Olivar, vol. 15, nº 21, junio 2014. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

 

ARTICULO/ARTICLE

La lluvia amarilla o las hojas del olvido

Friedhelm Schmidt-Welle

Instituto Ibero-Americano. Berlín (Alemania)

Cita sugerida: Schmidt-Welle, F. (2014). La lluvia amarilla o las hojas del olvido. Olivar, 15(21). Recuperado de: http://www.olivar.fahce.unlp.edu.ar/article/view/Olivar2014v15n21a05.

Resumen
En el presente artículo, se analiza la novela La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, enfatizando la representación de la memoria y el olvido (o la represión de la memoria, en su caso). Se muestra que la escritura sobre la memoria no es unidimensional y que Llamazares no solamente la representa, sino que refleja el propio proceso de memoria y olvido y su complejidad. Lo que a primera vista se puede percibir como una novela fatalista y neorromántica, es en realidad una reflexión sobre la memoria oral desde la perspectiva de los hombres y las regiones marginados del campo tanto en la época franquista como durante la transición modernizadora.

Palabras clave: memoria oral – modernidad – franquismo – novela– Julio Llamazares

Abstract
This article examines the novel La lluvia amarilla by Julio Llamazares, highlighting the representation of memory and forgetfulness (or the repression of memory, in some case). It is shown that writing on memory is not one-dimensional, and that Llamazares not only represents it but reflects his own process of memory and forgetfulness, and its complexity. What at first sight seems a fatalistic Neo-romantic novel is, in fact, an insight on oral memory in the perspective of marginalized countrymen and regions during both the Franquist regime and the modernizing transition.

Palabras clave: oral memory – modernity –Franquist regime – novel – Julio Llamazares


Memoria y literatura

La memoria ha sido un tema recurrente de la literatura y de la escritura en general. De cierta manera, la misma existencia de la escritura se debe a un intento de constituir una especie de archivo de la memoria (almacenándola materialmente) que tenga más vida que las memorias inseguras y siempre cambiantes de la tradición oral (Assmann, 2009: 181-190). Al mismo tiempo, esta su estabilidad tiene un aspecto ambivalente porque la escritura congela los recuerdos (tanto los individuales como los colectivos), les quita la dimensión temporal y la vivencia, el contexto, el carácter procesual de los acontecimientos y de la forma de recordarlos.

El auge de la literatura memorialística en varios países de habla hispana durante las últimas décadas se debe, en gran parte, a los procesos históricos traumáticos de las dictaduras militares. Con ellos surgen escrituras de todo tipo y de distintos géneros como el testimonio, la autobiografía, novelas, etc., que tratan de representar los hechos históricos o contrarrestar el “olvido” oficial de los mismos en una praxis simbólica tanto de memoria como de posmemoria mediante las cuales se forman una tradición simbólica, fundacional, y un imaginario colectivo (Assmann, 2005; Halbwachs, 2008).

En cierto sentido, Julio Llamazares se inscribe con su producción literaria en esa tradición posdictatorial. Pero los elementos de representación concreta de la dictadura franquista en sus novelas, relaciones de viaje y sus poemas pocas veces se notan a primera vista. La única novela del escritor leonés que con cierta razón se podría calificar como novela histórica es la primera, Luna de lobos, publicada en 1985, donde algunos ex-soldados republicanos siguen luchando contra los fascistas refugiándose en las montañas de Asturias y viviendo la dura y aislada vida de los maquis. En sus demás novelas el tema del franquismo se representa más bien como trasfondo histórico muchas veces silenciado por los mismos protagonistas o mencionado no más en unas pocas escenas. A veces, incluso los datos históricos son implícitos a la representación literaria, y se tienen que descifrar a partir de una lectura cuidadosa de meras alusiones. Este es el caso de La lluvia amarilla.

El trasfondo histórico de La lluvia amarilla

La segunda novela de Llamazares se publicó por primera vez en 1988 y han salido a la venta varias ediciones de la misma. Es el monólogo interior del último habitante de Ainielle1, un pueblo abandonado en las montañas del Pirineo aragonés, en la provincia de Huesca. Andrés de Casa Sosas cuenta su vida y la de su familia mientras espera la muerte; la narración misma ocurre a comienzos de la década de 1970. Los datos históricos concretos que se indican en la novela son muy pocos. La primera fecha concreta que se menciona es el último día de 1961, cuando por casualidad el protagonista mira el calendario en la cocina de su casa (1988: 41). Poco antes, su esposa se había suicidado (1988: 30), y como en muchos casos de los recuerdos de esa historia familiar y comunitaria, el lector de la novela no puede comprobar a ciencia cierta en qué día haya sucedido eso debido a que el narrador protagonista tiene una memoria bastante vaga y a veces deficiente. Recuerda que había encontrado a Sabina en el molino del pueblo colgado, pero no se acuerda bien si después de haberla llevado a casa él había dormido solamente muchas horas o días enteros (1988: 34).

Una segunda fecha que se relaciona con la primera es la mención de una fotografía de su esposa que se había tomado “hacía ya veintitrés años” (1988: 37) cuando habían despedido a su hijo Camilo en una estación de trenes. Como la fotografía se menciona entre los objetos que quiere destruir Andrés después de la muerte de Sabina (retomaré ese aspecto de la destrucción voluntaria de los objetos relacionados con los recuerdos más adelante), es probable que la fotografía se haya tomado más o menos en 1938. No es hasta mucho después en el tiempo de la narración que los lectores nos damos cuenta que Camilo se había subido en ese entonces a un tren militar y que es muy probable que haya muerto durante la Guerra Civil:

Camilo no volvió. Su nombre jamás apareció entre las largas relaciones oficiales de los muertos, pero él nunca volvió. Sólo su sombra regresó a la casa y se fundió en las sombras de las habitaciones mientras que su cuerpo se pudría en cualquier fosa común de cualquier pueblo de España y en el recuerdo helado de aquel tren militar que partió una mañana de la estación de Huesca para no regresar más (1988: 59).

La tercera fecha concreta en la novela se refiere a la partida de Andrés, el otro hijo del matrimonio, en febrero de 1949 (1988: 56). Él emigra, y después de unos años escribe una carta a sus padres que indica que vive en Alemania con su mujer y sus hijos (1988: 54)2. Con él emigra también la esperanza del padre de que la tradición familiar y la casa construida por su padre tengan algún futuro. Por eso la reacción brusca del narrador protagonista quién no puede aceptar ese cambio: se niega a despedir a su hijo y a partir de ese momento el nombre del hijo ya no se pronuncia en la casa (1988: 56-58) –lo que en realidad tiene un tanto absurdo porque se trata del hijo que tiene el mismo nombre que el padre.

Una cuarta y última alusión a una fecha histórica o, mejor dicho, de la historia familiar se refiere a la muerte de la hija de Andrés y Sabina, Sara, el día en que cumplió cuatro años (1988: 62). Según recuerda el narrador protagonista, esta muerte prematura había sucedido veinte años antes del suicidio de su esposa (1988: 61), es decir, y relacionándola con los demás datos ya mencionados, alrededor de 1941.

Estas cuatro fechas –que ni son seguras porque dependen de la memoria deficiente del narrador que incluso con respecto al momento de la muerte de su esposa no puede asegurar si su memoria no mentía (1988: 41-43)– son los únicos elementos que ofrecen una vaga imagen del contexto histórico. La escritura se caracteriza más bien por sus omisiones de la contextualización y la reducción de los datos históricos a lo imprescindible; la novela se parece, al respecto, a la escritura de Juan Rulfo, uno de los modelos de la producción literaria de Llamazares como el mismo autor leonés ha afirmado (1995: 59) y como lo han destacado algunos críticos (Cubero, 1993; Schmidt-Welle, 2012). Pero, incluso así, los años 1938, 1941, 1949 y 1961 se pueden relacionar con ciertas fases del régimen franquista, por lo cual no se necesitan datos más explícitos al respecto. Además, la falta de contextualización con la historia nacional o la ausencia completa del Estado en la región más allá de la represión política, otro paralelo con los textos de Rulfo (Schmidt-Welle, 1998), indica lo poco que tiene que ver la vida de los pobres en una región aislada y marginada como el Pirineo aragonés en esas épocas con la llamada vida nacional.

La primera fecha, 1938, indica el fin si no de la guerra al menos de los combates en la región del Pirineo aragonés y con eso el triunfo del régimen fascista. La siguiente, 1941, la fase de una fuerte represión durante la cual los fascistas ejecutan a cientos de miles de personas y los entierran en fosas comunes (Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, 2000; Bernecker, 2010: 56) –y el hecho de que el narrador supone que el cuerpo de Camilo “se pudría en cualquier fosa común de cualquier pueblo de España” (1988: 59) aclara que él supone que Camilo ha sido una de esas víctimas. La familia no sabe a ciencia cierta que ha pasado con el hijo y comparte el destino trágico de todos los que recuerdan sus familiares desaparecidos3. Llamazares describe esa situación traumática con el lenguaje poético que caracteriza sus textos desde los poemas tempranos:

En realidad, la sombra de Camilo jamás había llegado a desaparecer definitivamente de la casa. Antes por el contrario, vagaba por los cuartos y las habitaciones y, en las noches de invierno, ardía entre los troncos proyectando su aliento a nuestro alrededor. Durante muchos años, habíamos tratado de vivir de espaldas al recuerdo y de olvidar incluso la esperanza. Pero es difícil acostumbrarse a convivir con un fantasma. Es muy difícil borrar de la memoria las huellas del pasado cuando la duda alimenta el deseo y acumula esperanzas sobre la negación. La muerte tiene, al menos, imágenes tangibles: la tumba, las palabras, las flores que renuevan el rostro del recuerdo y, sobre todo, esa conciencia clara de irreversibilidad que se asienta en el tiempo y convierte la ausencia en costumbre añadida. La desaparición, en cambio, no tiene límites ni aun para sí misma; no es un estado, sino una negación. (1988: 58-59)

El trauma del hijo desaparecido es quizá la mayor, aunque no la única razón para la imposibilidad de compartir el duelo en la familia mediante una comunicación verbal. El silencio que reina en ella, y con ella en toda la novela, es precisamente el resultado de esa experiencia traumática que no tiene límites.

El año 1949, igual que los de 1941 y 1961, además indica la fase de autarquismo y aislamiento internacional de España con lo cual no sólo aumenta la pobreza, razón por la cual Andrés hijo emigra en 1949. Y a fines de 1961 muere la esposa del narrador, justo en la época del cambio económico y político que se inicia a fines de la década de 1950 (Bernecker, 2010: 114-136).

Pero el hecho de que los datos históricos casi no se mencionan también indica que la política nacional del régimen fascista solamente llega a la región marginada del pueblo de Ainielle por la represión (por eso en la familia del narrador protagonista prácticamente no se habla de la política y reina el silencio en cuanto a la represión) y por las consecuencias económicas de la fase de autarquismo español después de la Guerra Civil, lo que termina en que Ainielle queda despoblado, un pueblo en ruinas, sin futuro.

Los caminos intrincados de los recuerdos

En La lluvia amarilla la memoria se representa mediante los recuerdos y las reflexiones del narrador protagonista Andrés. Casi todas las alusiones a los recuerdos y al olvido se asocian con la lluvia amarilla que se convierte en la metáfora central del libro y en una obsesión que impregna el pensamiento del narrador4. Esa lluvia amarilla es, en primer instancia, un fenómeno de la naturaleza, la caída de las hojas de los árboles en el otoño montañés de la provincia de Huesca que representa el correr del tiempo, el ciclo natural de la vida de la flora. Es “una lluvia compacta y amarilla” (1988: 90) siempre presente en los recuerdos de Andrés quién la está percibiendo desde el interior de su casa: una “lluvia amarilla caía mansamente sobre el río (1988: 121)”; “era una noche fría, de finales de otoño, y la lluvia amarilla cegaba, como ahora, la ventana” (1988: 97); “la lluvia de hojas muertas que teñía por completo de amarillo la ventana” (1988: 98). Pero Andrés tiene una obsesión con esa lluvia amarilla que poco a poco cambia toda su percepción de la naturaleza. Se refiere al agua y al cielo amarillos (1988: 100), al “círculo amarillo de la luna” (1988: 46), y al final, todo el mundo se vuelve amarillo (1988: 135) como en una “fotografía amarillenta” (1988: 37) que, más que los propios recuerdos y el momento representado en ella, indica el tiempo que ha transcurrido desde que se ha tomado la foto5.

La visión de la lluvia amarilla que tiene Andrés es, entonces, una visión más romántica que realista de la naturaleza, esta última sirve como espejo de la mente o del estado de ánimo del propio narrador protagonista. En segunda instancia, la lluvia amarilla se asocia, por consiguiente, al individuo mismo que la percibe, tanto a su condición física como su psique. La primera mención de ella a comienzos del segundo capítulo de la novela la relaciona con el olvido, pero también con la imposibilidad de olvidar la experiencia traumática de la muerte de la esposa de Andrés –sin que en ese momento el lector sepa que ella se suicidó:

Es extraño que recuerde esto ahora [la muerte de la esposa, FSW], cuando el tiempo ya empieza a agotarse, cuando el miedo atraviesa mis ojos y la lluvia amarilla va borrando de ellos la memoria y la luz de los ojos queridos. De todos, salvo de los de Sabina. ¿Cómo olvidar aquellos ojos fríos que se clavaban en los míos mientras trataba de romper el nudo que aún quería inútilmente sujetarles la vida? ¿Cómo olvidar aquella larga noche de diciembre, la primera que pasaba completamente solo ya en Ainielle, la más larga y desolada de las noches de mi vida? (1988: 19)

En otras palabras: en el momento en el cual la muerte se acerca a él, Andrés ya no recuerda los ojos vivos sino los de su esposa ya muertos. La presencia de la muerte o el acto de imaginarse la propia muerte (incluso alucina que algunos hombres lo van a encontrar muerto) solamente trae a la mente otra muerte, los ojos muertos de la esposa funcionan como espejo de la propia muerte que se acerca. Es decir, los ojos muertos miran al narrador protagonista que agoniza, tanto él mira a la muerte como la muerte lo mira a él, las miradas y el recuerdo se funden, la frontera entre vida y muerte se desvanece.

Pero a diferencia de esa escena que representa la imposibilidad del olvido debido a la experiencia traumática, repetidas veces, la lluvia amarilla se asocia más bien al olvido y a la debilidad creciente de las fuerzas vitales del narrador (1988: 44). Afirma que “el tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos” (1988: 55), y se refiere al “[...] fuego, debilitado ya y reducido a un círculo de brasas amarillas” (1988: 40-41).

La lluvia amarilla se representa, por consiguiente, como un fenómeno natural del transcurrir del tiempo, como espejo de la condición mental del hombre, y como metáfora del olvido o hasta a veces de la imposibilidad de olvidar experiencias traumáticas, pero casi siempre se relaciona con la muerte cuya mera existencia influye directamente sobre el pensamiento y la angustia del hombre con respecto a su propia mortalidad. Por eso, Andrés recuerda “aquella larga noche en que, por vez primera, la locura depositó sus larvas amarillas en mi alma” (1988: 51). Se refiere al momento en que “mi vida ya se acaba y la lluvia amarilla anuncia en la ventana la llegada de la muerte” (1988: 131) y también al momento “cuando el dolor encharca mis pulmones como una lluvia amarga y amarilla, para escuchar sin miedo a la lechuza que anuncia ya mi muerte entre el silencio y las ruinas de este pueblo que, dentro de muy poco, morirá también conmigo” (1988: 81).

Como hemos visto, la metáfora de la lluvia amarilla tiene varias funciones a veces hasta contradictorias en el proceso narrativo de la novela. El transcurrir del tiempo indicado por ella no significa, como se podría esperar, exclusivamente el olvido del narrador protagonista, sino a veces también la imposibilidad de olvidar experiencias traumáticas. En un nivel más filosófico, también se trata de una reflexión sobre la muerte como conditio humana. El hecho de que la metáfora no se puede interpretar de una sola manera nos habla de la complejidad de la reflexión del escritor sobre la existencia del hombre, la muerte, la memoria y el olvido.

Memoria y olvido

En La lluvia amarilla, en muchos casos, el olvido aparece como un proceso natural de la vejez, comenzando por el olvido de ciertos detalles, y hasta las dudas expresadas por el narrador protagonista con respecto a la seguridad o veracidad de sus propios recuerdos. Este proceso se representa de manera muy clara en la metáfora de la lluvia amarilla, el otoño natural y el caer de las hojas de los árboles se equivalen al otoño de la vida de Andrés. Pero ese proceso supuestamente natural (desde la perspectiva y la conciencia del narrador protagonista) no lo es en todo caso en la novela. Más allá del olvido “natural”6 existe en Andrés el afán de olvidar ciertos hechos, es decir, se trata de una represión psicológica, de una amnesia parcial que afecta toda la vida familiar. Por ejemplo, su esposa Sabina lamenta por mucho tiempo la muerte de la hija Sara y la partida de su hijo Andrés (1988: 56, 56, 60), pero Andrés padre los “olvida” casi de inmediato. En la misma línea, no se pronuncia nunca más el nombre del hijo Andrés en casa después de su partida (1988: 58). Y el narrador protagonista hasta destruye los objetos que podrían traerle a la mente la memoria de su esposa muerta, comenzando por un retrato fotográfico (1988: 38) y terminando por sacar todo lo que le pertenecía a su esposa:

Los cajones, las arcas, los baúles. Las habitaciones de arriba y el desván. El armario de la ropa y la cocina. Nada quedó sin registrar. Poco a poco, todas las cosas de Sabina –las fotografías, las cartas, los pendientes y el anillo de la boda, incluso algunas ropas y recuerdos familiares– fueron amontonándose en medio del pasillo. (Llamazares 1988: 39)

Pero el supuesto olvido no funciona como el mismo narrador lo espera.

A veces, uno cree que todo lo ha olvidado, que el óxido y el polvo de los años han destruido ya completamente lo que, a su voracidad, un día confiamos. Pero basta un sonido, un olor, un tacto repentino e inesperado, para que, de repente, el aluvión del tiempo caiga sin compasión sobre nosotros y la memoria se ilumine con el brillo y la rabia de un relámpago. (1988: 32)7

La amnesia parcial produce –como el sueño de la razón en el famoso Capricho nro. 43 de Goya– monstruos que le persiguen al protagonista de la novela. Una y otra vez el regreso de lo reprimido se manifiesta en apariciones fantasmales de los miembros de su familia o de otros habitantes de Ainielle que había “olvidado” hace mucho (1988: 38, 49, 51-52, 65-67, 71-72, 96). En la novela, el olvido no se representa, entonces, como el simple efecto de la creciente demencia o hasta locura del narrador protagonista, sino a veces como el efecto de una represión psíquica, como un “olvido” forzado porque Andrés no quiere confrontarse con los recuerdos de la muerte y la desolación.

A este “olvido” forzado a nivel individual, se suman el “olvido” forzado y el silenciamiento de la represión política y social a nivel colectivo. No se habla de “los continuos bombardeos que batían estos montes” (1988: 86) y de la evacuación del pueblo durante la Guerra Civil; no se menciona el destino de los combatientes desaparecidos como Camilo, el hijo de Andrés. Tampoco se habla de la migración y emigración de los habitantes del pueblo debido a los procesos de represión, la marginalización de las regiones interiores y la consiguiente pauperización de su población en la España franquista de la posguerra. En ese sentido, el silencio del narrador con respecto a los muertos de su familia, su negación de memorizar la historia familiar, equivale, a nivel colectivo, a la incapacidad de la sociedad dictatorial de guardar luto. La visión de la vida en el campo en la escritura de Llamazares no es, entonces, nostálgica, como lo ha afirmado Sonja Herpoel (1997: 99-100), sino que el autor se enfoca en la representación de la represión tanto política como psicológica y el consiguiente silenciamiento de las perspectivas alternativas de las regiones interiores del país durante la época franquista, es decir, se trata más bien de una especie de regionalismo literario no nostálgico, como lo he mostrado en otra ocasión (Schmidt-Welle, 2009).

Al mismo tiempo, el acto de recordar la historia de la familia y del pueblo por parte del narrador, a veces contra su propia voluntad, y el esfuerzo de construir una memoria personal retrospectiva al final de su vida, representan también una especie de resistencia desde una posición marginal y desde una perspectiva regional (tanto a nivel individual como colectivo).

La complejidad de la representación de memoria y olvido no solamente radica en los aspectos mencionados antes, sino también en el doble estatuto de la memoria en la novela: por una parte, la memoria individual (del narrador protagonista) y colectiva (de la historia del pueblo Ainielle) están condenadas a morir debido al abandono del pueblo y a la muerte próxima de Andrés de Casa Sosas y su creciente incapacidad de recordar de manera más o menos exacta lo que ha sucedido en su propia vida y en la del pueblo. Por otra parte, y a pesar de que la memoria se construye aquí exclusivamente como memoria oral (no existe una historia oficial de Ainielle a la cual podría recurrir el narrador), la existencia del libro mismo, de la escritura, persigue el fin de conservar la memoria de las regiones marginadas en y por la voz del narrador. En última instancia son, entonces, el mismo autor y, en el mejor de los casos, los lectores de la novela quienes conservan la memoria de Ainielle más allá de la muerte de su último habitante.

En ese contexto de la relación entre oralidad y escritura con respecto a la memoria, la metáfora central de la lluvia amarilla se podría incluso entender de otro modo. El caer de las hojas (tanto las de los árboles como las de papel) podría indicar un proceso de escritura en vano debido al tiempo que corre y que destruye la memoria misma. Al mismo tiempo, se trata de un proceso cíclico de estaciones que se repiten, aunque no de la misma manera. Durante la próxima primavera, se podría especular, se reanimará la memoria, con nuevas hojas, con otras versiones de los hechos contados por el narrador protagonista de la novela, se escribirá, en fin, otra novela que representará un continuo proceso de memoria y olvido. Ese proceso continuo se opone a la congelación parcial de la memoria que Llamazares describirá en su tercera novela, Escenas de cine mudo (Llamazares, 1994), con respecto a la función de la fotografía en ella (Schmidt-Welle, 2012). Lo que une a las dos novelas no es simplemente el tema, la representación literaria de memoria y olvido –destacada con razón por algunos críticos (Beisel, 1995; Cárcamo, 2006; Herpoel, 1997; López de Abiada, 1991; Paatz, 2005); son, más bien, la reflexión continua sobre las posibilidades de la representación de la memoria y el olvido y la continua reescritura del proceso mnemotécnico que distinguen la producción textual de Llamazares de la de muchos otros autores. En ese sentido, la representación de memoria y olvido en sus textos nunca es unidimensional, pero siempre se relaciona con la inevitabilidad del tiempo y con éste de la muerte –la del sujeto literario, la de los recuerdos, la de todos nosotros, e incluso la de la escritura en el caer de las hojas del olvido.

Notas

1 Llamazares destaca en un epígrafe de la novela que el pueblo de ese nombre existe y que quedó abandonado completamente en 1970 (1988: 8). Con respecto a la historia del pueblo, su abandono en el siglo XX y los paralelos entre la historia y su representación en la novela, cfr. Kunz (1998). En parte gracias a la novela, el pueblo deshabitado se ha convertido en destino para senderistas, como se puede desprender de las entradas en internet que se refieren a Ainielle.

2 El reclutamiento masivo de migrantes del sur de Europa por parte del gobierno de la República Federal de Alemania comienza a mediados de la década de 1950.

3 El aparato estatal de represión fue responsable de unos 140.000 mil muertos o “desaparecidos” hasta la década de 1950 (Bernecker, 2012: 73). Cf., para una historia de la represión y de los “desaparecidos”, Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (2000) y Silva y Macías (2003).

4 Cf., con respecto a la importancia de las metáforas en La lluvia amarilla, Baah (1998) y Pardo Pastor (2002).

5 En Llamazares, la fotografía juega un rol importante para la construcción y la desconstrucción de la memoria. Sobre todo en su novela Escenas de cine mudo (Llamazares 1994) desarrolla una teoría de la función de la fotografía como catalizador de los recuerdos, pero al mismo tiempo destaca la función de la fotografía como instrumento que quita a los recuerdos su dinámica y hasta los congela (Schmidt-Welle 2012: 251-256).

6 Digo “natural” entre comillas porque según investigaciones recientes de las neurociencias, no olvidamos casi nada de lo que una vez se ha almacenado en la memoria autobiográfica, si no ocurren casos de amnesia. Al mismo tiempo, no todos los recuerdos son accesibles en cada momento de la vida (Markowitsch, 2009: 49-66; 2012: 20).

7 En estas frases, Llamazares capta exactamente el funcionamiento de la memoria autobiográfica que han detectado las neurociencias. Según investigaciones recientes, ese sistema de memoria considera el contexto e incluye una valoración emocional; además, basta un estímulo ambiental para estimular el recuerdo de la situación o el evento inicial del cual nos acordamos (Markowitsch, 2009: 74; 2012: 19-21).

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