Olivar, vol. 17, nº 26, e016, diciembre 2016. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

 

 


ARTICULO/ARTICLE

 


El desierto en la leyenda de Santa María Egipciaca

 

 

Carina Zubillaga

Universidad de Buenos Aires
Instituto de Investigaciones Bibliográficas y Crítica Textual (IIBICRIT). CONICET
Argentina



Cita sugerida: Zubillaga, C. (2016). El desierto en la leyenda de Santa María Egipciaca. En S. Disalvo (ed.), Natura litterata. La naturaleza en la poesía hispánica medieval y su contexto latino y románico. Olivar, 17 (26), e016. Recuperado de http://www.olivar.fahce.unlp.edu.ar/article/view/OLIe016

 

 

Resumen
El presente trabajo se propone analizar el sentido y la funcionalidad tanto material como espiritual del espacio del desierto en la leyenda de Santa Mar ía Egipciaca –una de las santas medievales más populares, representante del prototipo hagiográfico de las prostitutas arrepentidas– según la narración de la Vida de Santa María Egipciaca, un poema castellano compuesto en el temprano siglo XIII pero transmitido a fines del siglo XIV en el manuscrito K-III-4 de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial.

Palabras clave: Desierto; Santidad; Poesía castellana medieval; Santa María Egipciaca; Hagiografía

 

The Desert in the Legend of St. Mary of Egypt

 

Abstract
This article examines both the material and the spiritual meaning and functionality of the space of the desert in the legend of St. Mary of Egypt, one of the most popular medieval saints, representative of the hagiographical prototype of penitents – according to the narration of Vida de Santa María Egipciaca, a Castilian poem composed in the early 13th century but transmitted at the end of the 14th century in El Escorial MS. K-III-4.

Keywords: Desert; Holiness; Medieval Castilian poetry; St. Mary of Egypt; Hagiography

 

 

En la Edad Media, el desierto se vuelve un espacio particularmente complejo, de dualidades y paradojas, de ficciones y realidades que conforman una espiritualidad desarrollada a partir del siglo IV en Oriente y luego transmitida a Occidente, basada en los modelos de San Antonio y de San Pablo de Tebas. El desierto, el lugar tanto de la tentación diabólica como de la posibilidad del encuentro íntimo con Dios, es el sitio al mismo tiempo de la soledad absoluta y del reconocimiento del género humano, además del espacio privilegiado para que la prueba extrema y la conciencia de los propios límites se conviertan en santidad.

No es necesario referirnos a los actuales estudios de la ecocrítica acerca de la naturaleza y su realidad tanto material como simbólica para considerar las singularidades de una hagiografía del desierto en la que la leyenda de Santa María Egipciaca resulta una historia piadosa especialmente interesante, porque remite a uno de los cultos más difundidos y populares de la Edad Media: el de las prostitutas arrepentidas; mujeres jóvenes, bellas y pecadoras que se arrepienten de su vida lujuriosa y representan, con su conversión y penitencia, un ejemplo esclarecedor e impactante de la gracia salvífica venciendo al pecado.i

En un breve resumen argumental de la historia de María de Egipto, tal como figura en la Vida de Santa María Egipciaca del siglo XIIIii, el desierto se revela al mismo tiempo como el espacio de la penitencia y del milagro en el núcleo de la leyenda, ya que esta joven que nace en Egipto, y a los doce años huye de su casa paterna a Alejandría para ejercer allí la prostitución, viaja luego a Jerusalén y una fuerza sobrenatural le impide la entrada al templo el día de la Ascensión, después de lo cual ella dirige una larga oración a la Virgen María, se convierte y cambia absolutamente de conducta; por indicación divina y como penitencia por su vida anterior de pecado, pasa cuarenta y siete años en el desierto, donde finalmente muere en una muerte santa de la que es testigo el monje Gozimás, quien la entierra ayudado por un león y confirma luego la historia de la penitente entre los demás monjes de la abadía de San Juan, a la que perteneceiii.

La identificación penitencia-milagro, cuyo escenario no puede ser otro que el desierto, es clara ya en el primer milagro presente en el texto, el que promueve proféticamente –a través de una voz celestial– la conversión de la pecadora María al impedirle el ingreso al templo y que luego la conduce al desierto como lugar de penitencia:

Ve a la ribera de Sant Jordán,

al monesterio de Sant Johán.

Una melezina prenderás,

de todos tus pecados sanar ás;

Corpus Christi te dar án

e fuente Jordán te passarán.

Depués entrarás en un yermo

e morar ás hí un grant tienpo.

En el yermo estarás,

fasta que bivas hí te despendrás. (vv. 634-643)iv

Los verbos proféticos que orientan y delimitan la penitencia de María pasan de los iniciales que señalan el movimiento del pecado a la gracia, representado por el río Jordán como rito acuífero de pasaje, a los últimos que en cambio refieren lo permanente, que asume la imagen del desierto como referencia indiscutida de la penitencia. La instalación penitente se concibe de manera tan perdurable que sólo la muerte puede marcar su conclusión, definiendo de esa forma al desierto en el último verso del discurso al mismo tiempo como espacio textual (de lo que resta del texto) y como espacio vital (de lo que queda de vida para la protagonista), igualando de ese modo la vida de María con su penitencia.

La met áfora bautismal del pasaje del río Jordán, que recuerda el bautismo de Jesús por San Juan Bautista y otros tantos episodios de la historia sagradav, es la frontera innegable de la entrada al desierto; como frontera, en este sentido, resulta opuesta en el propio texto a la entrada al templo que se le niega, de manera sobrenatural, a María pecadora: “Quando querié adentro entrar, / ariedro la fazién tornar” (vv. 450-451). En tanto el ingreso al espacio sagrado es un límite entre el pecado y la santidad, que no puede cruzarse hasta no abandonar el uno por la opción de la otra –y por lo tanto una frontera sólo en sentido simbólico, ya que no remite a espacios físicos diferentes sino a un adentro y un afuera del templo–, el río no es en cambio un límite sino una frontera doble: física, como último confín antes del desierto como lugar concreto, y simbólica pues remite a dos mundos, el mundo del pecado al que María pertenecía y el penitencial cifrado en el espacio purificador del desierto.

Un nuevo milagro se produce apenas María se pone en marcha, ya que encuentra un peregrino que le da tres panes –su único sustento penitencial– que están durísimos todo el primer año, pero que luego se vuelven milagrosamente comestibles otra vez: “después fueron alvos e blancos / como si del día fuessen amassados” (vv. 764-765). Esta transformación milagrosa, interpolada por el afán del poeta hispánico de introducir mayor sobrenaturalidad a su fuente francesa, subraya sin dudas ese espacio del desierto como el lugar privilegiado donde suceden los milagros. Ese desierto, sin embargo, nunca deja de ser un sitio de tentación diabólica, lo que queda claro textualmente con la referencia a “los grandes comeres” (v. 784), como recuerdos de su placentera vida pasada con que el diablo intenta tentar a María; imágenes éstas totalmente opuestas a los escasos tres panes que ahora tiene como único alimento.

María concreta su penitencia en el desierto durante cuarenta y siete años de los que poco se dice o se narra y que se representan en cambio, descriptivamente, mediante un retrato retórico de su deterioro corporal que se opone al de su juventud presente en el inicio del poema. En este sentido, la penitencia claramente se relaciona con la hostilidad del desierto, que en el retrato se menciona a partir de ciertos elementos ambientales culpables de causar directamente el daño físico: “Por grant viento e grant friura / desnuda va sin vestidura” (vv. 702-703); “la faz muy negra e arrugada / de frío viento e elada” (vv. 732-733). La imagen que resume el deterioro físico es la de la pérdida, a causa de lo inhóspito del desierto (“Perdió las carnes e la color, / que eran blancas como la flor”, vv. 722-723; “entenebridos avié los ojos, / perdidos avié los mencojos”, vv. 728-729), en tanto las espinas son la representación más gráfica del pecado que se abandona en semejante escenario (“Quando una espina la firía, / uno de sus pecados perdía; / e mucho era ella gozosa”, vv. 752-754).

El ambiente salvaje del desierto es, sin dudas, el que promueve y posibilita la purificación interior del anacoreta. El desierto es casi el otro protagonista de la leyenda, junto con María, pues conforma la medida de un salvajismo santo donde la ruptura con el mundo se vuelve logro espiritual. La vacuidad del desierto, en su misma inmensidad, resuena en la intimidad del ser, estableciendo la correspondencia entre esa inconmensurabilidad vertiginosamente vacía del espacio exterior y la profundidad del espacio interno. La superación de las debilidades humanas, al vencer los múltiples peligros del desierto: las condiciones climáticas extremas, la carencia total (de alimentos, de compañía, de protección), los animales salvajes e incluso las tentaciones demoníacas, define al desierto como el espacio físico de una ascesis salvaje donde la superación de la naturaleza humana se expresa, de manera contradictoria, bajo un aspecto bestial. El desierto resulta, en este sentido, al mismo tiempo la vía más difícil pero también la más radical hacia la salvación, sobre todo para una mujer.

El desierto que conforma la leyenda de Santa María Egipciaca es, básicamente, un espacio asexuado, ya que la penitente debe perder todos sus atributos femeninos para alcanzar una santidad que justamente allí es característica de los hombresvi. Es, además, un espacio típicamente asocial, que sin embargo también paradójicamente requiere la presencia de un testigo que avale esa penitencia como camino de santidad y represente, a la vez, al lector u oyente que necesita ser parte de ese proceso penitencial para así adquirir la experiencia cabalmente en su ejemplaridad.

El monje Gozimás es el testigo fundamental de la penitencia desértica de María, quien durante su estancia cuaresmal en el desierto encuentra a la pecadora arrepentida. Lo que para María resulta una instalación permanente, es para los monjes del monasterio de San Juan una estadía transitoria, circunscrita al período penitencial eclesiástico: “e a las montanyas se metieron. / Sus penitencias allí las fazién” (vv. 905-906). En la tradición inicial de la leyenda, la oriental, este monje era el verdadero protagonista de la historia, y María era simplemente quien a través de su ejemplo le demostraba cuán lejos se encontraba él mismo del camino de la santidad que ella con su penitencia representaba. Pero a partir del siglo XII se impone una versión, conocida como la rama occidental de la leyenda, en la cual María se vuelve el personaje principal y desplaza a Gozimás a testigo secundario de su proceso penitencialvii.

El desierto, en general sinónimo de soledad, deviene entonces el espacio contradictorio que propicia cada uno de los encuentros entre María y Gozimás. Es que la soledad absoluta impediría algo fundamental en el proceso de la santidad: que la vida del santo se vuelva ejemplo de imitación para los receptores de su historia. Para que se concrete el testimonio, debe existir un testigo de la penitencia, que llamativamente introduce en el espacio de la soledad desértica una presencia que vuelve al desierto menos solitario. En esos encuentros, el desierto como espacio asexuado y asocial no deja de oponer, sin embargo, su resistencia. Cada hallazgo, cada diálogo, entonces, deja entrever las tensiones de su configuración como escenario eremítico frente a ese requerimiento testimonial ejemplar.

Cuando Gozimás descubre a María por primera vez en el desierto, en principio solo vislumbra una sombra indistinta, ni de hombre ni de mujer (“vio la sombra veramiente; / sombra vio que era / de omne o de fembra”, vv. 931-933), que incluso se percibe inicialmente como una posible tentación demoníaca, antes que como un ser humano de carne y hueso (“cuidó que fuese alguna antojança / o alguna espantança”, vv. 942-943).

Al descubrirse ambos humanos, hombre y mujer, monje y anacoreta, uno huye del otro tanto físicamente como, luego, de manera verbal, generando una indudable alternancia atracción-rechazo que singulariza su encuentro:

Quando el santo omne vio la figura,

all á va a grant presura.

Quando Mar ía lo vio venir,

luego comen çó de foir.

El santo homne la va segudando,

un poquiello la va alcan çando;

comen çola afincar

por amor de con ella fablar. (vv. 960-967)

Los avances y retrocesos de María y Gozimás en su primer encuentro culminan con el regreso del monje a su abadía, ya que, a pesar de sus deseos de quedarse en el desierto con la penitente (“Duenya, consejo te pido, / si podría fincar contigo”, vv. 1172-1173), una revelación de la santa le indica que recién podrá tornar allí al año siguiente para darle a ella la comunión apenas antes de que llegue el momento de su muerte. Cumplida la profecía de María, se encuentran ambos en sendas márgenes del río Jordán; es entonces cuando un nuevo milagro los acerca de nuevo, ya que la santa camina sobre las aguas para llegar a él: “Sobr’el agua vinié María, / como si viniese por una vía” (vv. 1250-1251). Este segundo encuentro, donde María recibe la comunión de parte de Gozimás, es sumamente breve y sólo establece las coordenadas del último encuentro, aquel –transcurrido un nuevo año– en el cual el monje hallará sin vida a la santa allí donde la viera por primera vez.

El desierto, como lugar de instalaci ón penitente, se convierte entonces en la morada final del cuerpo de la santa (“Quando en tierra fue echaba, / a Dios se acomendaba”, vv. 1328-1329) y en la posibilidad finalmente concretada, a causa de la penitencia, de la redención de su alma (“El alma es de ella salida, / los ángeles la han recebida”, vv. 1334-1335).

Un último milagro, relacionado concretamente con el desierto en su aspecto más material y evidente, le muestra al monje cómo enterrar a María, a través de unas letras escritas en la tierra que quedan como una señal en ese desierto de su vida y muerte santas. Ese mensaje, una exhortación al entierro de la mujer, se inscribe como la presencia sobrenatural que irrumpe en el paisaje del desierto, conformándolo claramente como espacio sagrado:

Cató ayuso contra la tiesta

e vio unas letras escritas en tierra;

mucho eran claras e bien tajadas,

que en çielo fueron formadas. (vv. 1368-1371)

En palabras de Jacques Le Goff, “la historia del desierto, aquí y allá, estuvo siempre formada de realidades materiales y espirituales entrelazadas, de un ir y venir constante entre lo geográfico y lo simbólico, entre lo imaginario y lo económico, entre lo social y lo ideológico” (1994: 30). El desierto en la Vida de Santa María Egipciaca se ha revelado en su complejidad a la vez como espacio físico concreto con características determinadasviii, como espacio literario que se construye a partir pero por encima del espacio geográfico correspondiente a un tiempo específico, y como espacio simbólico que connota el ascetismo penitencial tan influyente en el desarrollo y la orientación de parte de la espiritualidad del período.

A pesar de ser un espacio asexuado y asocial, el desierto no es un sitio sin l ímites ni reglas, como sí señala Connie L. Scarborough al plantearlo como “un lugar donde no se aplican las normas sociales ni teológicas” (2012: 141). El ejemplo más claro es la propia abadía de San Juan, cuyo eremitismo reglamentado se explicita en la extensa descripción del monasterio como una sociedad idílica que funciona en base a la conducta cristiana compartida:

Entr’ellos non avié copdiçia,

ni enbidia nin avari çia.

Todos son de buena voluntat,

que non queri én aver propietat;

non querién aver argento ni oro,

que en Dios es todo su tresoro.

Atanto eran de santa vida

que ay omne que vos lo diga. (vv. 824-831)

El desierto no es tampoco ese “otro mundo” que menciona Anthony J. Cárdenas como opuesto a la ciudad y en el cual “María experiences a spiritual transformation of consciousness” (1996: 417). El proceso penitencial de María Egipciaca sí necesita de la soledad y el salvajismo del desierto para concretarse, pero no requiere de un mundo otro para que la experiencia sea valedera, sino por el contrario de la distancia física del pecado y del aquietar su movimiento tanto interno como externo. Justamente por ello, tampoco la penitencia desértica puede sostener por sí sola ningún modelo social válido como experiencia terrena, como supone Patricia E. Grieve al afirmar que el eremitismo de María Egipciaca “provides a model of new kind of society, held together by spiritual rather than carnal unions, and populated by ‘equal, gender-free human beings’” (2000: 150).

La nueva espiritualidad del desierto, propia seg ún los estudiosos de los siglos XII y XIII, propondría siempre estancias eremíticas traducibles más tarde en experiencias apostólicas. El ideal del asceta supone en este periodo su integración al mundo, por lo que son los monjes de la abadía de San Juan, y no concretamente María Egipciaca, quienes representarían el ideal social-espiritual más deseableix. La identificación final de estos monjes tanto con los emisores como con los receptores del mensaje cristiano de la leyenda de la anacoreta refuerza, de ese modo, el núcleo ideológico básico de una ejemplaridad concebida como testimonio vital.

Frente a tantos otros héroes medievales, incluso aquellos como Apolonio con el que la santa penitente comparte el mismo espacio manuscritox, la Vida de Santa María Egipciaca se distingue por una imagen central de permanencia y estabilidad que cifra el crecimiento espiritual no en el viaje exterior y sus pruebas, ya que el deambular de la protagonista se detiene en el texto apenas María llega al desierto antes de la mitad del poema, sino en el verdadero viaje –el viaje interior de reconocimiento, renuncia y penitencia de su vida anterior de pecado, como demuestran con su aprendizaje final esos mismos monjes que transmitirán su historia:

Mucho emendaron de su vida

por enxemplo desta Mar ía.

E nós mismos nos emendemos,

que mucho mester lo avemos. (1438-1441)

 

Notas

i Estas leyendas de prostitutas-santas comunicaron la doctrina cristiana de una forma más directa y concreta que los sermones o las enseñanzas religiosas teóricas, al dramatizar actos de conversión, arrepentimiento y penitencia con los cuales los lectores u oyentes pudieran sentirse identificados (Dayle Seidenspinner-Núñez, 1992: 100).

ii La Vida de Santa María Egipciaca pertenece a la conocida como tradición occidental de la leyenda de la penitente, que se inicia en Francia a fines del siglo XII con la Vie de Sainte Marie l’Égyptienne, texto que el poema hispánico traduce. Para ahondar en el núcleo básico oriental de la historia y su traslación posterior a las lenguas vernáculas, así como a las transformaciones debidas a ese pasaje, remito especialmente a Duncan Robertson (1980: 305-327).

iii La leyenda de Santa María Egipciaca se origina en el siglo VI con la versión en griego de Sofronio de Jerusalén, posiblemente basada en los relatos de las vidas de San Pablo Ermitaño y San Cipriano. En el siglo VIII, Pablo el Diácono traduce al latín la narración de Sofronio, que se difunde de manera extraordinaria en toda Europa.

iv Cito según mi propia transcripción del texto de la Vida de Santa María Egipciaca, parte de la edición conjunta del Ms. K-III-4, especificando a continuación de cada cita los versos correspondientes (Zubillaga, 2014).

v Paloma Gracia señala que el Jordán no es un río cualquiera, ya que en sus aguas suceden episodios relativos a las vidas de Elías y de Eliseo, además del paso del pueblo de Israel hacia la Tierra Prometida (2001: 206).

vi Como incluso señala E. Ernesto Delgado, uno de los principios fundamentales de la áskesis consistía en evitar todo contacto con las mujeres, ya que su naturaleza carnal y sexual desvirtuaba la tendencia natural del hombre hacia la espiritualidad (2003a: 285).

vii Como señala Robertson, la evolución de una leyenda hagiográfica atraviesa un umbral crítico cuando se traslada a las lenguas vernáculas (1980: 305), y la Vie de Sainte Marie l’Égyptienne –fuente francesa de la Vida de Santa María Egipciaca– constituye en este sentido el primer ejemplo de la transformación que implica ese traslado. La vida de la santa, referida por ella misma al monje en la versión oriental recién cuando se concreta su encuentro, se transforma en la vertiente occidental de la leyenda en su biografía, narrada en tercera persona desde el inicio del relato.

viii A pesar de considerar en este trabajo, ante todo, al desierto como espacio real, hemos intentado no postular aquí un determinismo geográfico simplista que busque analizar las cosas en el espacio, considerándolo sólo un escenario de la acción narrativa, sino el espacio mismo de las relaciones sociales, políticas y simbólicas que allí confluyen.

ix En esta misma orientación, Delgado propone que “Zósimas no sólo señala el fin de la vida penitente de María, sino que le otorga validez y la circunscribe a los preceptos invocados en Letrán en relación con los sacramentos de la confesión y eucaristía” (2003b: 52).

x La Vida de Santa María Egipciaca está copiada en el Ms. K-III-4 de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial junto con el Libro de Apolonio, que la precede, y el Libro de los tres reyes de Oriente, que completa el códice.

 
Bibliografía

Cárdenas, Anthony J., 1996. “The Desert Experience as Other World in the Poem Vida de Santa Maria Egipciaca”, Romance Languages, 7, 413-418.

Delgado, Ernesto, 2003a. “Ascetas y penitentes en el discurso de los Padres de la Iglesia: hacia una revisión histórica del modelo hagiográfico de la leyenda de Santa María Egipcíaca en la Alta Edad Media”, Romance Quarterly, 50:4, 281-301.

Delgado, Ernesto, 2003b. “Penitencia y eucaristía en la conformación de la vertiente occidental de la leyenda de Santa María Egipcíaca: un paradigma de negociación cultural en la Baja Edad Media”, Revista de poética medieval, 10, 25-55.

Gracia, Paloma, 2001. “Simbología de las aguas en la Vida de Santa María Egipcíaca”, en Literatura y cristiandad: homenaje al profesor Jesús Montoya Martínez (con motivo de su jubilación): (estudios sobre hagiografía, mariología, épica y retórica), Antonio Rafael Rubio Flores, María Luisa Dañobeitia Fernández y Manuel José Alonso García (coords.), Granada: Universidad de Granada, 203-208.

Grieve, Patricia E., 2000. “Paradise Regained in Vida de Santa María Egipcíaca: Harlots, the Fall of Nations and Hagiographic Currency”, en Translatio Studii: Essays by his Students in Honor of Karl D. Uitti for his Sixty-Fifth Birthday, Renate Blumenfeld-Kosinski, Kevin Brownlee, Mary B. Speer y Lori J. Walters (eds.), Amsterdam: Rodopi, 133-154.

Le Goff, Jacques, 1994. “El desierto y el bosque en el Occidente medieval”, en Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Barcelona: Gedisa, 25-39.

Robertson, Duncan, 1980. “Poem and Spirit. The Twelfth-Century French Life of Saint Mary the Egyptian”, Medioevo Romanzo, VII:3, 305-327.

Scarborough, Connie L., 2012. “El desierto como sitio de reconciliación en la Vida de Santa María Egipciaca”, en Rumbos del hispanismo en el umbral del Cincuentenario de la AIH, Patrizia Botta (coord.), Roma: Bagatto Libri, vol. II, 138-144.

Seidenspinner-Núñez, Dayle, 1992. “The Poetics of (Non)Conversion: The Vida de Santa María Egipçiaca and La Celestina”, Medievalia et Humanistica, 18, 95-128.

Zubillaga, Carina, 2014. Poesía narrativa clerical en su contexto manuscrito. Estudio y edición del Ms. Esc. K-III-4 (“Libro de Apolonio”, “Vida de Santa María Egipciaca”, “Libro de los tres reyes de Oriente”), Buenos Aires: SECRIT.

 

 

 

Esta obra está bajo licencia
Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional