Olivar, vol. 17, nº 26, e012, diciembre 2016. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

 

 


ARTICULO/ARTICLE

 


Las experiencias de la Naturaleza amante en algunos exponentes de las literaturas vernáculas de la Edad Media (siglos XII y XIII)

 

 

Lidia Amor

Universidad de Buenos Aires
Instituto Multidisciplinario de Historia y Ciencias Humanas. CONICET
Argentina



Cita sugerida: Amor, L. (2016). Las experiencias de la Naturaleza amante en algunos exponentes de las literaturas vernáculas de la Edad Media (siglos XII y XIII). En S. Disalvo (ed.), Natura litterata. La naturaleza en la poesía hispánica medieval y su contexto latino y románico. Olivar, 17 (26), e012. Recuperado de http://www.olivar.fahce.unlp.edu.ar/article/view/OLIe012

 

 

Resumen
Las expresiones poéticas, como la lírica popular hispánica demuestra en su ingente tradición, se apropiaron del paisaje natural y dotaron a sus elementos de una significación que exteriorizaba la búsqueda de senderos expresivos propios a través de los cuales pudiera comunicar la sensibilidad humana y transmitir, particularmente, el amor. A partir de esta comprobación y en función del simbolismo que la poesía otorga a los elementos naturales, este artículo se detendrá a explorar tres relatos franceses (Tristan et Iseut, Cligès y el Roman de la Rose) con el objetivo de descubrir la íntima relación que se entabla entre el sujeto enamorado y el cosmos natural. Es posible argumentar que, en estos textos, la Naturaleza dilata su propia esencia y traduce las distintas sensaciones que el goce amoroso suscita. Se establece así una afinidad entre los amantes y los componentes naturales en la que estos captan las sensaciones que aquellos experimentan, y devienen, de este modo, la metáfora de una subjetividad naciente que todavía busca sus voces.

Palabras clave: Lírica; Narrativa; Siglos XII y XIII; Simbología natural; Amor

 

Experiences of the Loving Nature in Some Examples of Vernacular Literatures in the Middle Ages (12th and 13th Centuries)

 

Abstract
Poetic expressions, as Hispanic popular lyric shows in its vast tradition, appropriated the natural landscape and endowed its elements with a meaning, thus exteriorising the exploration of its own expressive ways through which it could communicate human sensitivity and transmit love, in particular. From this proof and according to the symbolism that poetry assigns to natural elements, this article will explore three French stories (Tristan et Isolde, Cligès, and the Roman de la Rose), with the aim of discovering the intimate relationship established between the loving subject and the natural cosmos. It is possible to argue that, in these texts, Nature expands its essence and translates the different sensations that the amorous enjoyment raises. This establishes an affinity between lovers and natural components in which the latter capture the experience of those feelings, and become, thus, the metaphor of a nascent subjectivity still in search of its voices.

Keywords: Lyric poetry; Narrative; 12th and 13th Centuries; Natural symbolism; Love

 

1. Las Naturalezas medievales

Desde tiempos inmemorables, los espacios hacia los que el hombre extendió sus manos y posó su mirada estaban, de alguna manera, atravesados por elementos que denotaban el universo natural, poblado por seres y elementos que manifestaban la vital interdependencia del hombre y el cosmos. La Edad Media, en su dilatada cronología, no fue ajena a esta perpetua comunicación, aunque la correspondencia que entabló con la Naturaleza dependió y tradujo contextos, épocas y necesidades específicas. De la diversidad de significados que le suministró pueden deslindarse dos: uno conectado con el campo del pensamiento teológico y “científico” y otro unido a la poesía en lengua vernácula, en la intersección entre lo culto y lo popular.

Respecto de la contemplaci ón erudita de la Naturaleza, es posible, por su parte, distinguir dos momentos. Durante la temprana Edad Media latina imperó una concepción simbólica que prescindió de la tradición científica clásica y helenística y se nutrió del pensamiento patrístico; desde esta óptica, la física y ciertos temas de la literatura helenística, relacionados con las mirabilia, se transformaron en componentes de un enfoque religioso del cosmos. La Naturaleza se convirtió, por ende, en un sistema de símbolos y en el lenguaje figurado de Dios que recuerda a los hombres las verdades de orden ético y religioso, de acuerdo con un estricto paralelismo entre los seres naturales y las Sagradas Escrituras. De este modo, la Naturaleza devino el libro “escrito por el dedo de Dios”, como aseveraba Hugo de San Víctor en De tribus diebus, al tiempo que representaba un espacio textual donde aplicar los mismos instrumentos de intelección que los utilizados para la exégesis bíblica, sometiéndola así a transposiciones simbólicas, alegóricas, morales y tipológicas. Ahora bien, esta conceptualización no se limitaba a la esfera de lo imaginario; por el contrario, se trataba de un sistema coherente de interpretación de la realidad y una forma de conocimiento que, obedeciendo a una lógica simbólica, encontró en las técnicas de la tradición exegética los instrumentos adecuados para alcanzar la verdad del discurso divino manifestado en la creación. En definitiva, se instauró un cosmos cristiano, cuyo sentido y elucidación se hallaban en la referencia constante a la esfera de lo sagrado.

Si bien esta caracterización prevaleció largamente, durante los siglos XII y XIII la experiencia de la Naturaleza se transformó de manera profunda en función de un nuevo contexto económico y político y gracias al ingreso (desde los márgenes europeos de Italia meridional y de España) de traducciones de textos científicos y filosóficos griegos y árabes, los que recibieron una calurosa acogida en los círculos escolásticos del siglo XII y en las universidades del siglo XIII. En el lapso de una centuria, se erigió una biblioteca de textos de física, astronomía, medicina, alquimia y magia, desconocidos hasta entonces, que permitió (re)descubrir la riqueza de la especulación aristotélica, helenística y árabe. Se trataba de textos que, escritos antes o fuera de la tradición religiosa cristiana, proponían una filosofía natural y una metafísica diferente de la modesta enciclopedia de las artes altomedievales. En este contexto racional, paulatinamente emergió una idea de Naturaleza libre de transposiciones y de lecturas simbólicas, desgajada de la esfera de la sacralidad y dotada de una consistencia ontológica propia y de una capacidad causal vinculada con la vida cotidiana del hombre. La cultura europea se impregnó de la intensa originalidad de las tradiciones griegas y árabes nuevamente esclarecidas: el hombre se hallaba inserto en un sistema físico en el que la Naturaleza no se definía más a partir de las referencias simbólicas o como lenguaje divino, sino por el hecho de que había sido creada por Dios, siguiendo una “ley”. En esta línea de pensamiento, M.-D. Chenu (1957) describió con suma claridad el “descubrimiento científico” que supuso la “nueva” idea de Naturaleza y la diferenció del sentimiento de lo natural que experimentaron los poetas de la época y los escultores de puertas y capiteles de las catedrales bajo el influyo de los artificios alegóricos de moda. Los hombres del siglo XII tomaron conciencia de la existencia de una realidad exterior, inteligible, eficaz, como un compañero cuyas fuerzas y leyes convocaban a la armonía o al conflicto. Paralelamente a este descubrimiento “natural”, se dieron cuenta de que ellos también eran una pieza de ese universo que deseaban dominar.

Como la sintética exposición demuestra, cualquiera haya sido el pensamiento que gobernó la conceptualización de la Naturaleza, de ninguna manera la “larga” Edad Media vio en ella un mundo extraño a la interferencia humana ni tampoco la consideró un espectáculo absolutamente autónomo. Uno de los principios que parece haber regido su significación, podría especularse, es su índole relacional, su carácter transitivo y su perpetua comunión con el hombre y con Dios.

Ahora bien, si el pensamiento medieval de los siglos XII y XIII forjó una imagen más racional de lo natural, la poesía y la narrativa en lengua vernácula, coetáneas de dicha apertura cientificista, parecen haber creado y organizado sus propias representaciones que, aunque provenientes de canteras distintas, compartían el carácter simbólico de lo natural, comprobación que autorizaría a establecer un punto de contacto entre erudición teológica y expresión poética.


2. Algunas apreciaciones acerca del simbolismo poético

Podr ía aventurarse que las expresiones literarias, en su amplia generalidad, recurrieron a la simbología natural para transmitir emociones y pensamientos y para comunicar, esencialmente, la asimilación sensorial e intelectual del mundo circundante. En este vastísimo entramado, la lírica popular comparte con las narrativas medievales en lengua vernácula una concepción de la Naturaleza como símbolo que expresa aquello que el hombre no formula de manera explícita y directa acerca de su vida íntima.

En las literaturas que surgen en el siglo XII, por ejemplo, la simbología natural descubría la subjetividad humana, dotando a sus componentes de una significación que exteriorizaba la búsqueda de senderos expresivos personales más genuinos, a través de los cuales anunciar la sensibilidad de ese hombre nuevo. De manera análoga, la lírica popular, tal como lo puntualiza Margit Frenk (2006), construye un código de gran estabilidad diacrónica que connota, en cada una de sus ocurrencias, un mundo referencial ligado a las pulsiones humanas.


En las canciones populares europeas no hay, por lo visto, aspecto de la vida natural que aparezca exclusivamente como tal. Podemos estar casi seguros de que siempre que se mencione, digamos, una fuente, un arroyo, o un r ío o el mar, sus aguas estarán asociadas con la vida erótica y la fecundidad humanas, incluso cuando no se las mencione de manera expresa. Del mismo modo, siempre que nos topemos con árboles, hierbas, flores, frutos, aves y otros animales, podemos estar casi seguros de que funcionan como símbolos. Y lo mismo ocurre con otros elementos de la Naturaleza y con acciones humanas como ir a la fuente, coger flores, lavarse (y lavar camisas), encontrarse bajo un árbol, etc. Los símbolos naturales pueden no usarse conscientemente en cuanto tales y también pueden convertirse en estereotipos; sin embargo, tienen una capacidad sorprendente de revivir una y otra vez, como la luna. (Frenk, 2006: 331)

Dicha estabilidad terminológica transforma el simbolismo natural en un código que una comunidad cultural y lingüística comparte de manera sincrónica y diacrónica, y gracias al cual sus miembros desarrollan un profundo sentido de pertenencia espiritual. Observemos estos ejemplos:


En los olivares

De junto a Usuna

púsoseme el sol,

salióme la luna [NC 1073] (Frenk, 2006: 336)

 

¡Ay!, luna que reluces,

Toda la noche me alumbres.

 

¡Ay!, luna atan bella,

Alúmbresme a la sierra

Por do vaya y venga.

Toda la noche me alumbres [ NC 1072b] (Frenk, 2006: 336)

La belleza poética de estas canciones parece no hallarse en sus posibilidades polisémicas o en el preciosismo de un lenguaje artificioso tal como se podría notar, por ejemplo, en una poesía de corte más erudito. Su atractivo fluye del simbolismo de los elementos naturales, del encanto de las imágenes visuales, de la armonía musical de la expresión y de la sonoridad del juego lingüístico. Por su parte, la poesía de “autor” puede también utilizar símbolos naturales para connotar la subjetividad humana, pero se trata de una manifestación única que conmoverá (o no) a los receptores de forma singular e íntima, por lo que la cohesión social a través de esta clase de poesía parece improbable. Esta circunstancia determina la distancia que existiría entre las literaturas tradicionales y las eruditas; se explicaría, además, el motivo por el que se dificulta la irradiación de estas últimas más allá de un selecto grupo de iniciados o de la época de la que se nutre y extrae sus constituyentes. Su única posibilidad de trascendencia la ofrecería el hecho de que su estética circulara fuera de sus fronteras espaciotemporales y de que sus manifestaciones fueran objeto privilegiado de un exigente adoctrinamiento.

Ahora bien, las diferencias se ñaladas se atenúan cuando atendemos a uno de los aspectos más relevantes de la relación poesía – símbolo natural: en la exploración sensorial y emotiva de los fenómenos literarios, el paisaje, la flora y la fauna poseen especial relevancia pues auspician el nacimiento del amor. En efecto, desde sus orígenes, la literatura refiere las manifestaciones de la Naturaleza para expresar las sensaciones del hombre enamorado. Pero desde esta perspectiva también, pueden señalarse mínimas distinciones. Mientras que en la lírica popular el símbolo permite penetrar en la vida erótica, en relatos como Tristan o Cligès, a cuyo análisis me consagraré en los próximos apartados, los símbolos exhiben la relación de esa pulsión primera con el orden social; los textos permiten que se trasluzcan los interrogantes que comenzaron a emerger en la conciencia del hombre medieval acerca del lugar que ocupaba el amor en la conformación y sostenimiento de estructuras sociales. En la producción literaria francófona que comienza a circular hacia el último tercio del siglo XII se trataría no ya de una simbología de los ritmos humanos sino de la adecuación de la subjetividad a las normas de la vida en sociedad.

A partir de este acotado panorama literario, podría pensarse que el amor fue un invento de la Edad Media. Si bien se trata de una idea un tanto desmedida, como recuerda Michel Zink (2003), los testimonios de la época no desmienten la presencia insoslayable que este tuvo para los poetas. La comprobación demuestra que, si bien la noción no surgió en esos siglos, al menos le brindó una centralidad superlativa. Y cuando la lírica y la narrativa medievales cantaron del, por y al amor, establecieron una correspondencia inmanente entre el espacio, los seres naturales y las experiencias del alma enamorada. Sin embargo, como también afirma Michel Zink (2003), la descripción de lo natural no constituye un ornamento ni el contexto ideal en medio del cual representar las emanaciones del corazón atribulado. La Naturaleza de la literatura medieval es un ser conmovido (en su acepción latina de conmovere) que traduce y experimenta en sí misma, mediante sus objetos (devenidos componentes cristalizados de un código semiótico), las contingencias del amor. Los ojos medievales ven en el espectáculo natural el objeto que (pre)ocupa su corazón, el sentimiento que colma su alma. Como si el paisaje absorbiera esa turbación profunda que desarregla el espíritu y el intelecto, traduciendo en sus objetos y seres el estremecimiento que el hombre experimenta. La reverdie, por ejemplo, la celebración del retorno primaveral, elemento tópico frecuente en la lírica amorosa, representaría tanto la senhal como el significado del poema, ya que en su formulación se manifiesta perfectamente la primera vibración pasional.


2.1. La Naturaleza como expresión del corazón amante

En esta historia de ecos e interrelaciones, tres relatos franceses de los siglos XII y XIII, Tristan e Iseo de Béroul (1180-1181), Cligès (1174-1176) de Chrétien de Troyes1 y el Roman de la Rose (1245) de Guillaume de Lorris invitan a reflexionar acerca de los vínculos que los amantes entablan con un locus natural específico.

La leyenda de Trist án e Iseo, testimonio conmovedor del carácter indómito del deseo y de su fuerza, que obliga a una perenne búsqueda del goce, recorrió fantasmalmente el imaginario medieval comunicando un amor que tendía a alterar el basamento jurídico-legal de las proteicas representaciones del poder monárquico y feudal2. Como ya advirtió Emmanuèle Baumgartner (1993), la leyenda desenmascara los mecanismos que la sociedad esgrime para integrar la pasión amorosa a su sistema de valores. Aunque, quizás, el embrujo que condujo a su permanente reescritura excede la interpretación sociológica y reclama una exégesis metafísica que intente penetrar los arcanos y los abismos al que el trágico furor de los amantes de Cornualles empujaba.

Cligès, segundo roman de Chrétien de Troyes, es una narración de tenue matiz artúrico, en donde la leyenda tristaniana es objeto de reflexión y reescritura. En función de otros amantes y otros escenarios (la geografía de las islas británicas es complementada con el oriente bizantino y el imperio germano), el problema del adulterio y su efecto sobre la esfera social queda plasmado de forma transparente, así como la respuesta que Chrétien de Troyes parece haber proporcionado al casus (al estilo del Arte de Amar de Andreas Capellanus) tristaniano. Desde esta perspectiva, resulta interesante comprobar que, para Chrétien de Troyes, la fin’amor, esa expresión pura y enaltecida de la pasión, debe desarrollarse no solo entre seres superiores (requisito exigido por la literatura cortés) sino, fundamentalmente, en el marco de una comunidad ideal, en donde la armonía y la norma predominen y extiendan su poder sobre todos los órdenes, incluido el de la naciente subjetividad.

Por último, el Roman de la Rose de Guillaume de Lorris, es decir, la primera parte de una obra que perfiló la literatura francesa y el pensamiento de los últimos siglos medievales. “Ce est li Romanz de la Rose, ou l’art d’Amors est tote enclose” (vv. 37-38), arte de amar donde se compendia y renueva tanto la lírica amorosa trovadoresca como el roman de materia artúrica bajo el integumentum de la poesía alegórica. Adoctrinamiento en la sutil práctica del amor, pero, esencialmente, enseñanza moral de una urbanidad refinada. Nos hallamos ante el relato de un sueño visionario en el que un joven amante, luego de devenir vasallo del dios Amor, queda prendado de un capullo de rosa y lucha por conquistar un primer beso de ella.

Historias de amor disímiles, aunque en mi opinión, complementarias. En ellas un sugerente paisaje natural enmarca un momento culminante de la vida amorosa de las parejas protagonistas. En el Tristan de Béroul, la foresta de Morois se convierte en el locus inhóspito donde, descubierto el adulterio, los amantes deberán sufrir las penurias y los castigos resultantes de su pecado pasional. Respecto del Cligès, la unión tan ansiada del joven griego con Fenice se produce en el vergel que rodea la torre donde se esconde la princesa luego de su presunta muerte; por último, en el Roman de la Rose, el jardín de Déduit, donde transcurrirán las diferentes etapas de la conquista del capullo de rosa, transmite, en su disposición y en sus elementos, la vivencia excelsa de un amor sublimado.

En estas narraciones la Naturaleza dilata su propia esencia y traduce, en su equilibrio o en su disonancia, en su belleza o fealdad, las distintas sensaciones que el goce amoroso suscita. Se establece así una afinidad entre los amantes y el espacio natural en la que este se apropia de las sensaciones de placer, angustia o dolor que aquellos experimentan, y se transforma, de este modo, en el significante de un significado que la lengua enuncia de manera aún temerosa; deviene la metáfora de una subjetividad naciente que busca todavía su voz.

Pero, en estas micro narraciones, la Naturaleza como símbolo no es una cualidad intrínseca del arte poético (como pudiera desprenderse de los elementos naturales de los que se apropia la lírica popular3), sino que dicho valor se construye en función de la ideología amorosa que el texto parece querer difundir. Por ejemplo, en Tristan, la foresta de Morois ahonda el carácter atemorizante e inhospitalario de su entorno al cobijar a los amantes desterrados; estos y aquél ven intensificados sus aspectos negativos debido a su interconexión. La constitución primigenia de la forest colabora con la intelección de la pasión desenfrenada de la reina y el guerrero. En Cligès, el vergel, espacio estereotipado, tiene por finalidad connotar una serie de virtudes, reunidas, por su parte, bajo el concepto general de cortesía, y deviene el ámbito espiritual donde el sentimiento amoroso puede desarrollarse. Finalmente, el Roman de la Rose de Guillaume de Lorris llevará esta exigencia del roman a un non plus ultra que marcará, en cierta medida, los límites de la literatura cortés.

Tristan y Cligès descubren el malestar que el hombre medieval habría padecido intentando adaptarse a la función social que le exigía una comunidad impasible ante los arrebatos de su afectividad. El roman de Chrétien de Troyes, por el contrario, se habría apropiado de ese desasosiego y habría tratado de anularlo, proponiendo una sujeción “cortés” del individuo mediante la transformación de la pasión amorosa en un juego erótico dentro de los márgenes de una elegante sociabilidad. En esta línea, asimismo, el Roman de la Rose de Guillaume de Lorris habría llevado a un grado extremo la voluntad o la necesidad de contención, al permitir que el amor pasara por el tamiz social y fuera transmutado en la máxima virtud de la cortesía.

En función de estas consideraciones, vale afirmar, en síntesis, que la diferencia esencial del simbolismo natural de la lírica popular respecto del de las narraciones francesas se establece a partir de la disimilitud entre una creación colectiva y anónima, de una parte, y una individual y personal, de la otra; entre un código cuasi estático y general y otro especifico de cada producción. Esta circunstancia permitiría reconocer, en consecuencia, fenómenos literarios divergentes, aunque se utilicen recursos poéticos análogos.

Ahora bien, es preciso advertir que la relación entre simbolismo natural y manifestación amorosa en los tres relatos que analizaré también confluirían en una especie de código uniforme. En efecto, una Naturaleza “cortés” implica un espacio y elementos que han experimentado una sutil metamorfosis en manos del hombre y cuya enunciación se realiza gracias a un lenguaje que fue cristalizándose a medida que las producciones se sucedían. Desde esta perspectiva, en Cligès y en el Roman de la Rose, la Naturaleza participa de las experiencias de la fin’amor, asimilando su codificada formulación, y propaga, en su disposición, el conjunto de emociones y cualidades relativas al sentimiento, que la sociedad parece haber refrendado.

En el Tristan de Béroul, relato situado en los límites de esa fin’amor, contrariamente, la Naturaleza representa un amor carente de cualquier sujeción y librado a las contingencias del instinto pasional, razonamiento que halla en el episodio en la foresta de Morois una clara ejemplificación. Ahora bien, el texto contiene otras secuencias (la cita espiada, por ejemplo) en los que se percibe una suerte de disonancia respecto a esta interpretación. En efecto, en ese encuentro furtivo de los amantes, la narración parece avenirse a las exigencias y convenciones de la fin’amor gracias a la utilización de sus elementos tópicos (el vergel, la fuente, el pino). Pero el narrador le suministra un valor negativo, ya que la acción transcurre dentro de las márgenes de la sociedad, es decir, en un escenario atravesado por una visión adversa que se proyecta, reiteradamente, a través de todo el relato: todo aquello que forme parte o se relacione con la corte se halla impregnado de falsedad y engaño. En contrapartida, la foresta de Morois será el espacio donde los amantes podrán comportarse de manera más auténtica y donde expondrán su amor en los tonos más sinceros. Espontaneidad y franqueza que ponen al desnudo, sin embargo, la crueldad de esta pasión.

Esta serie de reflexiones acerca de las vinculaciones entre amor y narrativa cortés conduce a inferir que la expresión del amor a través de la Naturaleza no solo puede ser examinada como un fenómeno literario único, sino que podría ser también estudiada desde una perspectiva de conjunto, desde una óptica histórico-literaria diacrónica que se extienda desde el último cuarto del siglo XII hasta la primera mitad del siglo XIII. En este lapso se enmarcaría una evolución en la conceptualización del amor conformada por, al menos, tres momentos: desde la pasión erótica irrefrenable hasta la fin’amor perfecta y socialmente aceptable, desde el amor considerado una passio (con la intensidad semántica que el concepto posee, en especial, para las culturas medievales) hasta la conciliación del deseo con la vida social, mutando, en consecuencia, en un ars amandi, manual de conducta donde las emanaciones del corazón se liberan de la pulsión avasallante para transformarse en virtud modélica del espíritu cortés.

La combinación de estos dos aspectos, el vínculo amantes-locus natural y evolución del sentimiento amoroso a través del ejemplo de la narrativa cortés de los siglos XII y XIII, me permite postular que, en Tristan, Cligès y el Roman de la Rose, el paisaje posee, en su constitución y disposición, la “ideología amorosa” que orienta los sentidos que cada narración proyecta. Así, la foresta de Morois representa una Naturaleza en estado salvaje, inasequible a la manipulación del hombre, y emula, por tanto, el amor desenfrenado e incontrolable que alberga. El vergel en Cligès, a diferencia de la foresta, simboliza un escenario domesticado y refiere una pasión disciplinada por las convenciones sociales; finalmente, el jardín de Déduit, donde se emplaza el amante en busca de la rosa, simboliza un sitio aristocrático en el que solo los espíritus superiores pueden mostrar su afectividad.

A partir de estos presupuestos propongo analizar, en una serie de fragmentos provenientes de los textos seleccionados, el léxico y los recursos retóricos empleados a fin de 1) elucidar las maneras en que se manifiesta la vinculación entre el sentimiento amoroso y la representación del espacio natural, 2) penetrar sus posibles significaciones y 3) comprender las maneras en que la idea de Amor se tematiza en estos exponentes de una literatura que se consolida entre el último tercio del siglo XII y el primero del siglo XIII.


3. De la passio al ars amandi

3.1. El planto de la Naturaleza indómita

La fragmentariedad que determina las versiones francesas que nos legaron el Tristán parece magnificarse en el texto de Béroul. En efecto, la constitución episódica de cada sección encapsula y aísla las escenas y permite identificarlas por sus rasgos sobresalientes. Esta afirmación vale, en especial, para el “exilio” de Tristán e Iseo en la foresta de Morois, episodio enmarcado por los dos encuentros que los amantes mantienen con Ogrin: en el primero, el eremita intenta disuadir a la pareja de continuar con la pasión que los abrasa y, en el segundo, después de que el efecto del brebaje desaparece, Tristán e Iseo solicitan al monje que interceda por ellos ante el rey Marc. En medio de estas dos secuencias distintos acontecimientos van marcando los jalones de una pendiente de continua humillación, tanto más patética cuanto que la pareja va tomando conciencia de su declive, ya que no solo han perdido el lugar socialmente encumbrado que ocupaban, sino que ven quebrantarse también su humanidad.

Su decadencia se percibe a trav és de un conjunto de códigos semióticos (la alimentación, la vestimenta, la gestualidad) que van escandiendo el movimiento narrativo. A esta identificación del efecto pernicioso del amor pueden sumarse los vocablos elegidos para denotar el ámbito donde Tristán e Iseo deben permanecer, cuya síntesis el narrador formaliza a través de la sentencia:

Aspre vie meinent et dure:

Tant s’entraiment de bone amor

L’un por l’autre ne sent dolor.4 (vv. 1364-1366)

Como la rima expresa, el verdadero amor no puede revelarse sino a través del dolor; el sufrimiento es la única forma de descubrir la hondura del sentimiento5. Este padecer se manifestará a través de un contexto que se oponga irreversiblemente al rol social que define a los amantes en el mantenimiento de un orden y a su función destacada en la organización del tejido social. Si la reina y el guerrero, “la mano derecha del rey”6, han sido obligados a optar, a causa de su pasión, por abandonar sus responsabilidades sociales y se exilian, el lugar de su destierro debe representar no solo el territorio de su dolor sino también la antítesis de lo que ellos fueron. Así, el amor los condujo a la degradación social: la Naturaleza no será otra que un ámbito despojado de toda intromisión civilizatoria. No obstante, la ausencia de cualquier elemento que represente la vida cortesana no impide, como el examen del pasaje demostrará, que Tristán e Iseo intenten fundar una minúscula sociedad sui generis.

Entre los versos 1272-1305 y 1784-1794 se congregan un conjunto de t érminos que describen la foresta. Para ello, el narrador recurre a una copiosa sinonimia: forest (foresta) bois (bosque), boschage (boscaje), gaudine (boscaje), gaut (boscaje) y desert (desierto).

La diversidad de términos utilizados para denominar este espacio natural no solo evidencia la riqueza léxica del pasaje, sino que, desde un punto de vista crítico, amplía y suministra nuevos matices semánticos a los valores que André Eskénazi (1984) atribuye a los términos forest y bois. En efecto, en su artículo “Bois et forest dans les lais du Ms. H”, el especialista examina el uso y la alternancia de estos vocablos en cuatro lais de María de Francia (“Guigemar”, “Chevrefoil”, “Eliduc” y “Bisclavret”) y señala que la poetisa utiliza forest cuando menciona por primera vez una gran extensión cubierta de árboles mientras que, en las alusiones sucesivas al mismo espacio, emplea el término bois. Asimismo, el filólogo indica que forest denota una extensión muy grande, cuyas dimensiones permiten que englobe otras de menor tamaño; forest representa, además, el ámbito de las bestias salvajes y de las maravillas, constituyéndose en espacio impenetrable, como el roman artúrico ha ampliamente ejemplificado. El bois, por su parte, designa una realidad puntual, limitada y cerrada.

El estudio de “Bisclavret” es, en este sentido, particularmente revelador: aunque forest aparece para marcar ese territorio prohibido al hombre socialmente adaptado (pero no para el loup-garou) y bois distingue la zona domesticada, en este lai se produce una alteración de las ocurrencias cuando Bisclavret relata su metamorfosis a la esposa traicionera: aquel lugar que había sido denominado forest deviene, en boca del personaje, bois. Eskénazi (1984: 202) sugiere que, si Bisclavret llame bois a aquello que, anteriormente, designó como forest, esto se debe a que la situación y el discurso lo exigen. El caballero está revelando un secreto y, en consecuencia, permite el ingreso de un tercero a un espacio, que, en función de la revelación, deja de ser una soledad impenetrable. Más aún, trata de tranquilizar a su esposa presentándose como un caso de licantropía benigna. Mientras que los verdaderos hombres-lobos hacen de la foresta su residencia permanente, Bisclavret no abandona jamás su condición humana, circunstancia visible también en el acondicionamiento que hace de la gaudine -bosque- donde se cobija durante su metamorfosis: la domesticó como un sustituto ocasional de aquel ámbito que, en su apariencia de hombre, era su meisun (hogar). Esta forest devino bois cuando se transformó en un hogar provisorio, una realidad cultural más que natural. De igual modo, en el Tristan de Béroul, la pasión ingobernable encuentra su manifestación y expresión poética en una naturaleza que se define, en principio como salvaje e impenetrable:

Lasent le plain, et la gaudine

S’en vet Tristran et Governal.

Yseut s’esjot, or ne sent mal.

En la forest de Morrois sont.

La nuit jurent desor un mont. 7 (vv. 1272-1276)

En este pasaje, el significado de forest responde a la idea de territorio extraño a todo gesto civilizador y, en especial, espacio atemorizante (esfree), idea que se define más claramente en estas citas suplementarias:


Or sont ensemnble en la forest,

Tristran de veneison les pest.

Longuement sont en cel boschage.

La ou la nuit ont herberjage. 8 (vv. 1357-1360)

 

Au matinet s’en part Tristrans

Au bois se tient, let les plains chans.

Li pain lor faut, ce est grant deus

De cers, de biches, de chevreus

Ocist asez par le boscage.9 (vv. 1424-1428)

 

La forest est si esfree

Que nus n’i ose ester dedenz.

Or ont le bois a lor talent.

La ou il erent en cel gaut,

Trova Tristran l ’arc Qui ne faut.10 (vv. 1748-1752)

La cadena léxica que principia en forest está conformada por los términos gaudine, boscage, gaut, los cuales articulan la idea de “natural” con los calificativos “salvaje”, “agreste” e “inculto”11, términos que no son utilizados en la descripción del vergel en Cligès o en el Roman de la Rose. Por consiguiente, su presencia aquí refuerza la correspondencia entre locus y sentimiento y, en conjunto, dos espacios -objetivo y subjetivo- en los que lo primigenio se hace patente. Más aún, la vegetación mencionada en el escenario de Morois delinea un terreno carente de la flora y la fauna que integran el topos habitual de la paisajística amorosa impuesta por los trovadores, pues no se alude ni a las flores ni a las aves12 y solo se nombran los animales de caza que sirven para la alimentación. En definitiva, la foresta de Morois se distingue claramente de la representación que Daniel Poirion (1974) refiere en el Roman de la Rose […] “une nature où l’on voit plus de fleurs que de fruits, plus d’eau que de rochers, plus d’oiseaux que de mammifères, jardin et non forêt sauvage” (p. 39) [énfasis propio].

En este pasaje del Tristan de Béroul, los términos referidos al espacio permiten aprehender la profundidad de las emociones que los amantes soportan y se transforman en expresión alegórica de la experiencia amatoria. En este contexto, la palabra desert, que posee el sentido tanto de “lugar desbrozado” como el de “destrucción”, compartiendo un campo semántico muy próximo al de terre gaste (tierra baldía), ocupa un lugar destacado en la significación del pasaje y vehiculiza tanto el sentido habitual del término como uno metafórico: en los versos 1304-1305, “En la forest parfondement/ longuement sont en cel desert” [en la foresta profunda/ largamente están en ese desierto], parece introducir una suerte de anfibología, ya que el desierto puede ser tanto la experiencia del amor en el exilio como el territorio que los acobija. Gracias a esta ambigüedad, en consecuencia, es posible notar cómo el ambiente natural traduce aquello que el sentimiento representa para la pareja.

El término bois también está representado en estos pasajes y se inserta en tres ocasiones: “Au bois se tient, let les plains chans” (v. 1425) [dentro bosque se mantiene, abandona el campo abierto]; “Or ont le bois a lor talent” (v. 1450) [ahora tienen el bosque a su antojo]; “Ainz, puis le tens que el bois furent” (v. 1487) [jamás, desde que en el bosque estuvieron]. En el primer caso, el narrador describe la partida de Tristán hacia el bosque, aclarando que no se aventura en la planicie donde puede ser fácilmente descubierto, mientras que, en las otras dos ocurrencias, se trata de un comentario a través del cual el narrador brinda un panorama general de la nueva vida que llevan los amantes lejos de la corte. En la primera cita, interesa observar que bois se opone a campo abierto, planicie (plains chans) como si se estuviera confrontando dos espacios donde la cultura o lo social tienen una tenue injerencia sobre lo natural; se trataría de una oscilación entre dos posibles ámbitos sociales que designarían lo privado (bois) frente a lo público (plains chans). Es interesante notar también el matiz temporal que se cuela en los tres versos: en el primer caso, el presente verbal marca la finalización de una empresa de conquista cultural (representada en este ejemplo particular en la construcción de la choza donde se albergan [vv. 1290-1298]); en el otro, mediante el uso de un pasado definido, se enuncia la inminencia del fin de la experiencia, encapsulando así una vivencia particular de los amantes en su larga biografía pasional. Pero, fundamentalmente, bois nombra el hogar, el pequeño mundo domestico que los amantes construyen por sí mismos para refugiarse y resguardar su pasión13. El uso de bois está unido, por ende, a la descripción del albergue en el que se hospedan los amantes en medio de esa naturaleza inexpugnable. Para nombrarlo, el narrador emplea herberjage (alojamiento) [“Longuement sont en cel boschage. / La ou la nuit ont herberjage”] cuya construcción Tristán realiza con ramas e Iseo adorna con hierbas:

Sa loge fait: au brant qu’il tient

Les rains trenche, fait la fullie

Yseut l’a bien espés jonchie.

Tristan s’asist o la roïne.

Governal sot de la cuisine,

De seche busche fait buen feu.

Molt avoient a faire queu!

Il n’avoient ne lait ni sel

A cele foiz a lor ostel. (vv. 1290-1298)

El uso de esta denominaci ón genérica (herberjage) indica un paraje fuera del ámbito de sociabilización (que, no obstante, conserva, en su ordenamiento, las huellas de la cultura), mientras que el significado del refugio en el bosque se especifica con sustantivos que nuevamente apuntan a la idea de rusticidad, en especial, la expresión “faire la fullie” (lugar decorado con hojas, aposento construido con ramas de árboles). En resumen, el léxico seleccionado para describir el ámbito que cobija a los amantes denuncia una vez más el aspecto silvestre, aunque atravesado por un principio de cultura que alude, en principio, al espacio privado. En ese sentido, en última instancia, bois deviene metáfora de dicho espacio (indicando, asimismo, que la corte es el espacio público) ámbito que aún necesita de recursos retóricos para su develación.

3.2 Enderezando el vástago. La mirada de Chrétien de Troyes

Frente a esta representación natural de la experiencia amorosa en Tristan, en Cligès los amantes se refugian en un escenario en el que se destaca, de manera superlativa, el carácter cultural del artificio. En efecto, la pasión se desarrolla primero en una torre excelsamente construida y decorada (cuya fabricación y ornamento fueron descriptos con minuciosidad en pasajes previos) y luego en un vergel, locus amœnus prototípico de la escenificación amorosa.

Como anticip é, el roman de Chrétien de Troyes intenta proponer una alternativa socialmente viable del amor tristaniano. Desde esta óptica, la vivencia de Tristán e Iseo en la foresta de Morois puede hacerse corresponder a la vida de Fenice y Cligès en la torre y en el vergel. La comparación, asimismo, destaca las oposiciones, empezando por el paisaje que enmarca las escenas amorosas: el ámbito de sufrimiento y penitencia se transforma en un vergel donde las flores, los árboles y las aves con su canto invitan al deleite y a la sensualidad. Mediante el empleo de fórmulas características de la reverdie se indica tanto la vinculación de este fragmento con la poesía amorosa de trovadores y troveros como una evolución en el tipo de amor que experimenta la joven pareja. Gracias al empleo de la brevitas, además, el pasaje alude y esconde un mundo de significaciones que conducen al universo retórico de la canso.

En este escenario, la llegada de la estación estival y la música del ruiseñor son elementos que no solo predisponen para el amor, sino que devienen las condiciones necesarias para la alegría (déduire) y, en especial, para el placer y el reposo, es decir, el solaz (solaz). Contrariamente a la experiencia de los amantes tristanianos, signada por el dolor, en Cligès el ambiente debe ordenarse de forma tal que refleje y participe de la beatitud espiritual y sea, además, manifestación elocuente del gozo (joi) que sienten los amantes debido a que, pese a todas las contrariedades, lograron vivir su amor en plenitud. En ese sentido, la fin’amor se enlaza con la felicidad al punto de confundirse con ella, porque representa no solo la consumación de un deseo largamente reprimido sino porque permite que los jóvenes alcancen la elevación moral y espiritual que poseen de manera innata. En el caso de Tristán e Iseo, por el contrario, aunque la consumación de su amor en la foresta de Morois también constituye la culminación de un deseo de libertad emocional insatisfecho y, pese al deleite que sienten uno con el otro, la pasión los rebaja y refleja su aspecto más visceral e instintivo. Por consiguiente, la realización del deseo trae aparejado la angustia y la tristeza.

Observemos este fragmento de Cligès:

Au renovelement d’esté,

Quant flos et fuilles d’arbres issent

Et cil oiselet s’esjoïssent

Qui font lor joie en lor latin,

Avint que Fenice un matin

O ï chanter le rosignol.

L ’un braz au flanc et l’autre au col

La tenet Cligès dolcement,

Et ele lui tot ensement.

Si li a dit: « Beaus amis chiers,

Grant bien me fe ïst uns vergiers

O je me poïsse deduire.

Ne vi lune ne soleil luire

Plus a de .XV. mois entiers.

S’estre poïst, molt volentiers

M’en istro e la fors au jor

Qu’enclose sui en ceste tor,

Et se ci pres avoit vergier

O je m’alasse esbanoier,

Molt me feroit grant bien sovent. 14 (vv. 6268-6287)

A diferencia del Tristan, donde la naturaleza reproduce el carácter indómito de la pasión y el aspecto primigenio de la micro sociedad que los amantes instauran, en Cligès, el espacio natural no refiere de forma directa la pasión, sino que se orienta a recrear un ambiente traspasado por la cultura y a simbolizar una clase de espíritu dotado de una sensibilidad superior, condición primera que antecede el goce pasional. En otras palabras, el amor no es únicamente una pulsión, es el producto de una moral que requiere un espacio espiritual acorde a su constitución. Así, en Cligès, el amor expulsa el patetismo que impregnaba a los amantes de Cornualles y se convierte en una de las cualidades centrales de la cortesía. Se observa, por ende, que en este roman la passio muta en fin’amor, delicada virtud del espíritu cortés, y se erige como el primer peldaño en la configuración de un ars amandi del que el Roman de la Rose se considerará su legítimo heredero. En síntesis, en el jardín de Cligès, la Naturaleza, por un lado, muestra sus diferencias con la de la foresta salvaje y, por el otro, mediante una æmulatio retórica, anticipa las propiedades inherentes al alma cortés.

Ahora bien, podría argumentarse que, si el vergel connota el corazón amante, deberá también señalar, metafóricamente, las propiedades y las condiciones de posibilidad de esta fin’amor:

Quant Fenice voit [l’] hus ovrir

Et le soleil laianz ferir

Qu’ele n’avoit pieça veü

De joie a tot le sen me ü

Et dist c’or ne quer tele plus,

Des qu’issir puet fors del reclus,

N’aillors ne se quert herbergier.

Par l’uis est entree ou vergier,

Qui molt li plaist et atalente.

Enmi le vergier ot une ente

Molt haute et bele et parcre üe,

De floschargie et bien vestue.

Eissi estoient li rain duit

Que vers terre pendeient tuit

Et pres jusqu’à terre baissoient

[Fors la cime dom il naissoient]

Fenice autre leu ne coveite

Car desoz l’ente est li preals

[Molt delitables et molt beaus]

Ne ja n’iert li solaz tant chauz

A midi, quant il est plus hauz,

Que ja rais i poïst passer

Si le sot Johan compasser

Et les branches mener et duire.

La se vait Fenice deduire,

Si i fait en sorjor son lit,

La sunt a joie et a delit.

Et li vergiers est clos entor

De haut mur qui tient a la tor,

Si que riens nule n’i entrast

Se par la tor sus ne montast.

Or est Fenice molt a aise

N’est riens nule qui li desplaise

Ne ne li faut riens qu’ele voille

Quant soz la flos et sos la foille

Son ami li loist embracier. (vv. 6311-634)

La princesa elige instalarse bajo un árbol15, ubicado en medio del vergel, que la protege del calor intenso. Dos comentarios surgen de esta afirmación. En primer lugar, la referencia al calor también se encuentra en el pasaje analizado del Tristan (v.1794), cuando se comenta que el sol quema el cuerpo de Iseo, afirmación que acentúa, junto con la delgadez y la miseria de sus vestimentas, la fealdad de la reina. ¿Metáfora de la pasión que abrasa los corazones y los cuerpos? Posiblemente. Más aún, cuando el narrador de Cligès insinúa, entre las cualidades benéficas del árbol, su capacidad de proteger a Fenice del vivo calor (al mediodía, con la significación que ese momento posee para la narrativa de materia bretona16) refuerza el sutil mensaje de que la pasión puede desplegar sus alas porque está contenida por las ramas de la sociedad (el árbol) y, en consecuencia, protegida de la abrasión a la que el sentimiento conduce fuera de un ámbito que reglamente su manifestación.

En segundo término, las ramas del árbol fueron “orientadas”, “corregidas” por Juan, el constructor de la torre. Me interesa detener la atención en dos vocablos en particular: ente, injerto recientemente trasplantado, y el verbo que se le vincula: duire (conducir, llevar, dirigir; en sentido figurado: gobernar, modelar, domesticar). Hallo simbolizado en la relación de estos términos el significado exacto de la fin’amor que el roman parece querer transmitir. Es dentro de los límites impuestos por este árbol frondoso que los protege del calor donde los amantes pueden expandir su sensualidad y satisfacer su pasión. Así, los elementos naturales domesticados por el hombre refieren un amor que se somete, que se deja gobernar por la sociedad que los alberga. Más aún, la interpolación de la cultura es fundamental, pues no se trata de elementos naturalmente “salvajes” sino de injertos, de una vegetación que toleró la manipulación humana, que fue trasplantada, que fue modelada.

Advierto en esta imagen de lo natural, en consecuencia, la ideología que gobierna un sentimiento cuya vivencia no altera el orden social, sino que, por el contrario, lo refuerza. En otras palabras, la pasión amorosa deberá ser compatible con los mecanismos de sociabilización y de estructuración que la comunidad se (auto)impone, ideal que en Cligès, a través de espejos y ensoñaciones, y mediante una trasposición de la culpa del adulterio hacia Alis, el marido usurpador, se terminará de fortalecer.

Esta lectura podría articularse con las significaciones en torno al amor y su relación con las responsabilidades sociales que cuatro de los romans de Chrétien de Troyes proyectan. En efecto, en su primera creación, Erec et Enide, Enide será para Erec su “femme et amie”, es decir, “su esposa y su amiga”, sintagma que indica la manera de integrar el sentimiento amoroso a las alianzas matrimoniales. Más tarde, en Yvain o le chevalier au lion, el caballero deberá aprender a equilibrar sus hazañas caballerescas con el amor a su esposa, Laudine. Respecto del Lancelot o le chevalier de la charrette, finalmente, la representación del amor resulta ser mucho más compleja, porque el adulterio de Ginebra y Lancelot parece contravenir la conceptualización de la fin’amor que propongo, como manifestación de una pasión reprimida a favor de la sociabilidad. Sin embargo, es posible afirmar, aunque sea de manera únicamente hipotética, que en el Lancelot, el amor se transforma en otra clase de pasión, más cercana al sentimiento cristiano y más próxima, en consecuencia, a la sensibilidad que se trata de retratar en el Conte du Graal.

A partir de estas comprobaciones, en definitiva, y pese a la imagen transgresora con la que se ha definido la fin’amor en múltiples oportunidades, la comparación entre los episodios analizados de Tristan e Iseo de Béroul y Cligès permite confirmar que, para Chrétien de Troyes, el amor puede subsistir y expandirse a condición de que se adapte a las normas sociales. La constatación encontraría, en la organización de la Naturaleza, una traslación de sentidos elocuente.

3.3. El paraíso terrestre acoge al espíritu amante

Finalmente, en el Roman de la Rose, la presuposición se verifica ya que la conquista de un primer beso de la rosa será posible luego de que el enamorado se convierta en vasallo del dios Amor y de que reciba el adoctrinamiento pertinente. En este poema alegórico, la interrelación Naturaleza – amante llega a un punto culminante.

M ás allá de la historia que se despliega en el Roman, el texto de Guillaume de Lorris se preocupa en señalar que el amante debe poseer una predisposición interior distinguida y noble. Su espíritu debe reunir las condiciones de cortesía que solo ostentan las almas superiores, requisito que antecede la superación de pruebas y, en especial, la posibilidad de convertirse en súbdito del dios Amor17. Este impedimento se halla simbolizado de manera antitética en las imágenes pintadas en los muros externos del vergel y, en especial, en función de la pequeñez de la puerta de acceso al jardín:

Le vergier par compasse üre,

fu toz de droite quarre üre,

s’ot autant de lonc con de large.

Nul arbre n’i a, qui fruit charge,

se n’est aucuns arbres hideus,

dont il n’i ait ou trois ou deus

ou vergier, ou plus, se devient. 18 (vv.1321-1327)

En este contexto, el narrador / protagonista detalla, enfervorizado ante el recuerdo, la alegr ía que lo embargó mediante la enumeración de calificativos (liez, bauz y joienz) que demuestran un gradual incremento de la felicidad, hasta llegar a sentirse en el paraíso terrestre:

Lors entrai, sanz plus dire mot,

par l’uis que Oiseuse overt m’ot,

el vergier ; et quant je fui enz,

je fui liez et bauz et joienz

et sachiez que je cuidai estre

por voir em paradis terrestre :

tant estoit li leus delitables,

qu’i sembloit estre esperitables19 (vv. 629-636)

A diferencia del roman de Cligès, en el que la felicidad que sentían los jóvenes amantes se representaba también en los elementos que poblaban el vergel, en el Roman de la Rose la beatitud del jardín representa una especie de advertencia sobre la elevación moral y la superación espiritual que deberá alcanzar el amante, los cuales serán explicitados a través de los mandamientos que el dios Amor imparte a su futuro servidor.

El espectáculo que se presenta frente a sus ojos le provoca tal estado de exaltación que enumera, casi hasta la extenuación, aves, árboles, flores y frutos:

El vergier ot arbres domesches,

qui chargoient et coinz et pesches,

chastaines, noiz, pomes et poires,

nesfles, prunes blanches et noires,

cereses fresches vermeilleites,

cormes, alies et noiseites;

De granz loriers et de haus pins

fu pueplez trestoz li jardins,

et d'oliviers et de ciprés,

avoit il ou vergier adés:

Ormes y ot branchuz et gros,

Et aveques charmes et fos,

coudres droites, trembles et chesnes,

arables, haus sapinz et fresnes.

Qu’iroie je ci acontant?

De divers arbres i ot tant,

Que moult en seroie encombrés,

Ains que les e üsse nombrez;

Mes li arbre, ce sachez, furent

si loing a loing con estre durent.

Li uns fu loing de l'autre asis

Plus de .v. toises ou de sis;

mes li rain furent lonc et haut,

Et por le leu garder de chaut,

furent si esp és par deseure,

Que li solaus en nesune eure

ne puet a la terre descendre

ne fere mal a l’erbe tendre.20 (vv. 1345-1372)

Como ya señalé en la sección dedicada al análisis de Cligès, la insistencia en denotar felicidad se enlaza con la idea de cortesía, por cuanto la capacidad de regocijarse constituye uno de los mandamientos más relevantes del código. El desarrollo de esta facultad está estrechamente vinculado con un contexto afín; una felicidad intensa solo puede expandirse en un lugar deleitable. Desde esta óptica, se comprende el empleo frecuente, en la construcción de las descripciones, de la hipérbole y de la enumeración en la presentación de los atributos del sitio, configurando las descripciones como vastos repertorios enciclopédicos. Por otra parte, la homologación del canto de los pájaros, metáfora sutil de los poetas y delicado homenaje a su lírica, al de los ángeles, por un lado, y al de las sirenas, por el otro, no solo coronan la idea de armonía, sino que trasportan a un territorio ultramundano la experiencia pasional:

Trop par fessoient bel servise

cil oisel que je vos devise.

Il chantoient un chant autel

con fussent angre esperitel ;

et sachiez, quant je l’oï,

que durement m’en esjoï,

que mes si douce melodie

ne fu d’ome mortel oïe.

Tant estoit cil chanz doz et biaus

Qu’il ne sembloit pas chant d’oisiaus,

Ainz le pe üst l’en aesmer

au chanz des seraines de mer,

qui par lor voiz qu’eles ont saines

et series ont non seraines. 21 (vv. 659-673)

En este sentido, si la expansión enciclopédica de los componentes que conforman el vergel y la reiterada mención de la joie y del joi pueden sugerir una evolución en el tipo de sentimiento, es la comparación con el paraíso terrestre y la homologación de las aves con los ángeles las que, a mi entender, marcan un escalón superior hacia el perfecto amor. Consecuentemente, en el Roman de la Rose, el locus amœnus que abrigaba los amores de Cligès y Fenice se transforma en un ambiente comparable al edén. A este enaltecimiento se adiciona el uso de la prosopopeya y la alegoría que, como ya indicó H. R. Jauss (1962) en un clásico estudio sobre la poesía alegórica en lengua vernácula, cobra un giro original e inesperado en el poema de Guillaume de Lorris, donde ya no son los atributos cristianos y la función doctrinal las que guiarán la senefiance del texto sino las virtudes ensalzadas por los poetas. La mutación desde un didactismo de moral cristiana hacia un adoctrinamiento en las perspicacias de la cortesía demuestra, además, la vitalidad y la regeneración de los dos géneros que abrevaron en este código: por un lado, la lírica, gracias a la presencia de las personificaciones y las descripciones y, por el otro, el roman de materia artúrica, mediante la mutación de un formato lírico en uno narrativo, en el que las vibraciones del alma enamorada devienen aventura y derrotero del corazón amante.

4. Naturaleza y símbolo: algunas ideas conclusivas

A través de este conjunto de reflexiones y comentarios, he tratado de revisar la relación literaria entre el tópico amoroso y el natural en tres narraciones francesas de la Edad Media central; un vínculo que el Romanticismo, fundador del medievalismo moderno y contemporáneo, explorará y explotará de manera fecunda.

Logré puntualizar esa relación gracias a la comparación con la lírica popular, en especial, hispánica, en la que los elementos naturales representan símbolos de una situación específica (la unión sexual, la fertilidad) y constituyen una primera fase del proceso de simbolización, en el que se conforma un código cristalizado de gran eficacia comunicativa. Los relatos medievales examinados en estas páginas estarían denotando una fase secundaria en la que, gracias a los elementos naturales, se simboliza una situación amorosa particular dentro de un contexto específico y, fundamentalmente, único.

Si el carácter colectivo, por un lado, e individual, por el otro, de las creaciones que recurren a la simbología natural pueden ser variable de comparación, y de diferenciación, a partir de la presencia o ausencia de un código simbólico estereotipado, es necesario admitir que los exponentes de la cortesía literaria también terminan por construir un lenguaje cristalizado que se reproduce de poema en poema. Por tal motivo, la formulación lingüística de esta clase de poesía pierde espontaneidad a favor de una semántica que transmite una misma significación, proporcionando cohesión a una comunidad textual (Stock, 1986) de dimensiones mucho más reducidas, y de un alcance temporal también menor. Pese a ello, como señalé respecto de Cligès en comparación con el Roman de la Rose, sutilezas de grado vehiculizan una lectura que individualiza cada ejemplo y permiten percibir interesantes matices de significación.

Por último, si la articulación entre símbolos naturales y sentimiento amoroso resulta ser convincente, solo restaría observar de qué manera se puede recapitular y sintetizar la progresión de passio a ars amandi que he establecido en la lectura comparada de Tristan e Iseo, Cligès y el Roman de la Rose. Considero que tres términos serían sinécdoque de cada sitio, y funcionarían, asimismo, como expresión alegórica de cada amor: desert, ente y paradis terrestre, conforman tres ambientes en los que los amantes residen de forma exclusiva y excluyente, de acuerdo con la clase de pasión que experimentan y, en especial, según el tipo de amor que la ideología del texto trata de comunicar. Tres espacios que proyectan una imagen ni totalmente nítida ni totalmente difusa de la cultura literaria francesa de los siglos XII y XIII, es decir, del periodo en el que las literaturas vernáculas descubren las infinitas potencialidades de las nuevas lenguas poéticas y que rápidamente cimientan en sus expresiones líricas y narrativas.

 

 

Notas

1 La crítica determina una relación preferencial entre el roman de Chrétien y la versión de la leyenda de Tomás de Inglaterra (1171-1172) y considera, por tanto, el Cligès como una réplica a la representación del amor que se vehiculiza en el texto de Tomás. Sin embargo, en función de los objetivos que persigue este trabajo, resulta claro que la versión de Béroul constituye un modelo preferencial de comparación.

2 Al respecto, Emmanuèle Baumgartner (1993: 55) señala: “Or, à la différence de la cour d’Arthur où, sous l’autorité du roi, vivent en harmonie les compagnons de la Table Ronde […], le royaume de Cornouailles est le lieu d’un affrontement entre le roi et ses vassaux dont le prétexte est la relation adultère de la reine et Tristan”.

3 Margit Frenk (2006: 351) explica magistralmente esta perennidad de sentidos de los símbolos naturales en la lírica popular: “¿Puede una canción haberle significado cosas distintas a la gente que en cierto momento la cantaba y la escuchaba? Yo me atrevería a sostener que, en un momento dado, en un área geográfica limitada, el conjunto de símbolos que aparecían en las canciones populares constituye un lenguaje, un sistema de códigos y tiene que ser entendido por sus usuarios. Como el lenguaje común y corriente, algunos elementos pueden ser ambiguos, mientras que otros significan básicamente lo mismo para todos: tienen que significar básicamente lo mismo. Cuando no entendemos las implicaciones de una determinada canción popular, probablemente es porque nos falta la información necesaria sobre su simbolismo: “Ahora bien, el llamado “significado” de los símbolos generalmente es muy amplio y vago y puede desplazarse según el contexto, como vimos al analizar las canciones españolas sobre el viento. Sin embargo, a pesar de las diferencias, la mayoría de esas “canciones del viento”, si no estoy equivocada, se refieren a una experiencia femenina básica: la de la pasión sexual masculina. Del mismo modo, la luna saliente, la montaña; las plantas de junto al río y el césped, el trébol, el pavorreal que se come las hojas de olivo, todos ellos también tienen que haber tenido un “significado” básico que permitía a los cantantes hispánicos de la Edad Media y a sus oyentes captar lo que estaba detrás de las imágenes visuales de sus canciones, lo mismo que entendían los muchos cantares no simbólicos de su repertorio. Quizá las canciones simbólicas eran especialmente atractivas para ellos, dada su belleza visual y su misterio (que no desaparecen, como vimos, cuando comprendemos el símbolo).”

4 “Áspera vida llevan y dura: / Pero su mutuo amor es tan hondo, / que, estando juntos, no sienten dolor.” Béroul, Tristán e Iseo, traducción de Roberto Ruiz Capellán.

5 Si bien el sufrimiento pasional es uno de los requisitos de la fin’amor, como testimonio de un sentimiento honesto y sincero, su ocurrencia se produce previo a la unión de los amantes, como una derivación del deseo reprimido. El problema aquí es que la satisfacción del deseo implica dolor mientras que en los otros ejemplos literarios dicha satisfacción conduce a la felicidad del joi.

6 En ese sentido, es interesante recordar la cita espiada, en la que Iseo refiere la ayuda que Tristán dio a su tío para liberarse del yugo del Morholt y la cobardía que se apoderó de los otros señores ante la amenaza.

7 “Dejan el campo abierto, y en el bosque / se internan Tristán y Governal. / Iseo es feliz, no siente ya ningún mal. / se hallan en el bosque de Morrois /y aquella noche durmieron en un monte”.

8 “Ahora moran juntos en el bosque, / y Tristán los alimenta de caza. / mucho tiempo viven en aquel bosque, / pero del lugar en que se albergan de noche…”.

9 “A la mañana Tristán se va. / Mantiénese en las lindes del bosque, evita el campo abierto. / Les falta el pan, ¡cuán gran penuria! / Ciervos, ciervas y corzos / mata Tristán en abundancia por el bosque”.

10 “El bosque inspira tanto espanto / que nadie osa adentrarse. / Ahora tienen todo el bosque a su antojo / Mientras habitan la espesura / Inventó Tristán el Arco que no falla”.

11 Las definiciones provienen del Dictionnaire du Moyen Français (http://atilf.atilf.fr) a partir de las acepciones brindadas por el Dictionnaire d’Ancien Français de Godefroy y el Französisches Etymologisches Wörterbuch: “boscage: (boschage): (adj.) des bois, agreste, sauvage; bocage (français moderne) Petit bois naturel caractérisé par des arbres peu élevés et clairsemés. Le bocage est un petit bois sans culture, planté à la campagne pour se mettre à l'ombre. Le bosquet est un petit bois embelli par l'art, destiné à faire l'ornement des jardins d'agrément (Besch. 1845). (Académie Française) XIIe siècle, boscage, “lieu boisé, fourré”; gaudine (gadine): feuillée, bocage, bois; gaut: bois, forêt, bocage, terre inculte où croissent des broussailles”.

12 Hay, no obstante, una mención a las aves en el verso 1778 “li oisel chantent l’ainzjornee” (cantan los pájaros a la alborada) que acompaña el marco veraniego de la secuencia.

13 En ese sentido, y pese a las evidentes diferencias con el estilo netamente cortés que caracteriza la versión de Gottfried von Straßburg (que, como explicita el narrador, sigue la versión de Tomas de Inglaterra), es posible establecer mínimas correspondencias entre la choza en la foresta de Morois con la gruta de amor que alberga a Tristán e Iseo durante su alejamiento de la corte. Si bien en la adaptación de Gottfried, los amantes viven un amor transfigurado, descripto con la más sublime imaginería simbólica y con un lenguaje alegórico próximo al utilizado en el Roman de la Rose, las versiones de Béroul y de Gottfried comparten la idea de que los amantes constituyen una sociedad ideal y única, inaccesible a los demás. Mientras que en la gruta de amor esta singularidad se connota mediante la exquisitez del ambiente, en la foresta de Morois se transmite mediante el término bois.

14 “Con la llegada del verano en el que salen flores y hojas de los árboles, y los pájaros se regocijan y expresan su alegría en su latín, sucedió que una mañana Fenice oyó cantar al ruiseñor. Cligès la tenía cogida dulcemente con un brazo en la cintura y otro en el cuello, y ella a él. Ella dijo: “Querido y dulce amigo, me haría mucho bien un vergel en el que pudiera distraerme. Hace más de quince meses enteros que no veo lucir ni la luna ni el sol. Si fuera posible, me agradaría mucho salir afuera, a la luz del sol, pues estoy confinada en esta torre. Y si hubiera algún vergel donde me pudiera solazar, a menudo me haría mucho bien” (p. 185).

15 Cuando Fenice vio abrir la puerta y vio cómo la luz del sol, que no había visto desde hacía mucho, lo inundaba todo, comenzó a hervirle la sangre de alegría y dijo que ya no deseaba nada más, pues podía salir de su confinamiento y en ningún otro lugar deseaba hospedarse. Entra entonces en un vergel que mucho le agrada y satisface. Hay en medio un árbol frondoso y cargado de flores y muy ancho por abajo. Las ramas estaban dispuestas de tal manera que todas colgaban hasta la tierra y casi tocaban el suelo fuera de la copa de la que nacían, que subía derecha y hacia lo alto. (Fenice no desea otro paraje). Bajo el árbol se extendía un prado, muy agradable y hermoso. El sol no es lo suficientemente ardiente en verano, cuando está en lo más alto, como para que sus rayos puedan penetrar allí. Así supo Juan disponerlo y colocar y arreglar las ramas. Allí va Fenice a solazarse y ha hecho su cama bajo el árbol. Allí gozan y disfrutan y el jardín está cerrado alrededor por altos muros que protegen la torre, de suerte que nadie podría subir hasta allí si no entraba por la parte inferior del torreón. Ahora Fenice es feliz, no hay nada que le desagrade cuando tumbada sobre las flores y las hojas nada le falta de cuanto desea: puede abrazar a su amigo cuando le plazca. (p. 187)

16 Cfr. Stanesco, 1996.

17 Las vestimentas del dios de Amor condensan dos de los motivos más característicos de la poesía trovadoresca, como puntualiza Poirion (1974: 43): “rappelle le thème floral du site printanier, tandis que les oiseaux voltigeant autour de sa tête évoquent la séduction du chant”.

18 “La disposición del bello jardín / era de un cuadrado, con todos sus lados/ de la misma anchura e igual longitud. /Todas las especies de árboles frutales, / salvo si tenían formas espantosas,/ se podían ver o solos o a pares, / o en mucho más número, en aquel lugar”. Roman de la Rose, traducción de Juan Victorio.

19 “Entonces entré, sin más añadir, / por aquella puerta, que Ociosa me abrió, / en aquel jardín, y una vez en él, / sentí gran placer, solaz y contento. / Pues debéis saber que pensé que estaba / viendo el Paraíso en aquel lugar: / era tan ameno y tan deleitable, que me parecía en el Cielo estar. / Porque, yo pensé en aquel momento, / no podía haber paraíso alguno/ tan maravilloso como lo era aquel / lugar en que tanto placer encontraba”. Roman de la Rose, traducción de Juan Victorio.

20 “Había también árboles de huerto, / con muchos membrillos y melocotones, / nísperos, ciruelas de todas las clases, / castañas y nueces, manzanas y peras, / igual que cerezas, frescas y bermejas, / sin contar alisos, serbas y avellanas. / De grandes laureles y elevados pinos / estaba repleto todo aquel jardín,/ sin faltar tampoco olivos, cipreses/ ni los altos olmos, muy grandes y espesos;/ había asimismo adelfas y hayas,/ y encinas y fresnos, y álamos temblones,/ y abetos y arces, y robles también./ ¿Pero para qué seguirlos citando?/ Tanto árbol había, de tal variedad,/ que me encontraría en un grave aprieto/ si fuera preciso nombrarlos a todos./ Solo añadiré que todos estaban/ entre si alejados convenientemente,/ dejando un espacio entre uno y otro/ de cinco toesas, y quizá de seis;/ mas eran sus ramas muy altas y largas,/y para guardar del calor el sitio (…) Roman de la Rose, traducción de Juan Victorio.

21 “Por todas las partes causaban placer / estos pajarillos que he citado aquí. / Porque producían un cántico tal, / que hasta se diría que era celestial; / y, debéis creerme, cuando los oí, / muy profundamente me quedé arrobado, / ya que melodía tan dulce y suave / nunca pudo ser por mortal oída, / puesto que era su música tan suave y bella/ que no parecía trino de pájaro; / antes bien, sonaba, según mi entender, / como si cantara sirena del mar” Roman de la Rose, traducción de Juan Victorio.

 

Bibliografía

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