Olivar, noviembre 2019-abril 2020, vol. 19, n°30, e063. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Las víctimas en el cine tras el cese definitivo del terrorismo de ETA (2012-2017): memoria, reconciliación y humor

Roncesvalles Labiano

Facultad de Comunicación - Universidad de Navarra, España

Cita sugerida: Labiano, R. (2019). Las víctimas en el cine tras el cese definitivo del terrorismo de ETA (2012-2017): memoria, reconciliación y humor. Olivar, 19 (30), e063. https://doi.org/10.24215/18524478e063

Resumen: Este artículo explora la representación de las víctimas en los largometrajes cinematográficos en torno al terrorismo en Euskadi estrenados tras el anuncio del cese definitivo de la “actividad armada” de ETA en 2011. El cine, como testigo y agente de la historia, ha transmitido las nuevas preocupaciones, debates y perspectivas sobre el pasado y el futuro en el País Vasco que han surgido o se han consolidado en los últimos años. Buena parte de ellos aluden a las víctimas o las tienen como protagonistas. Como se observa en estas páginas, los cineastas han transmitido a través de su obra una imagen determinada de este colectivo y su memoria y le han atribuido distintos roles, más o menos activos, para el futuro.

Palabras clave: Palabras clave: Cine español, Terrorismo, Cese definitivo de la “actividad armada”, ETA, Víctimas.

The victims in the cinema after the definitive cessation of terrorism of ETA (2012-2017): memory, reconciliation and humor

Abstract: This article explores the representation of the victims in feature films about terrorism in Euskadi released after the announcement of the definitive cessation of the “armed activity” of ETA in 2011. Cinema, as witness and agent of history, has transmitted new concerns, debates and perspectives about past and future in the Basque Country that have emerged or have consolidated in recent years. Many of them allude to the victims or have them as protagonists. As these pages will show, filmmakers have transmitted through their work a certain image of this collective and their memory and have assigned them different roles, more or less active, for the future.

Keywords: Spanish cinema, Terrorism, Definitive cessation of the “armed activity”, ETA, Victims.

El 20 de octubre de 2011, la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA) anunció el cese definitivo de su “actividad armada”, un final que se venía gestando desde hacía tiempo. Un informe del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, titulado Las claves de la derrota de ETA y firmado por Florencio Domínguez (2017), explica el proceso desde sus inicios y concluye que, aunque la organización terrorista y su entorno presentan el abandono de la violencia como una decisión unilateral, “se ha tratado de una decisión forzada por el Estado que, a través de sus herramientas judiciales y policiales, había conducido a la banda a la impotencia operativa” (2017, p. 63). La organización volvió con fuerza de la tregua de 1998-1999, pero las sucesivas detenciones y desmantelamientos de comandos la debilitaron y provocaron conflictos internos, una situación de la que no pudo recuperarse. A ello se sumó la aprobación de la Ley de Partidos (2002), que permitía ilegalizar aquellas formaciones políticas que defendieran la violencia, y que tuvo como consecuencia la ilegalización de HB-Batasuna. Como señala Domínguez, “los dirigentes del entorno político asumieron que la derrota de ETA les podía arrastrar a ellos si no marcaban distancias a tiempo” (2017, p. 63), y eso hicieron. Por primera vez, la cúpula de la organización terrorista, débil, no pudo imponerse al brazo político de la izquierda abertzale, que vio necesario distanciarse de la violencia y defender el final del terrorismo para no caer. A principios de 2010, ETA paralizó de forma definitiva su actividad terrorista.

El fin de los atentados abrió una nueva etapa a nivel político y social en el País Vasco, pero también en el resto de España. Entre otras cosas, ha permitido que los ciudadanos se sientan más seguros y libres para expresarse. También ha generado debates sobre el modo de afrontar esta nueva era sin terrorismo: ¿es necesario recordar lo ocurrido?, ¿es mejor olvidar y pasar página?, ¿cómo se reconstruye una sociedad rota por la violencia?

Esa mayor libertad y las distintas miradas sobre el pasado y el futuro se han reflejado también en el ámbito de la creación cultural sobre ETA, incluido el cine. Varios directores se han acercado al tema desde distintas perspectivas, sin romper con la línea de las producciones de años anteriores, pero introduciendo novedades. Estas páginas se dedican a observar esos cambios, continuidades y debates desde una perspectiva concreta: la de la representación de las víctimas.

La elección del enfoque se explica por el momento histórico en el que nos encontramos: estamos viviendo, como han señalado numerosos expertos de distintas disciplinas y orígenes (Castells y Rivera, 2015; Eliacheff y Soulez Larivière, 2009; Judt, 2006; Mate, 2008; Sánchez Biosca, 2011; Wieviorka, 2011), la “era de las víctimas”. Paulatinamente, estas se han convertido en foco de atención en todos los ámbitos de estudio (Historia, Sociología, Derecho, Comunicación, etc.), una atención académica que ha tenido su correlato en la práctica: en la legislación, la política, la vida social, y, por supuesto, en el campo cultural. También, porque los debates sobre cómo afrontar esta nueva etapa involucran en muchos casos a los damnificados y su memoria. Y, en tercer lugar, la elección del enfoque se debe al gran protagonismo que ya adquirieron las víctimas en el cine de los años previos a 2011 (v. Martínez Álvarez, 2017; De Pablo, 2017). Por ello, antes de abordar las producciones de la etapa más reciente, parece oportuno resumir las características esenciales del periodo anterior.

Precedentes: las víctimas en el cine de la primera década del siglo XXI

Los diez o doce años previos a 2011 estuvieron marcados fundamentalmente por el protagonismo social de las víctimas, en el centro del espacio público sobre todo desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997 y tras la ruptura de la tregua de ETA a finales de 1999.

Esa centralidad de los damnificados por el terrorismo también llegó al cine, que los convirtió en protagonistas de documentales como Asesinato en febrero (Eterio Ortega, 2001) y Trece entre mil (Iñaki Arteta, 2005), y de filmes de ficción como Todos estamos invitados (Manuel Gutiérrez Aragón, 2008) o La casa de mi padre (Gorka Merchán, 2008). De Pablo (2016, p. 32) señala que esta presencia cinematográfica de víctimas de ETA generó una reacción por parte de la izquierda abertzale, que comenzó a crear documentales sobre sus propias víctimas (presos y familiares, etarras exiliados, asesinados por los GAL, torturados…): Haizea eta sustraiak (Iñaki Agirre, 2007) o Itsasoaren alaba (Jose Martínez, 2009). En ese sentido, el mundo audiovisual reflejaba y contribuía a la denominada batalla del relato sobre el terrorismo en Euskadi. Por último, en los momentos previos al anuncio de 2011, la evidente decadencia de ETA y el distanciamiento de muchos nacionalistas respecto a la violencia quedaron reflejados en películas como Al final del túnel (Eterio Ortega, 2011).

En esa década, el cine también recogió la crispación política entre los partidos nacionalistas y los llamados constitucionalistas que surgió a finales de los noventa, tras el Pacto de Estella. Como explica De Pablo (2017, p. 444), esa crispación se reflejó en la gran pantalla y también fuera de ella. La polémica que suscitó el estreno del documental La pelota vasca, de Julio Medem (v. Barrenetxea, 2006), es buena muestra de ello.

Todo lo anterior apoya la idea de que el cine puede ser, en palabras de Marc Ferro (1980, 1995), “testigo” y “agente” de la historia.1 En general, toda obra audiovisual, se centre en un tema histórico o no, suele conservar huellas del momento de su producción y, además, contribuye a la formación de la memoria colectiva sobre la cuestión que trata.

Por eso, cabe ahora preguntarse por las películas sobre la cuestión vasca posteriores a 2011: ¿ha habido cambios importantes respecto a la producción anterior?, ¿continúan reflejando y contribuyendo a la denominada batalla por el relato?, ¿siguen dando un papel protagonista a las víctimas?, ¿cómo aparecen estas representadas? Como veremos, cine y realidad siguen yendo de la mano.

Memoria y justicia para las víctimas

La memoria de las víctimas, uno de los grandes temas de la etapa anterior, mantiene su fuerza. Iñaki Arteta sigue siendo el adalid de los damnificados por ETA, cuyo testimonio considera urgente recoger (v. Richart, 2014), y estrena dos nuevos documentales centrados en ellos: 1980 (2014) y Contra la impunidad (2016). El primero fue producido “en memoria de todas las personas asesinadas en 1980” (1980, 2014, min. 59:40-59:43), el año más sangriento en la historia de ETA. El segundo, además de defender la necesidad de memoria, denuncia la impunidad de la que disfrutan todavía los autores de 324 atentados sin resolver o cuyos ejecutores no han sido juzgados.

El eje conductor de los dos filmes es la memoria de las víctimas, que son recordadas por sus familiares. Estos narran sus casos en un tono personal y emotivo: cada protagonista cuenta cómo fue el atentado que le afectó y, en el caso de Contra la impunidad, cómo ha quedado sin resolver o juzgar y su desamparo e impotencia ante la situación. En ambas obras, estos testimonios aportan una perspectiva cercana, positiva y humana de los asesinados, objeto de la nostalgia y del amor de sus hijos, hermanos o esposas. Además, Arteta utiliza recursos variados (música emotiva, primeros planos, fotografías o vídeos familiares) para acercar al espectador a la víctima y aumentar la emoción. El contrapunto objetivo lo aportan las voces de expertos de distintos ámbitos –historiadores, periodistas, políticos, jueces, personajes de la vida social y cultural vasca– que intercalan explicaciones. En 1980, hablan sobre acontecimientos de aquel año que les dan pie para tratar temas como la extorsión económica, el apoyo social del que gozaba ETA, el miedo en la sociedad vasca o los abusos policiales, mientras en Contra la impunidad se dedican sobre todo a contextualizar, reflexionar o explicar los mecanismos judiciales y qué ha llevado a que exista tal cantidad de casos sin juzgar.

La idea de la memoria también subyace en 249. La noche que una becaria encontró a Emiliano Revilla (Luis María Ferrández, 2016), un “docudrama ficcionado”, según lo califica su director, que recuerda y recrea la noche de la liberación de Revilla, secuestrado por ETA durante 249 días en 1988. “En España había una pérdida de memoria en general y […] el cine tiene un compromiso de rescatar cosas que han ocurrido en el pasado para no repetirlas en el futuro”, señala Ferrández como motivación de la obra (v. eldiario.es, 2016). Aunque la verdadera protagonista de la cinta es la periodista María José Sáez, la primera persona que vio al empresario a su regreso, el filme es un ejemplo de la atención del cine a los damnificados por el terrorismo.

Frente a esta perspectiva, surgen documentales que reivindican la memoria de lo que el nacionalismo radical llama “víctimas del Estado opresor”. Como ha explicado De Pablo (2016, p. 32), esta corriente ya había comenzado antes de 2011 como respuesta a la llegada de víctimas de ETA al cine.

El mejor ejemplo es Barrura begiratzeko leihoak/ Ventanas al interior (Josu Martínez, Txaber Larreategi, Eneko Olasagasti, Mireia Gabilondo y Enara Goikoetxea, 2012). En él se cuentan cinco historias personales de presos relacionados con ETA. Los encarcelados y sus familiares y amigos narran de primera mano la historia de su detención y su experiencia entre rejas. Todos los recursos, también la música, enfatizan la cara humana y el sufrimiento de los presos, pero apenas se alude a la causa que les llevó a la cárcel. La organización nunca se califica como terrorista ni sus acciones como asesinatos. Por el contrario, sus miembros y simpatizantes son representados como las principales víctimas del conflicto, que sufren encarcelados. En ningún momento los presos hacen autocrítica, como sí ocurre en otros documentales como Al final del túnel (Eterio Ortega, 2011).

La única referencia a los asesinados por ETA –a los que no se califica como víctimas– aparece en la introducción, cuando el narrador apunta:

En los últimos 50 años ETA ha matado a 829 personas y secuestrado a 79. Muchos políticos, jueces, empresarios y periodistas han vivido protegidos con escolta. En el mismo periodo, el Estado Español ha detenido a 21.000 vascos y ha causado 474 muertos mediante diferentes formas de represión. Alrededor de 10.000 personas han denunciado que han sido torturadas en las comisarías españolas (Barrura begiratzeko leihoak, 2012, min. 00:00:59-00:01:33).

Estas cifras parecen buscar dar objetividad al relato, defendido por la izquierda abertzale tradicional, de que lo ocurrido en Euskadi en las últimas décadas ha sido un enfrentamiento entre dos bandos equiparables y de que el nacimiento de ETA fue la consecuencia inevitable de un conflicto histórico entre Euskal Herria y el Estado español, del que este último sería el culpable original. Como apunta De Pablo (2016, p. 33n), esos datos proceden de la Fundación Euskal Memoria-Euskal Memoria Fundazioa, un organismo creado en 2009 precisamente para divulgar esa narrativa a través de la recuperación y la divulgación de determinada memoria2. Una memoria que, según advierten historiadores como José Antonio Pérez Pérez (2016) o Luis Castells (2018), entre otros, es selectiva, instrumental y está separada de la historia, pues la historia muestra que lo ocurrido en Euskadi en los últimos cincuenta años no ha sido un enfrentamiento entre dos bandos equiparables. Es cierto que ha habido otras violencias además de la de ETA, pero ninguna con la dimensión, el alcance y el significado político que ha tenido esta (v. López Romo, 2014; Arregi, 2015; Castells, 2014, 2018).

Miradas personales sobre el conflicto

Por otro lado, se han estrenado documentales como Asier eta biok (Aitor Merino y Amaia Merino, 2013) y Echevarriatik, Etxeberriara (Ander Iriarte, 2014) que, también sobre la base del conflicto, ofrecen una mirada algo distinta. Los dos están dirigidos por jóvenes vascos que salieron de Euskadi a estudiar o trabajar –a Madrid y Barcelona, respectivamente– y vuelven la vista a su lugar de origen para tratar de explicar –explicarse– lo ocurrido y reflexionar sobre el pasado y el futuro del conflicto, aunque sus obras presentan grandes diferencias.

Aitor Merino es codirector, protagonista y narrador en primera persona de Asier eta biok, donde trata la historia de su amistad con el etarra Asier Aranguren. Como señala De Pablo, esta película “permite acercarse a las implicaciones personales, familiares y sociales de la militancia de ETA, con cierta ingenuidad, pero sin dejar a un lado el rechazo a la violencia, no solo por razones tácticas sino también morales” (2016, p. 33n). En todo momento, Merino se muestra contrario al uso de la violencia “viniera de donde viniera” –critica la de ETA, la de los GAL, las torturas y las actuaciones desproporcionadas de la policía, que él mismo vivió y relata– y habla de lo complicado que era no estar “totalmente ni con unos ni con otros”. En general, plantea una interesante reflexión sobre la colisión entre la ética y la amistad: “¿Pueden unos principios éticos racionales ser más importantes que el afecto?” (Merino y Merino, 2013, min. 01:23:00-01:23:40).

En este documental, la presencia de las víctimas de ETA es indirecta y reducida, pero tiene cierto interés. Se incluyen imágenes de varias de ellas y se nombran tres atentados muy conocidos: los de Yoyes, Hipercor y Carrero Blanco. Los dos primeros se mencionan en la explicación de la historia de ETA, mientras el tercero aparece en una conversación entre Aranguren y su madre. Durante una cena, ella recuerda las celebraciones tras el atentado contra el presidente del Gobierno franquista y recuerda también su pensamiento de entonces: “Qué barbaridad, es un ser humano” (Merino y Merino, 2013, min. 01:07:40-01:08:09). Este detalle es relevante ―y especialmente en boca de la madre de un miembro de ETA― porque apunta a la humanidad de un asesinado que generalmente es recordado y representado –también en el cine– como símbolo del régimen franquista, no como víctima.3

Por su parte, Ander Iriarte vertebra su documental a partir de testimonios de habitantes de Oiartzun, todos simpatizantes abertzales y la mayoría cercanos a Sortu, heredera de Herri Batasuna. Entre ellos hay familiares de presos, personas que narran las torturas sufridas en comisaría y miembros o exmiembros de ETA como Iñaki Sarasketa, quien, según las últimas investigaciones de Fernández Soldevilla (2018), podría haber participado activamente, y no solo como testigo –versión sostenida por él–, en el primer asesinato cometido por la organización en 1968. Como la mayoría de sus vecinos, Iriarte es abiertamente abertzale y eso se refleja en la visión del problema vasco que ofrece el documental; una visión que, admite, es subjetiva (v. Alonso, 2014). Aunque algunos protagonistas hablan de paz y reconciliación de cara al futuro, no hay una crítica a la violencia pasada de ETA, la mayoría de voces sostienen un relato justificador. En este sentido, el documental se parece a Barrura begiratzeko leihoak/ Ventanas al interior, aunque, a diferencia de este, el de Iriarte menciona a algunas víctimas concretas de la organización.

La que recibe más atención es Antonio Echevarría, alcalde de Oiartzun asesinado por ETA en 1975, aunque apenas se le dedica tiempo y siempre se destaca su carácter “franquista”. Al final se muestra una fotografía en la que posa joven y sonriente con una mujer y un niño al lado. “Me siento extraño al ponerle cara” (Iriarte, 2014, min. 01:26:25-01:26:45), dice el director reconociendo la humanidad del asesinado.

De la posibilidad de acercarse al otro a través de lo humano habla Lide Martiarena, mujer de un preso de ETA. Cuenta que dio a luz en el mismo día y lugar que la nuera de un asesinado por la organización y que, pese a sus diferencias, las dos mujeres se llevan bien: “Yo creo que es una cuestión de humanidad. Yo la veo como a una madre. Es una buena persona, yo la veo así. Y creo que ella también me considera a mí como persona y no como…” (Iriarte, 2014, min. 01:22:00-01:22:18). La mujer también hace referencia a esa empatía en el relato del juicio contra su marido, acusado de matar a un concejal del Partido Socialista de Euskadi (PSE). En el juzgado, Martiarena se encontró con la madre del asesinado, que lloraba. Así lo cuenta:

Sé que la utilizaron pero yo comprendía su dolor, porque la víctima era su hijo. Y aquello me hizo ver que… Ostra, los demás también sufren. Todas las historias tienen dos caras. Y yo entendía la mía pero también la de los otros. (Iriarte, 2014, min. 00:29:45-00:30:10)

Sin embargo, mientras el sufrimiento de las víctimas de ETA –siempre planteado como consecuencia del conflicto– aparece mencionado por terceros, el de aquellas causadas por un supuesto Estado opresor se recoge en primera persona. Varios protagonistas, como Ixiar Galardi o Xumo, cuentan con detalle cómo fueron torturados. Sus testimonios se intercalan y forman una de las secuencias más largas y estremecedoras del documental. En ese sentido, el tratamiento de las víctimas del Estado es mucho más profundo y emotivo que el de las provocadas por ETA.

“Para avanzar en la resolución del conflicto tenemos que reconocer a todas las víctimas” (Iriarte, 2014, min. 01:26:25-01:27:02), señala la alcaldesa de Oiartzun (Bildu) en una de las últimas intervenciones del documental. Después de varios segundos de silencio y dudas, esa es la respuesta que da a Iriarte cuando este le pregunta si sería posible que el Ayuntamiento hiciera algo para recuperar la memoria de Antonio Echevarría y del resto de “caídos en el conflicto”, igual que se está haciendo con las víctimas de la guerra civil, los presos vinculados a la organización y los etarras exiliados (Iriarte, 2014, min. 01:25:19-01:26:23).

Reconciliación y reconocimiento de todas las víctimas

La idea del reconocimiento de todos los sufrimientos como paso necesario para la reconciliación o la convivencia es una de las más repetidas por el nacionalismo vasco en los últimos años. Es un discurso “originariamente basado” en la tesis del conflicto (Pérez Pérez, 2016) y que, bajo el paraguas de las violaciones de los derechos humanos, engloba a todos los que han sufrido desde la guerra civil hasta la actualidad. El problema, señalan historiadores como Pérez Pérez (2016) o Castells y Rivera (2015; Castells, 2018), es que esa perspectiva carece de una mirada histórica, documentada y rigurosa que sitúe cada hecho en su contexto y señale las responsabilidades personales pertinentes. No se puede mezclar a las víctimas de la guerra civil con las del terrorismo. No se es fiel a la verdad si no se cuenta que ETA fue responsable del 92% de las muertes por terrorismo entre 1968 y 2010 (v. López Romo, 2014), que fue la única que contó con un amplio respaldo social, y que sus víctimas estuvieron abandonadas durante mucho tiempo.

Esa corriente ha tenido reflejo directo en el ámbito audiovisual. Como señala De Pablo (2016, p. 38), se identifica fácilmente en varias producciones que ha ayudado a financiar la Secretaría de Paz y Convivencia del Gobierno vasco ―creada después del anuncio del cese de la violencia por parte de ETA y ahora llamada Secretaría General de Derechos Humanos, Convivencia y Cooperación―4, desde donde se trabaja por extender la perspectiva de la superación de la confrontación, la reconciliación y la memoria de todas las víctimas.

La película de ficción Lasa y Zabala (Pablo Malo, 2014), que recibió ayudas del Gobierno vasco y de otras instituciones, es una de las que hace referencia a la necesidad de reconocimiento de las víctimas de uno y otro lado para “seguir adelante”. El filme recoge, bastante fielmente –se basa en el sumario judicial–, el caso real de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, dos miembros de ETA secuestrados, torturados y asesinados por los GAL en 1983. Sus cuerpos aparecieron en 1985, pero no se identificaron hasta 1995, cuando fueron devueltos al País Vasco y comenzó la investigación para esclarecer las torturas y muertes. El proceso se saldó con varios condenados, entre ellos miembros de la Guardia Civil, que en pocos años volvieron a pisar la calle aunque sus penas alcanzaban los 365 años de cárcel.

Lasa y Zabala es una película sobre los GAL y no sobre ETA. Esta apenas aparece –de hecho, apenas se alude a la pertenencia de Lasa y Zabala, a los que se identifica como “refugiados vascos”, a la organización– y tampoco sus víctimas. En cambio, las torturas y asesinatos de los dos jóvenes a manos de los GAL se muestran de forma muy explícita. Con motivo del estreno, el director explicó que había “contado esta salvajada […] igual que podía haber contado la salvajada que ETA hizo con el asesinato de Miguel Ángel Blanco o el terrible secuestro sufrido por José Antonio Ortega Lara” (v. García, 2014) y que, si hubiera incluido un atentado etarra en su película, “habría podido parecer algo anecdótico” (v. Ruiz Valdibia, 2014). Pero quizá no sea algo tan anecdótico si se tiene en cuenta que los GAL nacieron en respuesta a ETA y que esta cometió en 1983 el 89% de los asesinatos relacionados con la cuestión vasca (López Romo, 2014, p. 165).

La política a primer plano

Desde 2011 se han estrenado también documentales que parecen coincidir en la idea de que la violencia ha acabado pero el problema de fondo, todavía sin resolver, es político. En algunos de esos filmes ―que reflejan perspectivas muy distintas sobre ETA― las víctimas no aparecen en ningún momento, en otros se mencionan de forma genérica y en otros aportan su testimonio, pero nunca son el eje central.

En Gazta zati bat/A piece of cheese (Jon Maia, 2012), por ejemplo, las víctimas no aparecen. La obra trata sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos y habla de los pasos políticos que pueden darse en el futuro más que del problema de la violencia, que se presenta como algo pasado. Al principio, se explica que existe un conflicto histórico y que en ese marco surgió un “movimiento armado formado por ciudadanos” (Maia, 2012, min. 00:07:06-00:07:14) y el clima de violencia inundó la vida cotidiana –violencia que, a juzgar por las imágenes de la policía cargando contra la población, venía de un lado concreto–. Más adelante se aborda el anuncio del alto el fuego definitivo de ETA, lo que contribuye a la idea de que la violencia –nunca terrorismo– y, por tanto, sus víctimas son algo del pasado y que es mejor mirar hacia delante.

Por otro lado, Memorias de un conspirador (Ángel Amigo, 2013) y El fin de ETA (Justin Webster, 2016) se centran en las conversaciones entre el parlamentario del PSE Jesús Eguiguren y miembros de Batasuna, primero, y ETA, después, entre 2000 y 2006. Sobre ese proceso también versará la comedia Negociador (Borja Cobeaga, 2014).

Tanto Memorias de un conspirador como El fin de ETA transmiten la idea de que el abandono de las armas por parte de la organización terrorista fue fruto sobre todo de la acción política y el diálogo con el nacionalismo vasco radical, que decidió dar un paso hacia la paz. De ese modo, minimizan la relevancia de la acción policial y judicial, que en los últimos años ejerció una presión constante sobre la organización que derivó en una pérdida de miembros, material y financiación, lo que hizo de ETA un grupo cada vez menos capaz de llevar a cabo acciones efectivas y llevó a su entorno político a alejarse de él (Domínguez Iribarren, 2012; 2017).

De los dos documentales, hay uno, El fin de ETA, que presenta un planteamiento interesante sobre la variedad dentro del colectivo de víctimas del terrorismo y su visión sobre el diálogo con ETA y el alto el fuego definitivo.

Por un lado aparece Alfonso Sánchez ―presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) entre 2016 y 2018―, que con 19 años fue víctima del atentado contra la Guardia Civil en la plaza República Argentina de Madrid (1986). Sánchez, entonces guardia civil en activo, cuenta emocionado cómo vivió el atentado y se muestra contrario al diálogo con ETA, pues sería “ceder a su chantaje” (2016, min. 00:20:15-00:22:10). También se muestra escéptico ante el alto el fuego: “Mientras no entreguen las armas […] creemos que ETA por supuesto no está derrotada” (2016, min. 01:42:38-01:42:56).

La segunda víctima tiene una postura contraria. Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, exgobernador civil de Gipuzkoa asesinado por ETA en el 2000, apoyó el proceso de diálogo desde el principio y apunta que cree que a su marido lo mataron “porque era uno de esos hombres que intentaba hacer puentes entre distintos para, de alguna forma, conseguir la paz” (2011, min. 00:36:36-00:36:50). Ante su lápida, cuenta cómo aceptó la propuesta de reunirse con Ibon Etxezarreta, uno de los etarras implicados en el asesinato: era poner su “granito de arena en la convivencia” (2011, min. 01:30:29-01:30:35). Por su parte, Etxezarreta también aporta su testimonio y apunta que “es de sentido común reconocer que es una barbaridad” lo que hicieron (2011, min. 01:30:20-01:30:26). Ese encuentro permite situar este documental en el tercer espacio que aboga por el reconocimiento del sufrimiento de todas las víctimas y la reconciliación. La voz de Maixabel Lasa cierra el documental:

Yo no sé lo que pasará dentro de cien años, pero me gustaría que se conozca lo que ha pasado estos cuarenta terribles años, o cincuenta. Que no habrá un relato solamente, también estoy convencida de eso […]. Pero que no se trate de poner equidistancias. Es verdad que ha sufrido todo el mundo, pero algunos hemos sufrido injustamente. Te hace pensar que el respeto es lo más importante entre distintas personas y, si hay respeto, pues hay convivencia y hay futuro (2011, min. 01:43:33-01:44:17).

Sánchez y Lasa representan dos perfiles de víctimas distintos: el primero es primaria y de los años ochenta y la segunda es secundaria5 y del año 2000; uno es presidente de la AVT y la otra no representa a ningún colectivo civil ―aunque durante once años estuvo al frente de la Dirección de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno vasco―; él es contrario al diálogo con ETA y escéptico ante el fin de violencia, mientras que ella se posiciona a favor del encuentro, tiene una visión positiva del fin de ETA y parece más optimista de cara al futuro, para el que cree necesario el reconocimiento de todos los sufrimientos, pero sin equidistancias. El que ella tenga mayor presencia en pantalla y que tenga la última palabra da peso a su figura y parece dejar entrever la postura de Webster ante el problema, el futuro y las víctimas.

Los testimonios paralelos de Lasa y Sánchez son una muestra de la variedad existente entre las víctimas de ETA, pero también de que, en el marco del discurso sobre la convivencia y la superación de la confrontación —del conflicto—, a veces se ha dibujado una oposición entre aquellas víctimas esperanzadas —como Lasa— y aquellas resentidas —en cierto modo, esta es la representación de Sánchez—. No es inusual que a estas segundas se las presente como personas ancladas en el pasado y como un obstáculo para la convivencia.

La venganza de las víctimas

El encuentro entre víctima y victimario se encuentra también, aunque de manera distinta, en las películas de ficción Fuego (Luis Marías, 2014) y Lejos del mar (Imanol Uribe, 2015). Ambas exploran un territorio común: la posibilidad de venganza de las víctimas del terrorismo. Un tema que ya había abordado la película La playa de los galgos (Mario Camus, 2002) y, mucho antes, la novela La costumbre de morir (Raúl Guerra Garrido, 1981).

Carlos, protagonista de Fuego, es un policía que sufre un atentado del que sale ileso pero que se lleva por delante a su mujer y las dos piernas de su hija. Trece años después, decide ejecutar su venganza contra los familiares de quien le hizo daño, un deseo que le quema desde el atentado. Para ello se traslada a Lekeitio, donde contacta con la mujer del etarra encarcelado. Ella tiene un hijo con síndrome de Down al que no le ha contado lo que hizo su padre y al que intenta educar lejos del odio. Poco a poco, con el roce diario, la relación entre los tres personajes se hace más cercana, pero Carlos sigue decidido a ejecutar su plan. Solo lo abandonará en el último momento.

Lejos del mar, por su parte, tiene como protagonista a una mujer, Marina. Ella era solo una niña que paseaba con su padre, comandante del Ejército, cuando dos etarras lo mataron. Desde entonces, Marina ha recordado el rostro del asesino cada día de su vida, aparentemente normal. Cuando, veintisiete años después, se lo encuentra por casualidad, no duda en tomar el arma de su padre y disparar al etarra, ahora excarcelado y arrepentido, que le destrozó la vida. Pronto se arrepiente y se dedicará a cuidarle. Poco a poco, la relación entre ambos se estrecha y la trama se vuelve bastante inverosímil. Al final, ni uno ni otro conseguirán escapar del pasado. El final es trágico y pesimista, algo que, según Uribe, era inevitable (v. García, 2015).

En la vida real, las víctimas no se han tomado la justicia por su mano. Solo hay un caso aislado que pone esto en duda: Ricardo Sáenz de Ynestrillas, hijo de un mando militar al que ETA mató en 1986, fue acusado de participar supuestamente en el asesinato del diputado de HB Josu Muguruza en 1989, aunque resultó absuelto en el juicio. Lo excepcional de ese caso hace que repetir la idea de la venganza en la gran pantalla pueda dar una imagen distorsionada de lo ocurrido, como advierte De Pablo (2016, p. 39).

Por otra parte, ambos filmes presentan a personas –víctima y victimario– que sufren y que, al final, reconocen su dolor mutuamente. Marías, director de Fuego, explicó al diario ABC que su intención era:

Mostrar personajes opuestos a nosotros para ver si podemos aceptar su dolor. Me daría con un canto en los dientes, la sociedad necesita aceptar el dolor de los que han sufrido. Empiezas no sé si a perdonar, pero es el primer paso para una convivencia sana. (v. Pazos, 2014)

Palabras similares utilizó Uribe, quien dijo que pretendía “profundizar en esos sentimientos tan personales de dos personas que arrastran una tragedia inmensa” (García, 2015). Los dos sufren, pero, ¿pueden equipararse la “tragedia” de la hija de un asesinado y la de su asesino arrepentido?

Además, cuando se produce el encuentro entre los ‘dos lados’, hay una gran diferencia en la caracterización de cada uno. Tanto el etarra de Lejos del mar como la mujer del preso en Fuego ya han completado un proceso de arrepentimiento, se han alejado de la violencia y el odio y han cumplido el castigo que les ha redimido. Marina y Carlos, sin embargo, se representan como personas que no han perdonado, ancladas en el pasado, y a las que se insta a acercarse al ‘otro lado’ para comprender su sufrimiento.

Humor para abordar la tragedia

El final de la violencia ha facilitado la producción de filmes que abordan el terrorismo a través del humor. Aunque se había intentado hacer antes –Cómo levantar mil kilos (Antonio Hernández, 1991)–, el fracaso en taquilla había sido rotundo, algo que cambia completamente en este periodo.

En esta nueva etapa, varias comedias tratan el tema de ETA de forma más o menos explícita. Una de ellas es Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014), la película más taquillera de la historia del cine en España (datos de 2018), con más de nueve millones de espectadores. Este filme, que cuenta la historia de amor entre un andaluz y una vasca, refleja de forma cómica temas como la kale borroka e incluye entre los personajes secundarios a Merche, viuda de un guardia civil que, casi inevitablemente, el espectador identifica como víctima de ETA.

Del mismo año es Negociador (Borja Cobeaga, 2014), que compone una versión libre sobre la negociación de 2005 y 2006 entre Eguiguren, representante del Gobierno del PSOE, y los representantes de ETA. En esta tragicomedia, en la que prima “un humor doliente, negrísimo, brillante, trágico y atroz”, como lo ha definido el crítico Javier Ocaña (2015), las víctimas juegan un papel importante pero siempre indirecto. Su presencia planea sobre las conversaciones, sobre todo al final, cuando un personaje que representa al jefe militar de ETA amenaza al personaje que remite a Eguiguren: “Pues tú te puedes ir comprando seis corbatas negras” (Cobeaga, 2014, min. 00:59:46-00:59:52). Minutos después, el protagonista estrena una de esas prendas (2014, min. 01:06:46-01:07:45), una referencia simbólica, indirecta, sutil, pero muy clara a la muerte. La amenaza se ha cumplido.

Cobeaga vuelve al humor negro en Fe de etarras (2017), en la que no aparecen víctimas pero que presenta una crítica dura al terrorismo. Esta vez, el protagonista es un comando que espera en un piso franco la llamada del jefe para ponerse en acción. El grupo está formado por un veterano al que todos consideran un cobarde, una pareja cuya relación depende de la suerte de la organización y un joven de Albacete que quiere unirse a ETA para sentirse Silvester Stallone.

A raíz de estas películas se ha avivado un debate sobre los límites del humor, que ya habían suscitado antes filmes como La vida es bella (v. Baer, 2006). ¿Es correcto hacer comedia de un tema tan delicado? ¿Ha pasado el tiempo suficiente? ¿Puede cualquiera bromear sobre esto o solo las víctimas tienen derecho?

Ocho apellidos vascos es una de las obras que ha generado más debate, algo que seguramente se explique por el éxito comercial que ha alcanzado. Por un lado se encuentran quienes consideran Ocho apellidos vascos un paso hacia la superación del problema y las diferencias. El periodista Luis Martínez (2014), por ejemplo, califica el filme como “testigo único, solitario y necesario de que la seriedad nada tiene que ver con lo solemne”, y Ricardo de Querol (2015) señala que es “humor que nos une riéndose de lo que nos separa”. Por otro lado están quienes, como la escritora Edurne Portela, censuran que se ponga a esta película como ejemplo de ‘normalización’ en el País Vasco. Portela (2016, p. 82-84) apunta que se trata de una afirmación acrítica, triunfalista y peligrosa, y califica de superficial e inadecuado, por banalizador, el tratamiento humorístico del terrorismo y las víctimas en el filme. La autora vasca hace una valoración algo más generosa del humor de Negociador, que considera más sofisticado y profundo. Aun así, se muestra escéptica ante la posibilidad ―y la propiedad― de tratar el tema a través de la comedia: “Antes de ese humor debemos ventilar nuestros trapos sucios. Tal vez después tengamos derecho a reírnos de ello, aunque yo personalmente lo dudo” (2016, p. 85). Algo parecido señalaba Jon Juaristi, miembro de la ETA de los primeros años y después firme activista contra el terrorismo y amenazado por la organización, en las páginas de opinión del periódico ABC después de ver Ocho apellidos vascos: “La tragedia de ETA sigue formando parte del paisaje cotidiano del País Vasco, y se resiste a su transformación en comedia” (Juaristi, 2014, p. 16).

En relación con esto, el cineasta Borja Cobeaga plantea una reflexión: el problema no es el tema, porque se puede hacer comedia sobre cualquier cosa, sino el enfoque. “Si haces humor sobre el Holocausto o ETA, la burla no ha de estar dirigida a la víctima, sino al etarra, al nazi o al del GAL”, explicó el director y guionista al diario El Mundo en 2016 (Rubio Hancock, 2016).

En 2017, el estreno de la siguiente comedia de Cobeaga, Fe de etarras, también generó polémica. En este caso, la raíz fue el anuncio utilizado por la productora, Netflix España, para publicitar el filme: una enorme lona negra sobre la que se podía leer “Yo soooy españooool, españoool, españoooool”, con las tres últimas palabras tachadas en rojo. Hubo víctimas, personajes públicos y ciudadanos desconocidos que se quejaron y animaron a boicotear la película. Alfonso Sánchez, presidente de la AVT, dijo que había familiares que se habían sentido ofendidos y señaló que no se podía “banalizar con el terrorismo de ETA” porque aún había heridas sin cerrar (v. Ormazabal, 2017). Por su parte, la Unión de Guardias Civiles interpuso una denuncia ante la Fiscalía de la Audiencia Nacional por un posible delito de humillación a los damnificados por el terrorismo6. En el sentido contrario, hubo quienes rechazaron esas críticas al filme. Borja Sémper, portavoz del Partido Popular en el Parlamento vasco, publicó varios tuis sobre el tema: “¿Voy a tener que hacer un hilo explicando que una peli que se ríe de los etarras no avala a los etarras?”, “¿Y otro hilo explicando que después de media vida sufriendo a ETA, el derecho a reírme de ellos no me lo quita nadie?” (v. Cadena Ser, 2017). Todo esto muestra que el problema sobre los límites del humor parece lejos de solucionarse.

Conclusiones

Tras el cese definitivo de la “actividad armada” de ETA en 2011, las víctimas han seguido siendo protagonistas en las películas en torno al terrorismo vasco. Cintas muy variadas ―en género, enfoque y tono― han insistido en su dolor y en la necesidad de memoria, tema central una vez que ha acabado la violencia. La reclamación unánime de memoria, sin embargo, ha tenido manifestaciones muy variadas que recuerdan a esa batalla del relato a la que hacen referencia muchos expertos. Como ya ha explicado De Pablo (2016), frente a aquellas obras que defienden la memoria de los asesinados y heridos por ETA, encontramos otras que reclaman la de las víctimas del otro lado, entre las que no solo se integra a los asesinados por grupos terroristas como los GAL o a los torturados por miembros de las FCSE, sino también a los etarras presos o exiliados y a sus familiares. En un punto medio se sitúan los filmes que reclaman el reconocimiento de todas las víctimas para facilitar la reconciliación de la sociedad vasca.

En relación con esa reconciliación, podemos hablar de dos perfiles de víctimas que se dibujan en el cine de estos años. Por un lado, la víctima anclada en el pasado, que no perdona y no acepta el diálogo con sus verdugos, que incluso intenta vengarse. Por otro, la que mira hacia delante, perdona y es capaz de dialogar con quien le ha hecho daño. El problema de esta representación polarizada y de la insistencia en la segunda figura es que, en cierto modo, discrimina a aquellos damnificados que no quieren o no pueden perdonar a sus verdugos.

En ese sentido, el filósofo y teólogo Galo Bilbao Alberdi señalaba ya en 2007 que, mientras el arrepentimiento del agresor es exigible, el otorgamiento de perdón es una cuestión personal y no puede demandarse a todas las víctimas (Bilbao Alberdi, 2007, p. 28). Por su parte, algunos afectados por el terrorismo han advertido del riesgo que puede suponer esa exigencia de “generosidad” por parte de las víctimas, que implicaría la renuncia a derechos como la “reivindicación de justicia, que es a su vez un componente de la reparación” (Savater, Pagazaurtundua, Arregi, Ordóñez, Uriarte, Alonso y Castells, 2018).

En definitiva, la representación de las víctimas en el cine tras el alto el fuego definitivo de ETA bascula entre el recuerdo del pasado –la memoria– y la(s) mirada(s) hacia el futuro –la reclamación de justicia, la reconciliación, el perdón o la construcción del relato–, un reflejo de lo que está ocurriendo en otros ámbitos, como el político, el judicial o el de los colectivos civiles. Como planteó Ferro en su momento, el cine y la realidad caminan de la mano.

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Notas

1 Además de Ferro, otros expertos han abordado la relación cine-historia. Ver Kracauer (1947), Lagny (1997), Rosenstone (1997, 2006), Huerta (2006), o McSweeney (2014).
2 El texto con el que la Fundación se presenta en su web es un buen ejemplo del interés por difundir un relato concreto de lo ocurrido (Fundación Euskal Memoria- Euskal Memoria Fundazioa 2014).
3 Sobre las representaciones culturales y la memoria colectiva sobre este atentado, ver Eser y Peters (2016).
4 Aunque la Secretaría de Paz y Convivencia del Gobierno vasco se constituyó a comienzos de 2013, el relato de la reconciliación y la diversidad de sufrimientos estaba ya presente antes de la creación de ese ente político y del anuncio del alto el fuego definitivo por parte de ETA.
5 Entendemos por víctima primaria aquella que sufre un atentado en primera persona y por víctima secundaria aquella que es familiar de quien sufre el atentado.
6 La Fiscalía archivó la denuncia por no considerar que despliegue del cartel suponía delito de enaltecimiento del terrorismo, a pesar de que pudiera ser un anuncio de “mal gusto” (Pérez, 2017).

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