indisimulable en el rostro hundido, sino que ello incide, también, en las aptitudes nutricionales de los sujetos, hecho por el cual se ligaba la ausencia de dientes con la proximidad a la muerte dado que la deficiente ingesta impactaría en las posibilidades de subsistencia. Detalle en el cual hay que retener la diferencia genérica que hacían los médicos y naturalistas de entonces puesto que se creía que toda mujer por haber sido el resultado de una esperma de peor calidad debería perder, antes de tiempo, la propia dentición frente a un hombre de la misma edad. La vida restante de una anciana “sin dientes” no debería ser mucha.

Y por eso no asombra que expresiones populares sobre los dientes connoten el desastrado sino de Marcela al ser descubierta por su hijo. Al decirse que un ‘lugar tiene (muchos) dientes’ se buscaba expresar que el sentido era complejo y de difícil dilucidación. Marcela, con su cavidad bucal yerma, sería una anciana mucho más gobernable para el hijo. Y esto se ve reforzado por el proverbio “más cerca están mis dientes que mis parientes” cuyo sentido, para Covarrubias, era que “primero es uno obligado a sí y luego a los otros” (“Diente”, p.427). Marcela, desdentada, no tendrá escapatoria y deberá obedecer al hijo pues tal condición sancionaría, biológicamente, que no podría valerse por sí misma y que la potestad de su rección se ha traspasado a sus deudos.

Un disvalor semejante es el que encripta “arrugada” pues las arrugas llegan cuando los cuerpos pierden carne, cuando enflaquecen por la edad. Y toda arruga es descripta como un rastro que queda en la piel o los cueros de los animales. Marcela es femineidad en la cual el tiempo ha dejado sus surcos, cuerpo en el que la edad ha sobreimpreso la inclemente grafía de la vida vivida. Las arrugas no pueden esconderse y disimularse y quizás por ello mismo es que, tras tantas pesquisas de rastros de su paradero, Marcela haya terminado siendo descubierta porque toda ella es Aleph de arrugas públicas que cualquiera podría leer y decodificar.

Ahora bien, lo que contrasta de la descripción de Marcela es el empleo del término “vieja”. No tanto porque no le quepa a la perfección el vocablo sino, antes bien, porque lo propio de toda vetula es ser presentada como “flaca”, “sin dientes” y “arrugada”. ¿Por qué la duplicación redundante? ¿Es simple estrategia enfática o hay más constelaciones significantes en juego? ¿Se explica la aparente reiteración descriptiva porque en el idiolecto del galeote escritor ‘viejo’ y ‘vieja’ condensan más sentidos que los comunitariamente compartidos?

IV

En el espectro más amplio de la integral confesión emprendida por el galeote la distribución léxica de ‘viejo’ y ‘vieja’ como adjetivos nos alertan de un fenómeno significante harto llamativo porque cartografían la apariencia de la cotidianeidad experimentada por el protagonista en su vida. Un primer fenómeno expresivo insoslayable es que el 70 % de los nombres así modificados son siempre objetos, bienes culturales producidos por los hombres y artículos necesarios para la subsistencia en sociedad. Un 12 % restante lo conforman el subgrupo de conceptos o categorías mientras que, finalmente, sólo el 18 % de ocurrencias revelan que se entiende este tipo de adjetivación como válida para caracterizar seres vivos.

Que la inmensa mayoría de lo descripto como ‘viejo’ o ‘vieja’ sean objetos nos induce a reconocer un significado sustituido y obturado en la narración. Puesto que al ser la realidad del pícaro un muy habitual desplazamiento en mundos pauperizados o una subsistencia con ropajes y bienes que delatan su inferioridad económica en algún contexto disonante, es que se puede pensar que el de la pobreza es, de un modo muy frecuente, un universo ‘viejo’ para quienes la sufren y que, por el contrario, lo propio de la salud financiera resulte ser la posible posesión de bienes “nuevos” (Cavillac, 1983; Cabado, 2019).

Y si bien ello nos indica que aquí la oposición se da entre algo ‘viejo’ y algo ‘nuevo’ –no es la dicotomía de viejo/joven–, la entidad de los objetos así modificados reconfirma que tras el significado de ‘viejo’ o ‘vieja’ subyace la noción de pobreza. Pues esa vejez de los objetos sólo se vuelve comprensible por la inopia de los poseedores. Y así podemos señalar que Guzmán usa, trafica o viste “filastras”, “calzas”, “cosas”, “herraduras”, “vestiduras”, “camisa”, “chancletas”, “esteras” viejas o un “hábito”, un “sayo”, “zapatos”, “vestidos”, “lienzo”, “jergón”, “sombrero”, “trapos” o “trastos” viejos.

Por el contrario, el subgrupo de los conceptos o abstracciones -e.g. “enemistad”, “cuidados”, “tiempo” etc.- sólo admiten la modificación de ‘viejo’ o ‘vieja’ con valía estrictamente temporal pues el antónimo sería, en sentido estricto, ‘reciente’ aunque también se contemple ‘nuevo’ o ‘nueva’. El universo vegetal nunca es tipificado así, quizás por la potencia de una temporalidad cíclica propia de las estaciones, y sólo, en toda la novela, se habla de unos “bueyes viejos”. Por todo lo cual el acotado uso del adjetivo aplicado a seres humanos requiere mayor atención.

En efecto, si se margina la ocurrencia de las consabidas fórmulas “cristiana vieja” o “cristiano viejo” propias para mentar la ortodoxia confesional en las cuales, de modo sorpresivo, lo viejo se vuelve positivo frente a lo nuevo, hay que apartar también dos términos en los cuales la tipificación de ‘viejo’ adquiere valor relacional estrictamente contrastivo con otro ejemplar del mismo grupo: “dueño” y “forzado”. Y así se llega a advertir, de un modo muy sugestivo, que en masculino “viejos soldados” puede tener hasta una valoración positiva propia de cierta conmiseración para con ellos mientras que, por el contrario, en femenino la valencia es estrictamente negativa: “viejas hechiceras y locas”.

Y esto se reconfirma en los usos pronominalizados del adjetivo con un refuerzo significante aún mayor. En efecto, cuando el narrador sustituye el nombre de algún varón por la expresión “el viejo” -el mejor ejemplo es la figura del tío don Beltrán- se puede reconocer la animadversión del galeote para con su figura, pero de ello no se sigue, necesariamente, demérito de su condición madurativa objetiva. Y esto se explica porque don Beltrán es viejo, pero tiene fortuna. Mientras que, por el contrario, la vejez feminizada se considera concreción estereotípica del fraude y la maldad y habilita, asimismo, el derivado despectivo “vejezuela”.8

Las viejas, en el relato, son figuras taimadas, engañosas y estafadoras pues cualquier oficio que desempeñan está negativamente connotado. El prolijo hilván de monstruosas ancianas arranca en el momento de la concepción del pícaro pues la burla en la heredad de Alfarache para que Marcela fornique cómoda con el levantino tiene la complicidad necesaria de una de estas figuras: “Bien sabía la vejezuela todo el cuento y era de las que dicen: no chero, no sabo. Doctrinada estaba en lo que había de hacer y de mi padre prevenida” (I, I, 2, p. 148). Guzmán es concebido al amparo de una vieja melindrosa que no vacila en aniñar su habla para facilitar el embuste al anciano militar. Y su ominosa figura reaparece, ubicua, cuando el pícaro enfrenta su primera comida en una venta.

El lector tiene presente que Guzmanillo será embaucado con comida no apta para la ingesta. Y la hostil caracterización de la ventera descansará en más de una figura. Retrospectivamente, cuando piensa en los acontecimientos, el narrador no vacilará en exclamar

¡Oh, poderoso señor, y cómo con aquel su mal resuello me pareció que contraje vejez y con ella todos los males! Y si tuviera entonces ocupado el estómago con algo, lo trocara en aquel punto, pues me hallé con las tripas junto a los labios. (I, I, 3, p. 168)

Propio de la vejez sería la maldad y la inconducta de la vieja debería resultar vomitiva. Y una dosis de mayor violencia se retoma respecto de esta figura cuando el arriero con el que comparte la marcha le refiere, en el capítulo siguiente, el presunto desagravio que habría corrido por cuenta de dos mozos presuntos soldados:

(…) que el un mozuelo, tomando la tortilla de los huevos en la mano derecha, se fue donde la vejezuela estaba deshaciendo un vientre de oveja mortecina y con terrible fuerza le dio en la cara con ella, fregándosela por ambos ojos. Dejóselos tan ciegos y dolorosos que, sin osarlos abrir, daba gritos como loco. Y el otro compañero haciendo como que le reprehendía la bellaquería, le esparció por el rostro un puño de ceniza caliente. Y así se salieron por la puerta, diciendo: ‘Vieja bellaca, quien tal hace, que tal pague’. Ella era desdentada, boquisumida, hundidos los ojos, desgreñada y puerca. (I, I, 4, p. 180)

La vieja puede ser insultada en público y maltratada físicamente, dato que no debería minimizarse porque si bien el Guzmán puede narrar múltiples y varias concreciones de violencias –muchas verbales, otras tantas simbólicas y también algunas físicas (Guillemont, 2000)– no puede ignorarse cuán extraño resulta una agresión intergenérica, hacia alguien mayor como acto impune.9 Y no es ocioso reiterar que esa primera vieja que padece Guzmán comparte, con Marcela, la condición de desdentada.

Y no debería pasarse por alto, finalmente, que un debate sobre ser o no ser “vieja” se entabla entre Sabina y Dorotea, personajes del texto que, de modo nada casual, viene leyendo el galeote en su regreso a España tras el suicidio, en plena tormenta, de Sayavedra:

-¡Ay!, callá, Sabina -dijo Dorotea-. No hagáis burla de mí, que ya soy vieja.

-¡Vieja! -dijo Sabina-, ¡Sí, sí, dese mal muere! ¡Como decirme agora que la primavera es fin del año y cuaresma por diciembre! Dejémonos de gracias, que así, vieja como es, la goce su marido muchos años y les dé Dios fruto de bendición. Agora se haga lo que le suplico, que deseo ganar aqueste corretaje, que mi señora la retoce. (II, II, 9, pp. 320-321)

Por cierto, el pasaje es ilustrativo por dos aspectos no relevados hasta aquí. En primer lugar, hay que advertir que es ésta la única secuencia en la cual una figura femenina se reconoce como “vieja”. Dato que nos importa porque es el más claro testimonio de cómo los estándares perceptivos de la masculinidad nominan, siempre, la autopercepción femenina. Puesto que aun cuando pueda pensarse que Dorotea se presenta como vieja por recato, no debería desatenderse que ello se explica porque ha internalizado que las edades vitales de la mujer se construían en función de la fertilidad. Y una casada sin hijos, como los que la hechicera y esclava berberisca les desea, difícilmente dejaría de considerar que sus ciclos se han agotado y que, por tal razón, siendo casada, la falta de prole se explica por una constitución biológica que la aproxima a la vejez.

Especularmente, el segundo dato de interés es que, al ser el fingimiento de la astuta hechicera tan logrado, no haya pasaje en toda la narración de la historia de Bonifacio y Dorotea en el cual la tracista de la deshonra resulte vituperada como “vieja” aunque, puntualmente, el narrador haya brindado toda la información necesaria para reconocer que ella es otra espuria descendiente de Celestina:

Este burgalés, que se llamaba Claudio, tenía en su servicio una gentil esclava blanca, de buena presencia y talle, nacida en España de una berberisca, tan diestra en un embeleco, tan maestra en juntar voluntades, tan curiosa en visitar cimenterios y caritativa en acompañar ahorcados, que hiciera nacer berros encima de la cama. (II, II, 9, p. 316)

Sabina es paciente, dúctil en la simulación y se revela creativa al impostar para su traza que, precisamente, el permiso logrado del crédulo marido será satisfacer a la abadesa de un monasterio en compañía de otras señoras. Dato que permite comprender cómo el estigma de “vieja” se sustenta en un régimen escópico de la debida femineidad y que ese etiquetado despectivo no se explica, tan sólo, por la evidencia corpórea sino que también se justifica por la hostilidad verbal contra tales mujeres, pues las anatemizadas suelen ser, allende la biología, sujetos femeninos transidos de inmemoriales saberes transmitidos entre semejantes y que están marginalizadas de toda deseable centralidad en la episteme científica de la respectiva cultura.10

La violencia contra toda “vieja” no se explica por el baremo ingenuo de la pérdida de belleza o atractivo estético ni puede normalizarse, tampoco, como el resultado esperable de una mengua física puesto que, como lo explica el hilván de viejas del Guzmán, lo realmente problemático de sus figuras depende de un ejercicio sostenido y casi indómito de la desobediencia pues en toda “vieja” se lee, además de lo constatable a nivel corpóreo, la fantasmática interferencia de praxis cotidianas, estrategias vitales y puntos de resistencia al dominio del varón.

En esos cuerpos que se tipifican como exangües, opacos y sin atractivo, una iridiscencia incómoda del pasado de cada cual retorna y esto nos permite pensar por qué, en el retrato de la madre anciana, Guzmán activa, por protección, la memoria de lo que fue en su infancia al tiempo que, como si sólo se tratara de una simple écfrasis, enfatiza que la encuentra “flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer”.

Marcela, en verdad, es “otra” pero no, necesariamente, porque haya envejecido sino porque el hijo por vez primera puede leerla como concreción estereotípica de toda vieja, mujer sin calidades cuyas faltas el mundo que ha conocido se ha encargado de exhibirle y sancionar. Y por ello es que su diagnóstico se articula sobre un desvío anímico en el que se reconocen puntos de fuga ante el desengaño.

En primer término, la insistencia en la causalidad. Marcela está así, como la ha descubierto, porque “los años estragan”, parecer en el cual, puntualmente, se exculpa al sujeto porque el paso del tiempo y el necesario devenir de la propia corporeidad podría pensarse como resultado inexorable en el que la intervención voluntaria del individuo en nada contaría.

Y por eso mismo, la segunda torsión angustiosa de su recuerdo se acompasa con una focalización atenuadora, pues al desviar su visión para mirar a Gracia, quizás tan joven como Marcela cuando él se apartó de su hogar siendo un niño, logra sosegarse con el veredicto de que “‘Lo mismo será désta dentro de breves días. Y cuando alguna mujer escape de la fealdad que causa la vejez, a lo menos habrá de caer por fuerza en la de la muerte’”.

Todo lector sabe que el tiempo en que Guzmán ha estado ausente de Sevilla no han sido “breves días” y también constata la hostilidad con que proyecta un destino análogo en la esposa respecto de quien asombra la sustitución del nombre propio o estado social público. Guzmán no dice “Gracia” o “mi esposa”; emplea un demostrativo que libera, por su carácter contrastivo –‘ésa/ésta’, Marcela/Gracia–, un juego semántico de incómodas refracciones que trascienden la simple condición femenina de las dos figuras señaladas pues tras la homologación de ambas podría entreverse el fracaso de una fantasía edípica.

Guzmán no puede proseguir en la ilusoria condición de hijo nutrido por el denuedo impropio de una esposa, por cuanto en Madrid ya ha sentido la deshonra de haberse conformado con el rol de cornudo complaciente, y tampoco podría, ingenuamente, casarse con la madre que ha recuperado pues el objeto primero de su amor era la belleza y lozanía de Marcela joven y no “la fealdad” que se ha apoderado de toda ella siendo “vieja”.

El diagnóstico sobre la senectud femenina no podría ser más cruel pues el destino de toda mujer al envejecer se juega entre “la fealdad” y “la muerte”, tan inexorables la una como la otra. Y si bien sería sencillo interrogarse por qué Guzmán no puede reconocer o fantasear con condiciones alternas y variables definitorias positivas de esa madurez, es preferible detenerse en lo que, objetivamente, sí se permite admitir en su narración que descartaba:

De mí figuraba lo mismo; empero, en estas y otras muchas y buenas consideraciones que siempre me ocurrían, hacía como el que se detiene a beber en alguna venta, que luego suelta la taza y pasa su camino. Poco me duraban. Túvelas en pie siempre; nunca les di asiento en que reposasen. Porque las que había en la posada estaban ocupadas de la sensualidad y apetito. (II, III, 6, p. 462)

Pues claro, el monólogo del autobiógrafo consigo mismo luce honesto. En el eje de la enunciación ésta y muchas otras experiencias resultan cernidas por el punto final de la desdicha y por acre maduración, pero lo llamativo es que la generalización pueda parecer genuina y, a la vez, capciosa. Todo humano está llamado a envejecer de no mediar imprevistos y es fácil comprender que al pensar en las disyuntivas de la vejez femenina también pueda haberse visto, a sí mismo, alcanzado por tales limitantes –la decrepitud y la muerte–. Mas lo que incomoda es que, si bien se inculpa por no haber sido suficientemente reflexivo y haber enmendado su conducta, no se advierte en su confesión integral que resulte consciente de que en sus devaneos mentales también la propia cultura habla por él.

Pues el problema no es que no se haya pensado igualmente humano que ellas, o que no haya reparado en que siempre es más sencillo censurar, señalar o criticar déficits del otro y no de uno mismo, sino que, por el contrario, no haya atisbo en la admisión de faltas de que él, como otro hijo de su tiempo, ha sido industriado para leer y reconocer la problemática de la senectud con un doble baremo genérico, ya que la vejez en los hombres no es objeto del descrédito que se libera indómito cuando de “viejas” se trata.11

Guzmán no reflexiona, a su respecto, sobre el inexorable paso del tiempo porque es hombre y porque la masculinidad se ha reservado para sí la prerrogativa del reconocimiento de una potencia diversa del género femenino –quizás, entre otras razones de peso, por la diferencia biológica de la capacidad reproductiva–. Aspecto que explica, por lo demás, por qué en el sistema de lo narrable literariamente el trauma de la senectud en los varones debe ser espigado, en filigrana, a lo largo de la narración mientras que, por el contrario, de las viejas, en tanto tales, sí puede hablarse.

En el Guzmán puede haber más hombres adultos que viejas, pero la diferencia estriba en que respecto de los primeros la edad se vuelve dato accesorio y pueden transformarse en coprotagonistas de la trama –muchas veces con voces propias–, mientras que las ancianas tienden a ser dichas y leídas y sus voces nos llegan, en cuentagotas, si sirven para testimoniar su disvalor ínsito o, como ocurre con la madre anciana del pícaro, tras la sordina de lo que su memoria quiere o autoriza evocar.

Y este distingo último no nos debería asombrar dado que el Guzmán no sólo narra, explícitamente, la fallida, problemática y quizás indirimible afiliación del pícaro al joven padre levantino –faz individual de la trágica historia–, sino que también censura, desde las sombras, y elípticamente, un monstruoso consenso social –contrafaz colectiva:12

Era el buen caballero –como tengo significado– hombre anciano y cansado; mi madre moza, hermosa y con salsas. La ocasión irritaba el apetito, de manera que su desorden le abrió la sepultura. Comenzó con flaquezas de estómago, demedió en dolores de cabeza, con una calenturilla: después a pocos lances acabó relajadas las ganas de comer. De treta en treta lo consumió el mal vivir y al fin murióse, sin podelle dar vida la que él juraba siempre que lo era suya; y todo mentira, pues lo enterraron quedando ella viva. (I, I, 2, pp. 153-154)

V

Ahora bien, tras los debates y contrapuntos familiares que no se transcriben puntualmente, el texto anuncia un forzado proceso de fusión familiar: “A instancia mía se vinieron a juntar suegra y nuera” (II, III, 6, p. 462).

Lo lacónico de la expresión no engaña, puesto que permite la inferencia fácil de que, con tales personajes, la cohabitación conyugal mude, en breve tiempo, en infierno doméstico. Circunstancia que el galeote narrador desearía velar pero que sus mismas elecciones expresivas delatan. Guzmán no plantea que logra que Marcela se sume al hogar que ya ha elegido junto a Gracia, sólo desliza que junta a ambas mujeres y esta acción adquiere mayor densidad porque en el proceso de juntar individuos el único que no se decanta por uno u otro bando es él mismo. Él no precisa si se siente más próximo de la madre que de la esposa ni tampoco clarifica si la insistencia en la reunión perseguida fácilmente se explicaría porque prefiere a la madre, elección que, en la propia cultura, no resultaría válida.

Y por tal razón es que todo análisis de las intervenciones maternas en el relato debe ser sopesado con suma cautela. No sólo por la incertidumbre que pudiera generar todo desequilibrio entre los roles filial y conyugal del pícaro sino también porque en el exiguo espacio ficcional en que tal cohabitación resulte tolerada por sendas mujeres se juega también la posibilidad de que el lector capte, contra los preconceptos imperantes sobre la senectud femenina, una aptitud y agencia diversa de Marcela como mujer vieja.

En efecto, uno de los puntos más llamativos del recupero de Marcela para la ficción estriba en que sus intervenciones se ordenen no para facilitar embustes, engaños o latrocinios eróticos sino para poner en ejecución un sinfín de consejos para el buen gobierno doméstico y conyugal. Punto en el cual, brillantemente, la pluma alemaniana se burla, entre líneas, de la presunta valía del determinismo. Marcela, a las claras, oficia de pecadora redimida que, por su mala vida pasada, puede aleccionar ad nauseam a la nuera:

Dábale buenos consejos: que no admitiese mocitos de barrio, que demás de infamar, decía dellos que son como el agua de por San Juan, quitan el provecho y ellos no lo dan, acaban en sus casas de comer, no tienen qué hacer, viénense a la nuestra, quieren que los entretengan en buena conversación, estánse allí toda la tarde, tres necios en plata y un majadero en menudos, no con más fundamento que ser del barrio. De pajes de palacio y estudiantes decía lo mismo: son como cuervos, que huelen la carne de lejos y de otra cosa no valen que para picarla y pasearla. Decíales que hiciese cruces a su puerta para los casados: que ningún enemigo podría resultarle algún otro mayor daño, porque las mujeres con el celo hacen muchos desconciertos y, cuando más no pueden, se van a un juez y con cuatro lágrimas y dos pucheritos alborotan el pueblo y descomponen el crédito. (II, III, 6, p. 462)

El decálogo de potenciales escollos a la decencia y fama pública de Gracia no podría ser más exhaustivo. Y habilita dos contrapuntos que todo lector atento con facilidad podría articular. Por cierto, en el crescendo de galanes se comprimen estadios vitales del mismo hijo, el decurso existencial que jamás se le ha revelado a la madre pero que puede intuir con exiguos márgenes de error respecto de la propia prole. En cada subtipo de buscavida u oportunista pretendiente mucho del pasado de Guzmán retorna. Y, en segundo lugar, es complejo no considerar el infinito disgusto silenciado que tal pedagogía catalizaría en Gracia, ya que de una libertad sin límites involucionó, sin escalas, a tutela digna de reformatorio.

Marcela, en sus últimos días, podría oficiar de perfecta atalaya sobre un sinfín de tropiezos erótico-conyugales, porque los persiguió, porque, quizás, los haya padecido. Mas no advierte, tal una de las dimensiones problemáticas de reconocer el mal, que para enfrentarlo y salir victoriosa hay que tener voluntad y deseo de enmienda. Y, en el texto, nada permite inferir que Gracia se encuentre en la misma sintonía. Fenómeno por el cual las alertas exhibidas podrían estarse tornando, con facilidad, en magistrales lecciones para el vicio.

Es evidente que, a nivel discursivo, Marcela no yerra. Pero los problemas de su peculiar enseñanza se empiezan a entrever cuando se nos dice que, además, la industria, como si fuese un animal doméstico con correa, en varios recorridos extra domésticos, en los cuales los peligros del mundo serían mucho mayores:

Tan ajustada la tenía y tales lecciones le daba, como aquella que del vientre de su madre nació enseñada. Sacábala siempre tras de sí, no dejando estación por andar, fiesta por ver ni calle por pasear. Cuando venían a casa, unas veces volvían con amadicitos, otras con alanos, y dellos escogían los que más a mi madre le parecían de provecho, que como tan baquiana en la tierra, todo lo conocía, y como sabia, todo lo trascendía. Decía de los caballeritos que ni por lumbre: porque por el yo me lo valgo, mi alcorzado y copete, mi lindeza lo merece, aun creían que les habían de convidar con ello y hacerles una reverencia. Harto hizo y trabajó porque no la conociesen los de la plaza de San Francisco, temiéndose de su trato. (II, III, 6, pp. 462-463)

Y no es dato menor en la tortuosa capacitación de la nuera el que la fuerce a extremar resistencias internas que quizás ella ya no distinga porque se sabe vieja y no deseable pero que, con toda probabilidad, Gracia padecería. La retahíla de interacciones amistosas, con galanterías solapadas, no podía concluir felizmente. Y por eso no asombra que Guzmán evoque que “Mi mujer andaba temerosa y muy cansada de tanta suegra, porque conmigo estuvo siempre con tanta libertad y se hallaba con ella sujeta, sin ser señora de su voluntad” (II, III, 6, p. 463).

Las controversias recíprocas nos resultan omitidas puesto que la falta de temple de Guzmán como señor del hogar favorece que, en su discurso retrospectivo, imposte una neutralidad que nunca fue tal. Pues aún cuando pueda aceptar que en muchos casos la madre tuviese razón, sabe en su fuero interno que jamás irá contra alguna de ellas. Y por eso mismo no asombra que, a la postre, las dos lo terminen abandonando.

La huida de Gracia es la que más lo afrenta:

Fueme cobrando tal odio, aborrecióme tanto que, hallándose con la ocasión de cierto capitán de las galeras de Nápoles, que allí estaban, trocó mi amor por el suyo y, recogiendo todo el dinero, joyas de oro y plata con que nos hallábamos entonces, alzó velas y fuese a Italia sin que más della supiese por entonces. (II, III, 6, p. 464)

La traición y abandono de la segunda esposa luce como reiteración perversa del pecado originario en el confuso nacimiento de Guzmán. He aquí una esposa con dos galanes y así se actualizan los dos padres muertos del protagonista: un militar joven –pues sigue en servicio– opuesto al progenitor senil y un presunto destino promisorio en Italia –confín del cual provendría el afeminado levantino–. Su fuga se vuelve posible porque no hay hijos que acarrear sino sólo el expolio de la riqueza malhabida del pícaro. Gesto en el cual, providencialmente, lo hurtado de la tierra ancestral vuelve, imprevisiblemente, a su punto de origen. De forma tal que Gracia en su escape termina sancionando el modo recto e imperante del tráfico económico en el Imperio.13

Y aquí se revela, postrero, un último rasgo de la madre que antes no se había clarificado: era “vieja” pero no pasaba necesidades. Y éste será el punto de inflexión en su vínculo con Guzmán porque la madre no puede habituarse a la pobreza y, menos aún, a una necesaria coparticipación en el delito14 para subsistir:

No le contentó este trato a mi madre, por no haberlo jamás usado y por no verse afrentada en su vejez. Así acordó de volverse a su tienda con la mozuela que antes tenía. La cual, así se alegró cuando la vio en su casa, como si por sus puertas entrara todo su remedio. (II, III, 6, p. 465)

Guzmán no pudo aprender que nada hay más complejo que mudar los hábitos de los adultos mayores y su relato se esfuerza, cuanto puede, por morigerar el ejercicio autónomo de voluntad que Marcela actúa. Es “vieja”, ha intentado lo mejor que pudo volver a vivir con su hijo y su nuera, y conoce sus límites. Y por eso decide que prefiere la familia afectiva antes que la estrictamente biológica. Disenso final en el que se refuerza la valía de las elecciones gregarias por sobre los mandatos culturales impuestos junto con una jerarquización precisa del tipo de percepción de su persona que persigue.

Pues Marcela, en su senectud, no sólo rechaza ser la carga pauperizada del hombre del hogar que ya no es tal, sino que prefiere el vínculo y asistencia de quien, a las claras, le permite sentir que sigue siendo un “remedio” para el otro. Por eso no asombra en lo más mínimo que en la breve estancia que todavía gozará el pícaro en Sevilla se limiten al máximo los contactos recíprocos y que, una vez caído en desgracia, Marcela rechace, expresamente, ser copartícipe de su infamia tal como nos lo precisa:

No puedo negar haberlo sentido mucho, acordándome de tanto tiempo bueno como por mi pasó y cuán mal supe ganarlo. Vínome a la memoria: ‘Si esto se padece aquí, si tanto atormenta esta cadena, si así siento aqueste trabajo, si esto pasa en el madero verde, ¿qué hará el seco? ¿Qué sentirán los condenados a eternidad en perpetua pena?’ En esta consideración pasé las calles de Sevilla, porque ni mi madre me acompañó ni quiso verme y solo fui, solo entre todos. (II, III, 8, p. 491)

La paráfrasis bíblica (Lucas 23, 31) es concreta, aunque, en su condena, Guzmán sólo la interprete en función de su angustioso destino. Al pícaro lo agobian los tornadizos rostros del tiempo, lamenta la libertad malgastada que parecía eterna y sufre, desde el inicio de su marcha vergonzosa, por la idea de que el tiempo penitencial resulte, a su respecto, eterno. Se piensa un “madero verde” que en breve tiempo será “seco”. Mas lo que más lo acongoja es que las certezas de sus padecimientos actuales no le permitan saber, de antemano, los futuros.

Punto éste que no hay que desatender porque expresa, a la perfección, la imposibilidad sustantiva de todo individuo de conocer puntualmente los padecimientos del otro o, incluso, los sentires diversos en otra edad. Tal, por cierto, una de las mayores aporías de toda escritura sobre la senectud sin ser viejo o vieja.

Y quizás, por ello mismo, es que Guzmán sólo siga pensando en él. No puede, condenado, considerar que su madre anciana desiste de la afrentante ocasión de despedirse porque ya no puede pensarse supérstite a su condena. Ignora, todavía, que quizás como él, ella también tenga sus propias prácticas evocativas tan fidedignas o fiables cuanto el galeote escritor nos ha demostrado que podía ser su propia escritura.

Razón por la cual, finalmente, no es un exceso considerar que, si Marcela declina, inteligente, como acechante imagen en sus postrimerías, el haber sido la madre del réprobo condenado, ello se vuelve comprensible porque propio de la senectud es, también, la prerrogativa de muy particulares magias verbales a la hora de rememorar.

Referencias

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Cabado, J. M. (2019). La representación de los debates sobre la pobreza en la literatura picaresca española. Universidad de Buenos Aires: tesis inédita.

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Cavillac, M. (2010). Bajo el signo de San Juan Bautista: Guzmán, Dorotea, y el retrato de Mateo Alemán. Guzmán de Alfarache y la novela moderna. Prólogo de Francisco Rico (pp. 125-146). Madrid: Casa de Velázquez.

Covarrubias Orozco, S. de (1994). Tesoro de la lengua castellana o española, edición de Felipe C. R. Maldonado revisada por Manuel Camarero. Madrid: Castalia.

Guillemont, M. (2000). Recherches sur la violence verbale en Espagne aux XVIè et XVIIè siècles (aspects sociaux, culturels et littéraires). París (Tesis doctoral).

Johnson, C. B. (1978). Guzmán and his family. Inside ‘Guzmán de Alfarache’ (pp.165-214). Berkeley-Los Ángeles-Londres: University of California Press.

Juárez Almendros, E. (2010). El persistente fantasma de la vieja madre en el Buscón. La Perinola, 14, 55-68.

Márquez Villanueva, F. (1986). Bonifacio y Dorotea: Mateo Alemán y la novela burguesa. En D. Kossof et alii (ed.). Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (pp. 59-88). Brown: Istmo.

Oyarzábal, S. A. (2017). La culpa es del otro: paralelismos entre los dos finales (I y II parte) del Guzmán de Alfarache. Filología, XLIX, 55-65.

Whitenack, J. (1990). Bonifacio y Dorotea and the Merchandising of Love. Hispanic Review, 58 (1), 57-71.

Notas

1 Todas las citas del Guzmán se realizan por la edición de José María Micó (1992) salvo indicación expresa. El primer número romano indica la parte, el segundo el libro y, en arábigos, se señala el capítulo.
2 Covarrubias (1994) “Rastro” p. 850. Todas las citas de este texto se realizan por esta edición reteniendo la entrada de la voz y la página respectiva.
3 La tensión figurativa y simbólica entre un corazón viejo y un corazón nuevo/reformado articula toda la conversión del galeote y permite inferir que el diferendo familiar se cifra entre el tributo amoroso dado a la madre –el corazón viejo– y el hallazgo del verdadero padre (Dios, el Rey, la Ley) –el corazón nuevo– que la modernidad exige de todo sujeto.
4 La refracción más irónica del tópico de la falsa hermana se da con un discurso consolatorio que Guzmán produce justo antes de abandonar el hogar. Es plenamente consciente de que la madre quedará sola y dice preferir, antes que mentirse, la certeza de la carencia materna. Nótese, por lo demás, la hipocresía de la valoración positiva ulterior de lo que sanciona como no ocurrido: una hermana habría sido fantástico, pero tal descendencia es incorroborable. Y esto se refuerza, años más tarde, con la impugnación de la mozuela como descendiente de Marcela.
5 En la voz “Viejo” (p.965) Covarrubias (1994) recuerda: “‘Al hombre viejo, múdale tierra y dará el pellejo’, este proverbio fue parte para que el Comendador Griego no se mudase de Salamanca a Granada, habiendo ya empezado a mudar su ropa”.
6 Esta coyuntura (suegro/yerno) es la que se había explorado con el primer matrimonio del pícaro y el desenlace había sido diametralmente opuesto.
7 En “viejo” (p.549) la adenda de Benito Remigio Noydens a Covarrubias (1994) precisa: “Refiere Mallara, en su Filosofía, de un mancebo que era muy rico y gordo, y casándose no pudo ser menos de venir a enflaquecerse mucho. Salió un día al campo con su padre y, viendo dos cazadores en dos rocines muy flacos, con los cuadriles salidos y no menos los galgos que iban tras ellos, preguntó a su padre si aquellos caballos y galgos eran casados”.
8 La construcción negativa de la vetula literaria tiene en la literatura española una tradición potente y prolífica cuyo punto cúlmine podría reconocerse en la prosa de Quevedo (Juárez Almendros, 2010).
9 En el relato intercalado de Dorido y Clorinia se constata un grado de crueldad física contra la doncella inimaginable pero este delito tiene en el relato un castigo por mano propia, duplicando el tormento, que sanciona la traición del amigo. Sobre las implicancias y refracciones de este final de la Primera Parte (I) frente al desenlace en alta mar de la Segunda Parte (II) consúltese el valioso análisis de Oyarzábal (2017).
10 No es fruto del azar el que el texto de Bonifacio y Dorotea tematice el problema de la salvación en estricta correspondencia con los controles comunitarios y las posibilidades humanas de discriminar perceptivamente a los deshonrados, es decir, aquellos que no merecerán el perdón social (Cavillac, 2010; Márquez Villanueva, 1986; Whitenack, 1990).
11 Podría considerarse que el dispar tratamiento que merecen viejos y viejas en la serie literaria depende de que en las mujeres ancianas se proyecta un dispositivo apotropaico: resultan feas, contrastivamente cuando se considera la lozanía de sus años mozos, se configuran en recordatorios físicos desagradables de la finitud existencial, suponen la encarnación de no saberes prestigiados por el logos viril y no encarnan, desde la óptica del deber ser femenino para la masculinidad rectora, ninguna utilidad comunitaria. Son, en resumidas cuentas, un excedente social, ni sujetos de libertad ni objetos deseables, son lo abyecto.
12 Un excelente punto de partida para discernir la centralidad y la potencia discursiva de la narración familiar del protagonista se encuentra en Johnson (1978).
13 El juego de inversiones con la postrera traición de Gracia alcanza a quienes serán los varones enaltecidos y quienes los humillados. En su origen Marcela había ultrajado el prestigio militar al enredarse con el mercante; en su final Gracia obrará lo opuesto, volverá cornudo público a Guzmán y potenciará la virilidad del capitán que logra que una casada abandone el hogar tras de sí.
14 Sería errado pensar que Marcela se ha convertido, integralmente, en una pecadora redimida. Tal estatuto es espejismo distorsionado por la evocación del narrador. Marcela, de hecho, colaborará con Guzmán en la estafa al “famoso predicador” (II, III, 6, p. 468). Mas lo relevante es que cuando así procede nos lega un plus diferencial de su ejercicio anómico: ella puede memorizar engaños e impostar decencia para reclamar como propia la ganancia delictiva del hijo –llamativo proceso de blanqueo de capitales mal habidos–, pero no se aviene, gustosa, al ejercicio cotidiano del robo de capas y otros bienes que el hijo realiza cada noche ni, menos aún, a la dilapidación de los bienes mercables que conservaban después de la huida de Gracia. Marcela se anima a colaborar con el hijo sólo cuando el riesgo del reconocimiento social no puede alcanzarla. Ella conserva un margen de vergüenza que orienta su inconducta. Guzmán, en cambio, parece seguir sintiéndose impune.

Recepción: 26 Mayo 2022

Aprobación: 15 Junio 2022

Publicación: 17 Junio 2022

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