Olivar, vol. 21, nº 33, e100, mayo-octubre 2021. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Reseñas

Luz C. Souto, Memorias de la orfandad. Miradas literarias sobre la expropiación/apropiación de menores en España y Argentina, Madrid - Frankfurt am Main, Iberoamericana - Vervuert, 2019, 382 pp.

Gonzalo Lizardo Méndez

Universidad Autónoma de Zacatecas, México
Cita recomendada: Méndez, G. L. (2021). [Revisión del libro Memorias de la orfandad. Miradas literarias sobre la expropiación/apropiación de menores en España y Argentina de L. C. Souto]. Olivar, 21(33), e100. https://doi.org/10.24215/18524478e100

Por la relevancia de su tema y la profundidad de su investigación, Memorias de la orfandad es un libro que debería ser leído y comentado no solo en nuestras facultades, sino también en nuestras casas y en tribunas públicas. Una obra portentosa por cuanto revela —con toda su magnitud— un crimen de lesa humanidad que provocó daños irreparables y que aún permanece impune. En concreto, Souto expone las desapariciones forzadas de menores cometidas a partir de las dictaduras de Franco en España (1939-1975) y de la junta cívico-militar en Argentina (1976-1983), tal como han sido narradas en las novelas, obras de teatro, historietas o películas sobre el tema.

Si la literatura, como afirma Souto, puede conducirnos a las zonas silenciadas por la historia, y tiende además puentes entre esos mudos fantasmas y nuestras generaciones, podría entonces cumplir una función reparadora que el Estado no pudo o no quiso ofrecer. Pues no fueron los políticos, sino los escritores, quienes despertaron al público de su amnesia, en colaboración con periodistas, cineastas, historiadores, dramaturgos, historietistas. Al caer ambas dictaduras, se produjeron cómics como Paracuellos (Carlos Giménez, 1975), filmes como La historia oficial (Luis Puenzo, 1984), y novelas como Mala gente que camina (Benjamín Prado, 2006) que rompieron el silencio para reconstruir las memorias de esos huérfanos, de esas madres y abuelas, esbozando una verdad histórica nueva, que acaso podría sostener (o reinventar) las propias identidades. ¿Cómo saber quiénes somos cuando olvidamos de dónde venimos?

A través de esas obras y otras fuentes, Souto desentraña los contextos que propiciaron esos crímenes de Estado. Tras vencer en la Guerra Civil, Franco creó leyes e instituciones legales para expropiar a los hijos de los republicanos, convencido de que el “gen rojo” era un mal contagioso y hereditario que debía erradicarse. En Argentina, tras derrocar a la presidenta Martínez de Perón, los militares no tuvieron que promulgar ninguna ley para apropiarse de los hijos de sus enemigos como si fueran un cáncer que debía extirparse quirúrgicamente. Pero en las expropiaciones, tanto como en las apropiaciones, se procedió de una manera sistemática: además de asesinar a los “rojos”, el Estado encarceló a sus mujeres y les sustrajo a sus hijos para recluirlos en orfanatos o darlos en adopción a una familia “decente” que los reeducara en la ideología del vencedor.

Para colmo, en ambos países los procesos de transición hacia la democracia fueron tímidos y erráticos. Por eso en España se prolongaron los robos de infantes hasta los años 90, y en Argentina se expidieron leyes —la de Punto Final y la de Obediencia Debida— que obstruyeron juicios y pesquisas. Pero la diferencia la hicieron las “Abuelas de Plaza de Mayo”, un grupo de mujeres argentinas que desde 1977 se dedicó a recopilar información sobre los menores desaparecidos, lo cual produjo, junto con el llamado Informe Sábato (1984) una creciente producción histórica, académica y narrativa. En España, el silencio fue roto muchos años después, gracias al documental Els nens perduts del franquisme (Montse Armengou y Ricard Belis, 2002), que fue transmitido por TV3 y propuso un nuevo modelo de investigación, entre el periodismo y la historia.

Debido a la saña con que el franquismo había silenciado a sus víctimas, las primeras narrativas españolas sobre las expropiaciones privilegiaron su carácter testimonial por encima del ficcional: aun cuando los personajes reales se mezclaran con los imaginarios, como ocurría en Si a los tres años no he vuelto (Ana Cañil, 2011), lo primordial era dar voz a los testigos y propiciar en los lectores actuales la memoria como un acto colectivo. Entre las narrativas argentinas, por su parte, predominó de inicio el modelo autobiográfico, a la manera de A veinte años, Luz (Elsa Osorio, 2006), pues los escritores habían experimentado más de cerca los hechos y su principal obsesión era la identidad, conscientes de que cualquiera, incluso ellos mismos, podría ser uno de los nietos perdidos. Luego, de forma paralela, los relatos españoles derivaron hacia el relato fantasmal y alegórico, al estilo del drama Los niños perdidos (Laila Ripoll, 2005), mientras que los argentinos evolucionaban hacia la autoficción, como en la novela/blog Diario de una princesa montonera -110% real- (Mariana Eva Perez 2012).

Más allá de su diversidad formal, estas narrativas están obsesionadas por convertir el fracaso histórico en un triunfo ético. Para lograrlo, no cerraron los ojos ante el horror, como tampoco lo hizo la autora de Memorias de la orfandad, en cuyas páginas se multiplica la violencia en infinitas variaciones sin que jamás se banalice. Desafiar la amnesia impuesta por el Poder para sanar la orfandad y el luto es un propósito similar al de Antígona, la joven hija de Edipo que se propuso enterrar a su hermano Polinices pese a que el rey lo había prohibido. María Zambrano supone, en La tumba de Antígona (1967), que el terror impuesto por la Vieja Ley —la del tirano Creonte— es conjurado por el sacrificio de Antígona, la doncella que agonizó en su tumba tal como languidecieron tantas madres, hermanas e hijas bajo las férulas de Franco, Videla o cualquier otro tirano. “Mientras la historia que devoró a la muchacha Antígona prosiga, esa historia que pide sacrificio, Antígona seguirá delirando”, concluye Zambrano, dando a entender que su muerte solo tendrá sentido si engendra una Nueva Ley: si genera una nueva conciencia histórica, una verdadera democracia.

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