Olivar, diciembre 2018, vol. 18, n° 28, e042. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Reseña

María Jesús Ruiz (coord.), Crónica popular del doce, Sevilla, Ediciones Alfar, 2014, 333 pp.

Cecilia Stecher

Instituto de Investigaciones en Humanidades y CienciasSociales, Facultad de Humanidades y Ciencias dela Educación Universidad Nacional de La Plata /CONICET, Argentina
Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Cita sugerida: Stecher, C. (2018). [Revisión del libro Crónica popular del doce por M. Jesús Ruiz (coord.)]. Olivar, 18 (28), e042. https://doi.org/10.24215/18524478e042

Cádiz es una provincia con historia, posee un pueblo que se formó a sí mismo, junto con historiadores que recuperaron aquellas historias de antaño para analizarlas, protegerlas y transformarlas en palabras y finalmente colocarlas en este libro de trescientas hojas titulado Crónica popular del doce, editado por Alfar en 2014.

El libro consta de seis capítulos y un epílogo, es una recopilación de distintos autores coordinados por María Jesús Ruiz. En el prólogo se lo presenta como un discurso que “pretende dejar constancia de los usos, hábitos y prácticas culturales del colectivo popular de la provincia de Cádiz en el momento de la emergencia de los nacionalismos, de la construcción de nuevas identidades, y de la invención del folklore” (10). Con este propósito se logra hilar perfectamente los capítulos armando la historia de Cádiz y de su construcción identitaria a partir de la Guerra de la Independencia. El conflicto bélico comenzó en 1808 y finalizó en 1814, periodo por el cual España, Reino Unido y Portugal se levantaron contra el Primer Imperio francés que intentaba coronar a José Bonaparte en España.

El primer capítulo “El pueblo soberano en la ciudad de las Cortes” escrito por Lola Lozano abre el libro con la fecha 1810, explicando que allí comenzaron los acontecimientos relacionados con el ejército francés y la Guerra de la Independencia. El capítulo recorre el rol que tuvo el pueblo en esta guerra, cómo presionaron al intendente Francisco Solano, gobernador de Cádiz en 1808, hasta que finalmente fue vejado, maltratado y luego ahorcado en un intento de expulsar a las tropas francesas de sus tierras. La autora señala que luego de este linchamiento y del poder que demostraron tener estos grupos, el “miedo al pueblo estaba latente entre las clases dirigentes”. Lozano explica el proceso por el cual las masas de personas se convierten en poder, en un poder popular que guía a los soberanos y que asusta a los burgueses, porque dejan de ser los olvidados para transformarse en un conjunto reconocido y capaz de cambiar el curso de la historia. La autora demuestra cómo, en ese período, “el sentir popular está en su junta de gobierno y no con la Regencia, cuya autoridad les cuesta reconocer”, ejemplifica el conflicto de intereses entre ambos lados y la tensión que se expandió sobre todos los gaditanos.

Enfrentamientos entre pueblo y gobierno, sumados a las invasiones francesas en la frontera, los gaditanos necesitaron de la risa y de la diversión, luciéndose principalmente con las coplas y las letrillas que se burlaban del enemigo. En 1811, las Cortes se trasladaron a Cádiz. Allí se celebraban teatrillos caseros por estar prohibidas las obras de teatro formales en toda la provincia. Los periódicos fueron el escenario donde la gente opinaba, donde nacieron y se proyectaron las tendencias políticas de la época, tanto la conservadora como la reformista. Durante todo el capítulo la autora se encarga de ordenar los hechos para explicarnos cómo aconteció, en esta época, una “lucha” entre las Cortes y el pueblo y, al mismo tiempo, retoma la lucha en el campo de batalla contra los franceses.

El capítulo dos se titula “El bienestar de los individuos. El Cádiz Constitucional en el progreso de la cocina moderna” escrito por Manuel J. Ruiz Torres. Se comienza haciendo mención a la constitución de Cádiz de 1812, nombrando una ley referida al “bienestar de los individuos como el único fin de toda sociedad política” y rescata que esta ley no nace sola sino a partir de una lucha popular. Este bienestar se ve reflejado en la cocina y nace con la denominada Nueva Cocina, es decir, la posibilidad de este poder/querer comer aquello que uno desee y con la oportunidad de acceder a ciertos tipos de comidas antes escasas o inexistentes debido a la guerra con los franceses y a las confrontaciones internas entre el pueblo y las Cortes.

El autor explica que había distintos tipos de recetarios, algunos eran copias de las recetas del cocinero del papa Pío V, por lo tanto eran comidas exóticas con condimentos y verduras de países lejanos; mientras que, por otro lado, había recetarios hechos para la burguesía local que copiaban la comida francesa, más accesible para el bolsillo. Estos recetarios reemplazan las especias venidas de las Indias por productos de fácil adquisición en la provincia gaditana, y se agregan verduras como la acelga y la espinaca como hasta ese momento. Durante el período de las Cortes se levantó el derecho exclusivo de los Señores a cazar y pescar en sus territorios, lo que permitió alargar la lista de comidas a aquellos villanos que de poco disponían. Así mismo se libera el comercio para los pueblerinos y pasa a transformarse completamente la cocina gracias al intercambio comercial. Deja de tener valor la cantidad de comida, para comenzar a ostentar de la calidad de los alimentos. Las mujeres se alfabetizan con los libros de cocina, y aprenden a usar las especias y los condimentos para agasajar como corresponde a los esposos y los invitados. Nuevos recetarios aparecen, por ejemplo, cuando la iglesia impone, en 1799, quince días al año comer pescado, y luego de la primera década de 1800, Cádiz se convierte en una gran consumidora del pescado fresco, especialmente el bacalao.

El autor rescata a lo largo del capítulo pequeñas curiosidades sobre la comida en Cádiz, como que en 1811 era costumbre cenar en las calles del pueblo a la salida de los teatros, actividad que no era compartida en esos días con el resto del continente y sorprendía a los investigadores, junto con la costumbre de todas las clases de desayunar con chocolate que venía de América.

El tercer capítulo se denomina “De sayas, monillos y mantillas: la indumentaria del doce”. Marcos León Fernández explica que a partir de los procesos de nacionalización que llevó adelante el Estado, las mujeres vestían con trajes regionales en una afirmación de la cultura popular como las danzas y las canciones. Fue un reconocimiento de los rasgos regionales, únicos, que se expandieron alrededor de toda España. El autor da cuenta de ciudades como Madrid, Cádiz, Granada o Sevilla, donde los grupos, inspirados por los últimos boleros del teatro, toman la tradición de ejecutar sus composiciones vestidos con trajes que pretendían transportar al espectador a un indefinido tiempo histórico.

Así, además de los usos teatrales y festivos, la vestimenta pasa a ser un “definidor cultural” que utilizan hombres y mujeres para demostrar que forman parte de un determinado grupo social. Los nuevos estilos de los atuendos vinieron de la mano de las mujeres y comenzó lo que se denominó la feminización de la vestimenta masculina. Este fenómeno sucedió tanto en España como en el resto de Europa. Para ejemplificar el autor rescata fragmentos de distintos textos literarios como La boda del Mundo Nuevo o Los caballeros desairados nombran los tipos de vestimenta que se usaban.

Las mujeres, durante muchos años, mantuvieron la vestimenta nacional en vez de seguir las modas europeas, principalmente parisinas, entre las que el autor detalla las enaguas blancas, el monillo, el jubón y los pañuelos. El autor reconoce la caracterización de dos grandes tipos femeninos: las petimetras (de las clases medias y altas) y las majas (de las clases populares).

En el caso de los hombres comenzaron a usarse los calzones, las camisas blancas, el chaleco y la chaqueta, entre otras ropas que aparecen mencionadas en distintas obras literarias. Como vestimenta cotidiana, los hombres de todos los estratos sociales se vestían de manera similar pero se diferenciaban por las telas y los accesorios. El autor se encarga de describir las vestimentas para retomar las costumbres de los hombres y mujeres de aquella época.

El capítulo cuatro “Los primeros de la fiesta, aires de flamenco del doce” escrito por Manuel Naranja Loreto, retrata lo flamenco, no se trata la historia entera pero sí se muestra una parte digna de recordar y de leer. El “problema” con el flamenco es que era popular y las Cortes veían que otros países de Europa traían “dioses y ninfas” a bailar mientras que ellos “manolos y verduleras”. El autor explica que son los viajeros románticos los que le darán a esta danza la “categoría de arte escénico y lo fomentarán fuera de las fronteras” (206) y, por otro lado, le darán el valor cultural necesario para ser reconocido como uno de los símbolos artísticos de España. Cádiz se convirtió en una ciudad muy visitada por viajeros franceses y alemanes. El canto y el baile se volvieron algo característico de los gaditanos, e incluso se importaron bailes y cantos de Latinoamérica, lo que convirtió a la ciudad en un puente entre el Nuevo y el Viejo continente.

Distintos tipos de flamenco aparecen en el escenario: la caña, el polo (que se subdivide en el natural y el de Tobalo) y las playeras (también llamadas seguirijas). Distintos tipos de canto como las tomas y la liviana, son descriptas detalladamente por el autor. Las coplas flamencas fueron recopiladas por distintos investigadores y puestas como ejemplo de literatura popular. El autor se encarga de nombrar a cantautores como Perico Frascolo, Enrique Ortega Díaz, Francisco de la Perla, Juan Feria entre otros, todos ellos creadores y transmisores de poesía flamenca.

El capítulo cinco “La memoria del francés. Romances y canciones en la tradición oral hispánica” está a cargo de la compiladora del volumen, María Jesús Ruiz. La autora comienza con una fecha: 1882, setenta años después de los ataques de Francia, cuando se publica Los cantos populares españoles de Francisco Rodríguez Marín que rememoraba esos momentos de la historia. Este cancionero pone en evidencia cómo los españoles se sintieron tanto héroes como víctimas y cómo esta construcción inició nuevamente los conflictos con los franceses. “No son estas canciones, documentos históricos, sino pedazos de la producción literaria que el imaginario colectivo popular ha ido prendiendo su memoria” (257), es decir, con estas canciones el pueblo español conforma su identidad, sus creencias, y representa al mismo tiempo a sus “enemigos”. En el capítulo se efectúa un recorrido por ciertas canciones y poemas que se burlan de los soldados y de los ciudadanos franceses. Los poemas hablan de las bombas que no explotaban (tema que también aparece en el capítulo uno), y la vestimenta francesa feminizada (tema del capítulo tres) que da lugar a la burla; de los paños, los peinados y el hilado. Como conclusión la autora hipotetiza que con la Guerra de la Independencia el pueblo español pensó que nada bueno podía venir de Francia y eso quedó representado en los poemas.

El capítulo seis es el último del libro y se titula “La memoria del francés: historia de vida” escrito por Juan Ignacio Pérez y Ana María Martínez. Los autores recuperan las historias orales sobre los acontecimientos franceses. Las historias de los héroes locales son las contadas por los descendientes y por los vecinos. Se narran los secretos familiares como historias populares con nombre y apellido, señalando y transitando el lugar de los hechos porque todo sucedió en el mismo espacio donde se cuenta. El epílogo, siguiendo la lógica de este último capítulo, rescata imágenes y algunas historias sobre el armado del libro y de las investigaciones que se llevaron a cabo para redactarlo.

Ciertamente el libro recorre un camino circular, comienza con la Guerra de la Independencia contra los franceses y los dos capítulos finales retoman la imagen que los españoles se formaron de aquel acontecimiento. El imaginario que poseen los españoles sobre lo que sucedió en 1812 tiene un fuerte peso setenta años después y me atrevería a decir hasta la actualidad, que se escribe este libro recordando no solo esa fecha sino, además, todo lo que derivó de ese hecho: la vestimenta, el baile, las canciones, los recuerdos. La identidad vive a través de la memoria y este libro trabaja con aquellos elementos que día a día les recuerdan a los españoles quiénes son.

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