Olivar, junio 2018, vol. 18, n° 27, e020. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Intemperies/resistencias

Outdoor/Endurance

Marta Sanz
Universidad Complutense de Madrid , España
Cita sugerida: Sanz, M.(2018).Intemperies/resistencias. En C. Somolinos Molina (ed.), “Escrituras del cuerpo: Marta Sanz”. Olivar, 18 (27), e020. https://doi.org/10.24215/18524478e020

Voy a dedicar unos minutos a hablaros de las intemperies a las que está expuesta cualquier persona que se dedique al dulce oficio de escribir. De los obstáculos que hay que afrontar, de las nevizas contra las que nos deberíamos abrigar antes de colocarnos en la actitud del escritor. De la escritora. Apunta Robert Pinget, autor suizo nacido en 1919 y muerto en 1997 –creo que tal acumulación de nueves no puede ser una casualidad–, apunta Pinget en Señor sueño:

Tomar la pluma es ya empingorotarse en una actitud. Remedio, el lápiz. Luego la tiza en la pizarra. Y por último el dedo en el polvo. Un gran ejemplo ese gesto. Muy difícil de seguir. (2010, p. 167)

Escribir es empingorotarse en una actitud, creerse algo o alguien en función de las ideas aceptadas –o impuestas o las dos cosas al mismo tiempo– por una comunidad. No es lo mismo escribir que ser un escritor, escribir que no escribir, hacerlo con pluma con ganso o con el teléfono móvil… Es muy inteligente el Señor Pinget. Os lo recomiendo.

Yo voy a hablaros de los mecanismos de resistencia que hay que generar para protegerse y seguir adelante sin resultar demasiado dañada en el momento de previo de apretar la punta del lápiz contra el papel o pulsar rítmicamente las teclas de un ordenador. De esas pulsaciones mi compañera, Remedios Zafra, sabe muchísimo y por ello escribió también un libro, sabio y hermoso, titulado (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean… En cuanto a mi propia percepción de estas cuestiones, os adelanto que casi todas las intemperies, la frialdad del hierro en la columna vertebral, la oquedad del vacío en la boca del estómago, se relacionan con los prejuicios sobre la escritura, en general, y sobre la escritura literaria en particular. Con la ideología respecto al hecho de escribir que se ha quedado adherida a nuestra cadena de ADN. Como un parásito, como una fantasmagórica anomalía que nos produce taras y enfermedades, como algo pegajoso que ya ni siquiera recordamos que está ahí. De modo que, dejando de lado la lírica y adecuándome al contexto académico, os adelanto que voy a hablar de la masa de prejuicios sobre la escritura que forma parte de lo que el filósofo esloveno Slavoj Zizek denomina la ideología invisible: aquellas creencias y valores que tenemos tan naturalizados que ya no sentimos como parte de un constructo ideológico. La ideología invisible ya no se percibe como ideología, sino como sentido común. El sentido común no se discute. El sentido común deja de verse igual que dejamos de oír la musiquilla de los centros comerciales mientras compramos un par de zapatos o una funda para el móvil. La musiquilla nos pasa desapercibida mientras lentamente genera una maraña de delgados hilos en el interior de nuestras trompas de Eustaquio, hilos habitados por gusanos que se nos comen poco a poco el cerebro: no existe otra explicación para que a alguien le guste Britney Spears.

Dentro del sentido común de la literatura, de lo que ya no se discute, se incluyen preceptos como que la escritura literaria ha de ser expresiva y no explicativa; como que deberíamos escribir cuentos que sean como la punta de un iceberg o aplicar el axioma retórico de menos es más. Tampoco discutimos ya –o lo discutimos poco o no nos lo planteamos- que las tramas de las novelas tienen la función de enganchar a los lectores; no cuestionamos el inmenso peso específico de las tramas. Apunta también Robert Pinget: “La novela de nuestros días solo puede alcanzar su valor apartándose de lo novelesco” (2010, p. 173). Pinget cuestiona la tradición encerrada dentro de una palabra como novelesco –la peripecia, la intriga, el suspense, la ficción, la imaginación, la necesidad de distanciarse o de enmascarar el elemento autobiográfico para suscitar el interés común- y nos obliga a repensar sobre el significado de una palabra, es decir, sobre la realidad, a través de un juego de palabras. Apunta hacia lo real con el lenguaje y sus retruécanos. Utiliza la forma como una herida en la piel. Que escuece. Que es tangible. Luego volveré sobre esta idea. Hay más conductas literarias que se consideran normales: por ejemplo, asociar determinados comportamientos narrativos con la idea de la verosimilitud; dar por supuesto que la literatura se asocia con la verdad de las mentiras; considerar panfletarios y de baja calidad todos los relatos con pretensiones políticas…

Sin embargo, todo ese sentido común sobre las actitudes y formas canónicas no es más que un posicionamiento en el espacio de lo real: una pose que desecha otras poses y nos significa dentro de un campo, entendido a la manera de Bourdieu, de un territorio acotado con unas leyes más o menos rígidas. Las formas del arte y la literatura son ideológicas y, en el marco específico de la literatura, es improbable que podamos expresar lo mismo utilizando dos estructuras o palabras diferentes, dos estilos: la búsqueda de la verosimilitud literaria cervantina es ideológica; el barroquismo de Góngora o Quevedo son ideológicos; el efecto de amenidad de la Nueva Narrativa Española es ideológico; la apelación a la emoción cotidiana de la poesía de la experiencia es ideológica… Aunque ya casi no nos demos cuenta y no podamos resistir contra lo que aparentemente no experimentamos. Este es el punto de partida teórico de mi intervención. Ahora muto a un registro más confesional y desgranaré, como quien se va quitando la ropa, mis intemperies. Mis contradicciones. Lo que me deja desnuda y desprotegida que a veces coincide con lo que me viste. Por eso, también hablaré de mi indumentaria, el abrigo, mis mecanismos de defensa para resistir. Entre ellos, se puede reconocer algunas referencias librescas que no tan paradójicamente forman parte de mis talones de Aquiles, de mis zonas vulnerables. Me empoderan en la misma medida que me debilitan. Pero no puedo arrancarme los ojos. Os iréis tropezando con estas referencias a lo largo de esta lectura. De hecho, el Sr. Pinget, con el nudo de su corbata bien apretadito, ya ha hecho acto de presencia en estas páginas.

Mi primera intemperie es la de la propia facilidad en el uso del lenguaje. Esa sensibilidad especial hacia las palabras, ese oído privilegiado para detectar la rudeza o la eufonía de los términos, que se genera y detecta en la infancia, y nos lleva a paladear el lenguaje como si el lenguaje fuese un vino con mucho buqué. Niños borrachos, niñas drogadas con el pegamento de su facilidad lingüística. Con sus metáforas. Tratamos cada sílaba, cada letra, como si fuese una pompa de jabón. Exhibimos nuestras precoces habilidades con el lenguaje y las pompas de jabón para ser aplaudidos. De alguna manera nos deprava nuestro conocimiento prematuro de ciertos códigos que no llegamos a entender completamente, y nos sentimos malos y malas porque notamos que poseemos algo que es nuestro pero que de alguna manera les hurtamos a los otros: el lenguaje que compartimos y que no compartimos con los demás. Lo que nos hace especiales y nos remite a una de esas epifanías sobre la literatura de las que están llenas las novelas de Henry James: en Otra vuelta de tuerca, uno de los narradores sospecha que Miles ha sido expulsado de la escuela por compartir historias con sus preferidos; a fin de cuentas eso es lo que hacen los párvulos con un dominio precoz de los alfabetos. Y todos los escritores y escritoras a lo largo de sus vidas: compartir historias con sus preferidos…

El parvulario precoz, con un soplido, transforma el agua jabonosa en una esfera perfecta e irisada. Con un soplido son convocados: la libélula, el nenúfar, el alelí, el alféizar, los animales que lentamente se adornan con adjetivos y otros complementos. Bisutería, marroquinería, metalizados clutches. Así, aparecen delante de sus ojos: el animal selvático o el animal salvaje, el voraginoso animal, el animal triste, un animal o el animal, desnudo, hirsuto, erguido, con joroba… Los niños y las niñas, sensibles a los efectos lisérgicos del lenguaje, detectan las diferentes texturas de los sustantivos incluso cuando aún no han estudiado gramática e ignoran qué es un sustantivo y cuáles son los significados de los nombres más hermosos: libélula, nenúfar, alféizar, la decadente entonación de los esdrújulos. Creo que hay una prematura disposición hacia el lenguaje que se relaciona con la sensualidad de la música. Con ese lado dionisiaco de la música, poco intelectual, físico, que hace que desde muy pronto podamos atesorar una lista de palabras preferidas. Del estado de hipervaloración fonética se pasa a la percepción de las mágicas posibilidades de las combinaciones y permutaciones de lexemas, morfemas y vocablos compapenas letos: se descubre el valor de la morfología –el supercaligrafilísticoespialidoso de Mary Poppins y el apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sústalos exasperantes de Cortázar– y también se nos revela el poder de la sintaxis. La distancia que existe entre menudo hombre y hombre menudo.

Luego los niños –las niñas especialmente, porque se sabe que las niñas solemos tener más aptitudes lingüísticas– se dan cuenta de que los animales tristes son casi seres humanos; que de la fusión de dos términos aparentemente irreconciliables –la nieve negra, la mujer barbuda– surgen fuegos de artificio y espoletas para imaginar historias. Los niños y las niñas entienden, por generación espontánea, el binomio fantástico de Gianni Rodari y comienzan a asociar la literatura con las hadas y la parafernalia maravillosa, con lo extraordinario. Lo extraordinario y lo fantasioso son marcas de prestigio. Aparecen los primeros signos de una ideología literaria que no es ni mucho menos casual, y que defiende a capa y espada el escritor francés Marc Petit en su Elogio de la ficción. Los elementos fantásticos –hadas, duendes, endriagos, caballos voladores, anillos mágicos, unicornios– y la convicción de que el lenguaje siempre marca una distancia entre la literatura y la realidad que convierte toda retórica en una mentira necesaria para expresar las verdades y legitimar a quienes escriben sacándoles del oscuro agujero de su ombligo, todas esas convicciones se suman al regodeo de la piel fonética de la escritura literaria, a la proliferación evocativa y líquida de las eles y las eres, a las candencias y las armonías imitativas, a los sonidos de la naturaleza recogidos en los diccionarios y en los manuales de retórica. Entonces los párvulos, ya casi transformados en escritores y escritoras a destiempo, en niños prodigio que tocan el violín virtuosamente a los cuatro años sin hacerse preguntas, dejan que se les vaya la mano de la misma forma que yo estoy dejándome ahora. Laxa y muelle, la mano se torna un poquito frívola e irreflexiva, como esas mujeres que se columpian en los lienzos de Fragonard o esas Susanas despistadas que se dejan toquetear por la mirada rijosa de doscientos mil viejos. En el caso de los escritores, esa naturalidad, ese dejarse llevar por la propia facilidad para escribir, es mayor que en el de los pianistas porque el lenguaje tiene un componente innato y es más fácil acceder a él sin precisar de ningún adiestramiento, de ninguna profesora de solfeo que nos tira de las orejas cuando no somos capaces de repentizar al ritmo adecuado las patas de mosca –corcheas, garrapateas, silencios y calderones– de una partitura.

Los niños y las niñas llegan a regocijarse incluso con el dibujo caligráfico de una be perfecta y floreada. Experimentan una gozosa sensación de superioridad. Ahí los escritores precoces –también las escritoras: es más normal que los niños jueguen al fútbol y las niñas se diviertan elaborando listas de nombres preciosos: Clara Isabel Romeo Alcántara, Mónica Iris Ponce de León…–, ahí, niños y niñas, empastando las voces, tienen una intuición lúcida, porque la caligrafía también ayuda a construir el significado de los textos. Nos lo contaba Mario Levrero en La novela luminosa y muchos siglos antes, en el marco de una exótica y milenaria civilización, nos lo relataba Murasaki Shikibu en La novela de Genji al rememorar el prestigio y aprendizaje de la caligrafía asociada al prestigio y aprendizaje de la poesía china.

En resumen, la facilidad y la búsqueda del placer –privado y público–, del placer en su faceta de masturbación y del placer en su faceta de reconocimiento social, encierra a los niños y las niñas en la jaula del lenguaje. Una jaula que es una intemperie de la que uno no puede huir sin grandes dificultades y que, ideológicamente, neutraliza desde un primer momento la posibilidad de que la literatura actúe como herramienta de denuncia y contrapeso, como resistencia, frente a esa ideología dominante que mete la escritura literaria dentro de una cajita de música: la de la “belleza” del lenguaje, los mundos fantásticos, la evasión, la exquisitez, los sonajeros y las campanillas que hacen tilín tilín al leer en voz alta un poema o la floreada descripción de un personaje novelesco. A los niños y a las niñas, que nacemos con ese don y lo cultivamos desde el mismo instante en que lo sentimos entre las piernas, nos gusta el sonido de nuestra propia voz. Escucharnos a nosotros mismos. Notar las reverberaciones del eco en un espacio cerrado, vacío y grande. Puede que hermético. Nos sentimos cómodos y llegamos al orgasmo antes de tiempo o tal vez en el momento justo, pero ya somos seres irremediablemente depravados, encastillados, soberbios, autocomplacidos, fermentados en el jabón y el jugo de nuestra burbuja, en la bolsa fetal, en la intemperie de la bolsa fetal del lenguaje, del prejuicio de que no hay nada más allá del lenguaje y de que, a la vez y sin que constituya una contradicción, el lenguaje es un juego. El confinamiento en la habitación blindada –mal ventilada, sin oxígeno- de la escritura como fantasía y del lenguaje como cadeneta de palabras hermosas que a su vez hermosean lo real, como afinados arpegios, es la primera intemperie que nos puede dejar congelados en mitad de la tundra. O del secarral. El primer prejuicio ideológico contra el que es imprescindible generar una resistencia. Asociado a ese prejuicio, hoy me desayuno con uno nuevo, que estoy más que dispuesta a combatir: algunos críticos no me dejan escribir en español. No puedo utilizar localismos españoles. Es curioso. ¿Tengo acaso que escribir en inglés o en español de América?, ¿quién dicta lo que es una lengua universal y, por tanto, un sentimiento universal? Tengo miedo.

Hay que salir del espejismo, del círculo vicioso, de lo que nos dicen que la literatura debe ser, inventándonos otra. Propongo que juguemos con la fetidez de otros compuestos químicos. Contrariar. Hablar feo de lo feo sin que la literatura se reduzca por fuerza a la enumeración de una serie de exabruptos: caca, culo, pedo, pis. Propongo contravenir también las normas del realismo sucio –al fin y al cabo, una estilización– e intentar que el enrejado lírico de la palabra escrita, el lado imaginario de todas las metáforas –tanto las del lenguaje como las de las ficciones construidas– apunten directamente a la realidad. Mirar por la ventana, aunque el patio interior de nuestro piso de sesenta metros cuadrados, esté lleno de desconchones y bragas con la goma floja, grisáceas, que cuelgan de las cuerdas de los tendederos. Viajar a Manila sin cerrar los ojos. Buscar para cada dolor, para cada idea, para cada percepción informe o perfectamente conformada –pero prohibida, tabuizada– las palabras pertinentes. Las únicas palabras posibles. Otras palabras más allá del disfraz entrañable de la literatura de los pájaros y de los cerezos en flor. Porque los pájaros y las flores existen y hablamos de ellos, pero si el lenguaje de la literatura se circunscribe exclusivamente al ala aleve de la tórtola o al cáliz de la azucena, los rincones oscuros de la realidad se emborronarán irremisiblemente. Como si no existiesen, bajo un paño de pureza absurda o un tupido, maligno, velo. Esta intemperie se relaciona con mi cuarta y mi quinta intemperie, que no desarrollaré por falta de tiempo y por consideración hacia el auditorio, también porque he hablado de ellas en No tan incendiario. Sin embargo, sí enumeraré para vosotros estas intemperies cuarta y quinta: las intemperies de la tecnología y de mercado como discursos hegemónicos que empapan todos los demás, como apisonadoras que “casi” determinan nuestras aproximaciones a la literatura, a la educación, a la salud, al cuerpo, a las relaciones interpersonales, a la lexicografía, el punto de cruz, las inversiones y la intimidad sentimental, todo... Es muy difícil sobrevivir a esos rodillos. Me resisto contra los dos en mi última novela, Farándula, publicada por Anagrama en 2015. Y me pregunto siempre con qué mimbres se teje mi “valor” en el campo de la literatura.

La primera resistencia contra la primera intemperie cuenta, además, con una resistencia complementaria: sospechar que, frente al elogio de la imaginación y las ficciones, casi toda la literatura es una forma de la autobiografía. Precisamente, en el párrafo anterior, he citado casi sin querer el título de un libro que apunta en esa dirección y, para mí, es admirable: Mis rincones oscuros de James Ellroy. Yo también escribí una novela autobiográfica, La lección de anatomía (reedición de 2014), donde quise que de algún modo cristalizase la siguiente cita:

No decir yo cuando se trata de uno mismo no es solamente perjudicial para la higiene personal del escritor; es también, por el hecho de no anunciar los vínculos que le unen a sus personajes, una manera de traicionarlos, de abandonarlos, de cortarles sus auténticas raíces (...).

Cobardía frente a lo social y a su censura. Sumisión a esta tercera persona que nace en nosotros, como escribió el señor Deleuze.

La literatura sólo empieza, escribe en el tono docto y perentorio de nuestros pequeños papas de universidad, cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo.

Chorradas.

Christophe Donner, en Contra la imaginación (2002).

Hablamos desde lo que somos y cada una de nuestras ficciones es una máscara que nos desnuda. Esta afirmación no es una paradoja ni un juego de palabras. Nos sirve de prólogo para abordar mi segunda intemperie: una intemperie que solo me expone por el hecho biológico y cultural de que soy una escritora. Una escritora mujer. Esta segunda intemperie nos deja desprotegidas frente a la fantasía de nuestra igualdad con los hombres. Yo, siguiendo el concepto de “política de la ubicación” o “teoría de la posición” de Adrienne Rich, escribo desde el reconocimiento de las geografías de mi escritura. Soy española, de clase media, tengo estudios superiores, poseo una casa –solo una-, resido en Madrid, mis padres están vivos y razonablemente bien de salud, ni marido no tiene trabajo, soy heterosexual, católica por nacimiento pero atea por convicción, mujer. Todas estas características, estos datos más o menos objetivos, me convierten en la persona que soy y en la escritora que soy porque definen mis intereses y me dotan de unas herramientas y no de otras, de un idioma y no de otro, de una visión del mundo que no puedo evitar y de otra contra la que me construyo.

Soy una mujer que escribe o una escritora mujer y debo esforzarme denodadamente por ocupar un territorio, porque cargo sobre mis espaldas con el peso de siglos y, en mi gestualidad y en mi occipucio –ésa es la metáfora del cuerpo que utilizo en La lección de anatomía, todos mis libros utilizan un lenguaje del cuerpo que regresa al cuerpo a la vez que conciben la anatomía como una forma del lenguaje–, en mi occipucio, insisto, están impresas palabras de hombres a las que no quiero ni puedo renunciar: no renuncio a Ovidio ni a Galdós ni a Lorca ni a Dostoievski ni a Fitzgerald. Ni siquiera renuncio a Sade o a Vladimir Nabokov. Sin embargo, frente a esas palabras, sé que debo buscar otras palabras –otras combinaciones y permutaciones, nuevos ángulos y una re-significación de ciertos términos– que me permitan expresar mejor cosas que nosotras sentimos y ellos no sienten: rabias, amores, rencor, letargos, imaginaciones, sentimientos firmes o laterales, una intuición que necesitamos verbalizar, sacar a la luz, de otra manera. Necesitamos otros sonidos para cantar la angustia o la alegría. Contar historias que tal vez ellos –los maestros, mis maestros– nunca contarían o contarían de otra manera, de modo que no estarían diciendo lo mismo, porque como ya he apuntado antes, decir algo de otra forma en un texto literario implica construir un significado diferente.

Así que, como escritora mujer, yo no debería impostar una voz que no me corresponde. Aunque esté muy dentro de mí. Fingir que lo entiendo todo. Creo que como escritora mujer debo resistirme a la intemperie, al precepto que me dicta que escribir bien es hacerlo como un hombre porque ellos han sido, desde tiempos inmemoriales, los sujetos activos, los héroes, los redentores, los guardianes del fuego y la palabra, de las historias interesantes y trascendentes, de lo que merecía la pena ser contado. Me resisto a que ese discurso, que indudablemente me nutre, tome completa posesión de mí de modo que yo lo identifique con lo neutro. Lo normal. Lo canónico. Me resisto a que procuren convencerme, con las mejores palabras, de que reunirme con otras mujeres me encierra en un gueto. Estamos en una situación en la que nuestra diferencia es claramente una desventaja. Cuando nos atrevemos a señalarla en el espacio común, algo le pica al espacio común –quien se pica ajos come, reza un refrán español– e inmediatamente llegan los insultos hacia las mujeres; cuando indago y doy con otras palabras para nombrar el cuerpo o la desnudez femenina sin espectáculos, hipersexualizaciones de las nalgas o maternalizaciones de los pechos, desde el otro lado de las pantallas alguien me grita: “Feminazi, fea, machorra, marisabidilla…” A las mujeres aún se nos insulta personalmente en el espacio público, en el patio virtual, cuando decimos cosas que no gustan. También se nos denuesta cuando se nos concede una visibilidad que, para algunas mentes obtusas que son muchas más de las que estamos dispuestos a creer que existen, sólo hemos podido merecernos gracias a la concesión de favores sexuales o la rentabilización de nuestra debilidad. Ni mis éxitos ni mis fracasos son el fruto de mis felaciones. Tampoco de mis lloros ni de mis súplicas. Sin embargo, estas cosas nos ocurren aún a las mujeres que nos atrevemos a escribir como mujeres o sencillamente a tomar la palabra. Frente al helor de esta intemperie, creo en la necesidad de las contrapartidas y en la justicia de la compensación. En las reparaciones. Me resisto a esta intemperie, machista y misógina, que me miente induciéndome a pensar que todo está bien. La intemperie machista me acaricia el pelo. “Calma, calma, ya pasó”, me susurra por las noches. Pero yo sé que me está engañando, que solo busca anestesiarme echándole agua del grifo a mis atávicas heridas. Me resisto escribiendo un texto detrás de otro y negándome a llevar corbata en los textos que escribo. Tampoco uso un bigote de pega. Ni engolo la voz para aparentar autoridad. Reflexiono sobre las palabras que nombran mi cuerpo y cruzo la variable de género con la variable de clase. Como en el siguiente fragmento de Susana y los viejos:

Pola no oye. Ya ha pegado un salto de la cama. Se lava los dientes. Usa el bidé. Mientras, en la cama, Max recupera la imagen de la axila tensa de Pola, del sobaco estirado de Clara. Pola tiene senos y Clara tetas, Pola tiene vientre, Clara tripa, Pola tiene rostro, Clara, cara, Pola tiene cabello, Clara, pelo, Pola tiene pubis, Clara, potra, Pola tiene vagina, labios menores y mayores, una enorme complejidad de tejidos y fibras replegados, Clara tiene chocho, Pola tiene durezas, Clara, callos, Pola, cutículas, Clara padrastros, Pola, marcas de expresión, Clara, arrugas, Pola, una boca fina, Clara, una boca de culo. Por eso, Max yace con Pola. Por eso, le dan miedo las asistentas y las torres de los siete jorobados. Y, sin embargo, Max está convencido de que, de no ser por esos mínimos detalles, por fuera, Clara y Pola son la misma persona, hermanas siamesas, productos de la misma bolsa gemelar, identidades que en la duplicación se excluyen, se anulan, se desintegran hasta convertirse en nada. Hermanas tan iguales que no está seguro de con quién acaba de follar. (2006, p. 79)

Mi tercera intemperie se relaciona con el prejuicio de que la literatura sana. La literatura nos dibuja una sonrisa y promueve el ágape, que frente al eros y la philia, según los griegos, es el amor por los desconocidos, el afecto universal. Como si quienes nos dedicamos a escribir ejerciéramos un sacerdocio y el movimiento que nos empuja a dibujar la figura uniendo, con una línea, puntos distantes en el espacio naciese siempre del amor. De nuevo según James, la literatura es la lente especial que nos permite reconocer la figura escondida en el estampado de la alfombra, lo que ya estaba ahí y de pronto aparece como una evidencia incontestable, una roca granítica delante de nuestros ojos que constata la magnitud de nuestra ceguera. Ya no podemos dejar de verlas porque se nos han quedado prendidas a la retina la figura de la alfombra, la roca, las apariciones y las manchas espirituales sobre el muro, las caras de Bélmez. Y, sobre todo, nuestra inmensa, inmensa estupidez. Si somos lectores optimistas, también se solidifica frente a nosotros la satisfacción de haber visto por fin. Nuestra gratificada inteligencia de orangutanes muy, muy desarrollados. La literatura se parece a la carta robada del cuento de Poe, a la revelación mística de San Juan de la Cruz, a las epifanías de Cesare Pavese. Sea como sea, la literatura no surge siempre del amor por los extraños o los conocidos. No todo el mundo escribe henchido de buenos sentimientos. Ni siquiera del sentimiento de superioridad: hay escritores que se sienten como lombrices. La palabra literaria a menudo tiene se origina en el miedo, la desesperación, el deseo de venganza, la mezquindad, el egoísmo, la urgencia de escuchar solo la propia voz mientras se desoye a todas las demás. La demagogia que coloca sobre una línea horizontal todos los discursos nos transforma en seres eternamente parlantes, ensimismados, sordos. Sin disposición para aprender, con la inútil hiperactividad de ciertos niños enfermos.

La literatura puede brotar de la hiel verde de las vísceras y, sin embargo, casi siempre es un grito, un susurro o un golpe sobre la mesa que pide iniciar una conversación. La tercera intemperie de quien se dedica al oficio de escribir, la que nos puede helar en la neviza o metamorfosearnos en estatua de sal en un remoto desierto bíblico, es la del arte reducido a corrección política. O a ñoñez. Las palabras de la literatura, incluso las palabras de los diccionarios, no pueden escatimar la crudeza del mundo. Me parece que es mejor no fingir, hacerse permeable a la precariedad o el horror, no enmascararlo, dejar que se cuele en los textos para resistirnos a la fantasía de que todo va bien. La palabra, el relato, funciona como un espejo de lo limpio y de lo sucio. De la tiniebla y de la luz. Algunas palabras rompen las lunas de los escaparates, los filtros, que distorsionan la aprehensión de lo real. Así que me resisto y escribo malas palabras, recojo escenas repugnantes en la creencia de que tendrán un efecto perturbador y subversivo. El escritor español José Ovejero alude al efecto ético y político de las escenas escatológicas, horribles, del cine y la literatura y lo bautiza como “ética de la crueldad”: el espanto inicial, el atentado contra nuestras sensibilidades, redundará en la transformación de un átomo minúsculo, pero quién sabe si fundamental, de la ética de los lectores. Puede que los lectores –también las lectoras- dejen de ser escarabajos peloteros, sorprendidos Samsas entomológicos, para regresar a su condición primigenia de funcionarios u oficinistas. Yo, por mi parte, cuando escribo, ofrezco lo mejor, pero también lo peor de mí: mis deseos de reconocimiento, mis vanidades, los tics nerviosos de mi escritura de niña precoz. Las intemperies se interrelacionan y tal vez solo la conciencia autocrítica pueda remediarlas. Quizá, al final, la escritora que he acabado siendo ande buscando aliviar los óxidos y las corrosiones de cada cuerpo en particular y del cuerpo social en su conjunto. Sin embargo, en primera instancia creo que me mueve algo parecido al egoísmo, algo que podría dulcificarse diciendo, como García Márquez, que escribo para que me quieran. Sobre todo tomo la palabra para molestar y para decirte que, siendo igual que tú, en el fondo soy muy distinto de ti. Sufro como tú y soy tonto o listo como tú, pero mi sufrimiento, mi estulticia o mi listeza son de mejor calidad porque las dimensiones de mi vida interior son tan enormes como los sexos colgantes de ciertos actores porno.

Me resisto a asumir el canto de sirena de la literatura como relato que tiene su origen en la bondad de la especie humana. Esa bondad mentirosa nos lava la conciencia y nos convierte en malignos. La literatura no te sana a ti ni me sana a mí. De hecho, a mí me enferma terriblemente y es muy probable que, en los tiempos que corren no nos libere a ninguno de los dos. Tomar conciencia de nuestra libertad condicional, de nuestras alienaciones literarias, de nuestras falsas filantropías es quizá el primer comportamiento resistente para acudir al encuentro de una literatura que sea otra. Una que no juegue a la doble moral ni a la equidistancia. Una literatura que nos vuelva a importar. Una que no nos trate como a niños diciéndonos que las cosas son mejor de lo que parecen. Las palabras difícilmente nos redimen –algunas pueden hacerlo muy poquito a poco: no hay que perder toda esperanza- y no todas las verdades son relativas. Porque el hecho es que hay verdades tangibles: el hambre, la guerra, los desahucios, las injusticias de toda índole, la maldad que siempre es particular, concreta, y no un monstruo indefinido, una metáfora, que busca reducir las realidades a fantasías limando los filos de la maldad concreta, de esa que tiene pedigrí. Nombres y apellidos. Por supuesto, también existe la verdad tangible de los pequeños detalles cotidianos que nos producen alegría. Pero esa verdad tangible de la felicidad no es literariamente fotogénica, aunque a ratos pueda resultar muy comercial y pueda llegar a reducir, en los casos más extremos, toda la literatura a folleto de autoayuda. Farmacopea o veneno.

Al final, todas las intemperies son vulneraciones de los principios de libertad, igualdad, fraternidad. Asuntos clásicos de revoluciones no tan trasnochadas. A lo mejor vivimos en un mundo mucho menos transvanguardista y líquido de lo que ingenuamente pensamos. Un mundo lleno de contradicciones y fronteras sin ladrillos que convendría visibilizar: hay que levantar con palabras los muros invisibles que logran que los pobres de Bombay o de Tegucigalpa jamás traspasen las puertas de un sanatorio. Los accesos a ciertos barrios. A veces me sorprendo pensando que tal vez deberíamos recuperar luchas primitivas. Desconectar nuestros teléfonos móviles. No jugar al Candy Crush. Hacer la lista de todo lo que nos produce miedo, infelicidad, desamor, angustia, ira. Abrir los ojos a todas nuestras intemperies. Resistirnos. Resistir.

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